Beato Leopoldo de Alpandeire Sánchez Márquez, Laico Capuchino
Febrero 9
Leopoldo de Alpandeire Sánchez Márquez (su nombre de pila era
Francisco), laico profeso de la Orden d los Frailes Menores Capuchinos;
nacido el 24 de julio de 1866 en Alpandeire (España) y fallecido el 9 de
febrero de 1956 en Granada (España).
Dejando atrás la señorial ciudad de Ronda, metrópoli de la Serranía del mismo nombre,
y, bajando por una carretera que serpentea entre escarpados cerros de
alcornoques y encinares, llegamos a Alpandeire, pintoresca villa de la
provincia de Málaga, situada en las extremidades de la sierra de
Jarestepar al sur de Ronda.
Aquí, en este pueblecito de casitas
blancas, acurrucado alrededor de su majestuosa iglesia parroquial,
considerada la "catedral de la Serranía", nació un 24 de junio de 1864
Francisco Tomás Márquez Sánchez, nuestro futuro Fray Leopoldo. Fueron
sus padres Diego Márquez y Jerónima Sánchez. Francisco Tomás tuvo otros
tres hermanos más cuyos nombres nos son conocidos: Diego, Juan Miguel y
María Teresa y algunos más que murieron en la infancia sin disponer hoy
de datos sobre ellos. Diego moriría soldado en la guerra de Cuba.
Nuestro protagonista había nacido en el seno de una familia de
cristianos labradores. El hogar de Diego y Jerónima era humilde y en él
se vivían y practicaban las virtudes cristianas que inculcaban, con su
ejemplo diario, a sus hijos.
Junto a los verdes campos de
sementeras y alcornocales, las montañas rocosas, los trigales, los
cercados de rastrojos y retamas, las ovejas y los aperos de labranza, la
infancia y juventud de Francisco Tomás se deslizaron apaciblemente,
como uno de esos innumerables arroyuelos que corren escondidos por las
laderas de las montañas. Entre los trabajos del campo, la vida familiar y
de piedad y oración pasó los treinta y cinco años de su vida oculta
mientras Dios lo iba modelando lenta y paulatinamente -- que ya desde
niño "era todo corazón" --; disfrutaba socorriendo a los pobres. Se
decía de él que ni aún de niño se cerró, egoísta, a la compasión.
Repartía su merienda con otros pastorcillos más pobres que él, o daba
sus zapatos a un menesteroso que los necesitaba, o entregaba el dinero
ganado en la vendimia de Jerez, a los pobres que encontraba por el
camino de regreso a su pueblo. "Dios da para todos", diría años más
tarde.
Fue a raíz de haber oído predicar a dos capuchinos en
Ronda, con ocasión de las fiestas que tuvieron lugar en la ciudad del
Tajo, en 1894, para celebrar la beatificación del capuchino Diego José
de Cádiz, cuando el joven Francisco Tomás decidió abrazar la vida
religiosa haciéndose capuchino. A aquellos predicadores comunicó su
deseo de ser uno como ellos, pero tuvo que esperar algunos años, debido a
ciertas negligencias y olvidos en los trámites de admisión. Finalmente
un día salió de su tierra y de su parentela, como Abrahán, y tomó el
hábito capuchino en el Convento de Sevilla el 16 de noviembre de 1899,
cambiando el nombre de Francisco Tomás por el de Leopoldo, según usos de
la Orden. Este cambio de nombre -- comentaría él años adelante -- le
cayó "como un jarro de agua fría", ya que el nombre de Leopoldo no era
corriente entre los miembros de la Orden; tal vez su maestro de
novicios, P. Diego de Valencina, lo escogió por celebrarse su fiesta el
15 de noviembre.
Desde el noviciado Fray Leopoldo no tuvo otra
meta que santificarse, siguiendo a Cristo por el camino de la cruz como
San Francisco. Su amor a Dios, la oración, el trabajo, el silencio, la
devoción a la Virgen y la penitencia marcarían ya su vida. La cruz y la
pasión de Cristo serían para él, a partir de ahora, objeto de meditación
y de imitación. El 16 de noviembre de 1900 hizo su primera profesión; a
partir de entonces vivió cortas temporadas, como hortelano, en los
conventos de Sevilla, Antequera y Granada. El 23 de noviembre de 1903
emite, en Granada, sus votos perpetuos. Sin embargo, la azada lo
perseguía como fiel compañera mientras él seguía cultivando la huerta de
los frailes. Pero para entonces ya había aprendido a sublimar el
trabajo, a transformarlo en oración y servicio a los hermanos. Como
todos los santos hermanos capuchinos, Leopoldo fue un gran trabajador,
ya que como ellos, estaba convencido de la virtud redentora del esfuerzo
humano. El trabajo y la soledad del convento hicieron crecer en él la
ascesis y la mística. Como ha escrito uno de sus biógrafos, fue un
“contemplativo entre el agua de las acequias, las hortalizas, los
frutales y las flores para el altar”. E1 21 de febrero de 1914 llegaría a
Granada para quedarse definitivamente en ella. La ciudad de la
Alhambra, que dormita a los pies de Sierra Nevada, la Granada cristiana y
mora, donde el agua se hace música, sería el escenario de su vida
durante más de medio siglo. Trabajó primero de hortelano en la huerta
del Convento para ejercer después de sacristán y limosnero. Dos trabajos
que unirían admirablemente la doble faceta de su vida: su dimensión
contemplativa, su vida de oración, su vida íntima con Dios y su vida
activa, su ir y venir por las calles y cuestas de Granada, su contacto
con la gente, su diario quehacer de limosnero.
Pero lo que
define y caracteriza prácticamente la vida de Fray Leopoldo es su oficio
de limosnero. El, que se había hecho religioso para vivir alejado del
"mundanal ruido", fue lanzado por la obediencia a librar la batalla
decisiva de su vida, en medio de la calle. Lo que él mismo confirmaría
años más tarde, con ocasión de las fiestas de sus Bodas de Oro de vida
religiosa y al saber que la efeméride había salido en la prensa,
exclamó: "Qué jaqueca, hermano, -- confesó a un compañero -- nos hacemos
religiosos para servir a Dios en la oscuridad y, ya ve, nos sacan hasta
en los papeles". Fray Leopoldo, como otros santos capuchinos con
marcada inclinación a la vida contemplativa, vivió constantemente en
contacto con el pueblo, como limosnero. Se hizo así santo, santificando a
los demás. Y lo hizo como quería San Francisco: con el testimonio de su
vida, con su ejemplo, con su palabra, con la gracia y el carisma que
Dios le dio. El contacto con los hombres, lejos de distraerlo o
mundanizarlo, lo empujó a salir de sí mismo, a cargar sobre sí el peso
de los demás, a comprender, a ayudar, a servir, a amar.
Su
figura se hizo popular en la ciudad de los cármenes, todos lo
reconocían, las gentes y los chiquillos decían en la calle: "Mira, por
allí viene Fray Nipordo", y corrían a su encuentro. Con los niños se
paraba para explicarles algo de catecismo, con los mayores para hablar
de sus problemas, angustias y preocupaciones. Fray Leopoldo había
encontrado el modo de derramar sobre todos la bondad divina: rezaba tres
Ave Marías, era su forma de enhebrar lo divino con lo humano. Y las
gentes se alejaban de él transformadas, dispuestas a seguir su camino,
pero con la tranquilidad y la seguridad que Fray Leopoldo les había
devuelto, la de saber que Dios había tomado buena nota de sus
preocupaciones.
Y así día tras día, durante medio siglo, "con
la vista en el suelo y el corazón en el cielo" --como el mismo diría --,
Fray Leopoldo recorrió Granada repartiendo la limosna del amor,
elevando y sublimando la pesada monotonía de todos los días, dando
colorido a los días grises, poniendo unidad y armonía en la fragilidad
del ser humano, sobrenaturalizando y dignificando el quehacer diario. El
ha aportado, así, abundantes riquezas espirituales, bondad, caridad,
sencillez, limpieza al fatigoso discurrir de los hombres por esta
tierra.
Padeció algunas enfermedades y dolencias, que él se
esforzaba en ocultar y disimular, especialmente una hernia que le
causaba agudos dolores y muchas molestias en sus caminatas diarias de
limosnero. Estos y otros sufrimientos, como grietas en los pies que
sangraban abundantemente, le ayudaban a completar en su carne lo que
falta a los sufrimientos de Cristo, en favor de su Cuerpo que es la
Iglesia.
Cierto día en que, como de costumbre, recogía la
limosna de la caridad a sus 89 años, cayó al suelo rodando
precipitadamente escaleras abajo desde un primer piso y sufrió fractura
de fémur, -- dicen que le empujó el diablo --. Fue ingresado en la
Clínica de la Salud de Granada; afortunadamente y sin operación, los
huesos le anudaron; regresó al convento y pudo caminar con la ayuda de
dos bastones, pero ya no salió más a la calle. Así pudo entregarse
totalmente a Dios que era el gran amor de su vida. Y llenándose de Dios,
pasó los tres últimos años de su existencia terrena, hasta irse poco a
poco consumiendo "cual llama de amor viva".
Finalmente, la
llama se extinguió. Con el beso de la hermana muerte, Fray Leopoldo, el
humilde limosnero de las tres Ave Marías, se durmió en el Señor. Era el 9
de febrero de 1956. Tenía 92 años.
La noticia de su muerte
corrió y conmovió a toda la ciudad de Granada. Un río humano acudió al
convento de capuchinos, el pueblo y las autoridades, hasta los niños se
acercaron a ver a su "Fray Nipordo", como ellos le llamaban, mientras se
decían unos a otros: "Está muerto pero no da miedo". Su entierro fue
multitudinario. La fama de santidad, de que había gozado en vida, creció
después de su muerte. Desde entonces, todos los días, pero, sobre todo
el 9 de cada mes, una inusitada afluencia de gentes de todo el mundo
visita su sepulcro, siendo numerosas las gracias que Dios concede por
intersección de su fiel Siervo.
El 19 de diciembre de 2009 S.S.
Benedicto XVI autorizó la promulgación del decreto que reconoce un
milagro atribuido a la intercesión del Siervo de Dios Fray Leopoldo, la
beatificación se realizará el 12 de septiembre de 2010.
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Autor: Fr. Alfonso Ramírez Peralbo | Fuente: FrayLeopoldo.org
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