Beato Sebastián de Aparicio, Religioso Franciscano
Febrero 25
Martirologio Romano: En Puebla de los Ángeles, en México, beato
Sebastián Aparicio, que, siendo pastor de ovejas, pasó de España a
México, donde reunió con su trabajo una notable fortuna con la que ayudó
a los pobres y, habiendo enviudado dos veces, fue recibido como hermano
en la Orden de los Hermanos Menores, en la cual falleció casi centenario (1600).
Etimológicamente: Sebastián = Aquel que es digno de respeto, es de origen griego,
Fecha de beatificación: 17 de mayo de 1789 por el Papa Pío VI.
El año de 1533 llegaba a las playas mexicanas, confundido entre los
numerosos viajeros, un joven, de nombre Sebastián, que había nacido el
20 de enero de 1502 en el pueblo de Gudiña, de la provincia de Orense
(España). Su niñez transcurrió junto a sus padres, Juan de Aparicio y
Teresa del Prado, ambos cristianos de vieja cepa, caritativos y de
nobles costumbres; su mocedad y parte de su juventud pasó en medio del
campo, entregado a las labores agrícolas para ganar el sustento diario y
reunir la dote suficiente para sus dos hermanas. Salamanca, Zafra de
Extremadura y Sanlúcar de Barrameda vieron a Sebastián trabajar
afanosamente y pudieron admirar sus grandes virtudes –pese a sus años
mozos–, entre las que sobresalían su simplicidad, rectitud de corazón y
su amor por la castidad.
De la antigua Veracruz donde
desembarcó Sebastián, se dirigió a la ciudad de La Puebla, recién
fundada por el franciscano fray Toribio de Benavente, conocido más bien
con el sobrenombre de Motolinía. Las grandes extensiones de terreno
baldío y la seguridad que daba la Audiencia Real a todos los españoles
que quisieran residir en la dicha ciudad, atrajeron a Sebastián y lo
indujeron a dedicarse a la labranza. Dotado, empero, de un ingenio
natural poco común y de una mirada de vastos horizontes, Sebastián
concibió la idea de adaptar el camino de México a Veracruz para que por
él pasasen las carretas que muy pronto construyó con un amigo suyo
español. Esas carretas fueron las primeras que, tiradas por toros o
novillos amansados por el mismo Sebastián, hollaron el suelo de México.
Con esa obra resolvía dos problemas fundamentales: primero, el difícil
transporte de mercancías, y el segundo, aliviar a los indios de la
fatiga que padecían al tener que transportar todo sobre sus requemadas
espaldas.
Pasados algunos años, Sebastián se dirigió nuevamente
a la Real Audiencia de México para pedir permiso de abrir un nuevo
camino que traería prosperidad y progreso para todos. Se propuso nada
menos que abrir un camino que fuese de la capital mejicana hasta
Zacatecas, que empezaba a manar plata de sus entrañas. Hoy en día admira
aún la obra titánica de Sebastián por sus vastas y grandiosas
proporciones: tuvo que allanar hondonadas, rodear montes, construir
puentes de madera, llevar provisiones para sus trabajadores y, sobre
todo, lograr la amistad con las tribus chichimecas, tristemente célebres
por su ferocidad y canibalismo. Ante esta obra de gigantes y de santos,
Sebastián no se arredró. Su mente y su corazón aspiraban a mayores
cosas y en pocos años vio terminada la obra que lo inmortalizaría para
siempre. Sus cuadrillas de carretas recorrieron aquellas larguísimas
distancias sin ser molestadas por los chichimecas, quienes al ver la
mansedumbre y caridad con que los trataba Sebastián le amaron, le
protegieron y nunca le hicieron mal alguno. Esas mismas cuadrillas se
convirtieron también en seguro refugio para los pasajeros y gracias
también a los esfuerzos de Sebastián los pequeños poblados aumentaron
considerablemente, como la ciudad de Querétaro.
Durante unos
dieciocho años Sebastián había entregado lo mejor de sus fuerzas para
abrir caminos y fomentar el comercio en México; pero ya en 1552 decidió
dejar su oficio, que pingües ganancias le había acarreado, y compró unas
tierras por las afueras de la capital mexicana, entre Atzcapotzalco y
Tlanepantla. Sus nuevos proyectos fueron provechosos para todos, ya que
sus campos eran una escuela práctica donde aprendían los indios la
labranza; su hogar se convirtió en asilo seguro donde no sólo
encontraban los pobres y menesterosos refugio, sino el pan diario y
consejos para volver a amar la vida y el trabajo, y donde podían
aprender las virtudes cristianas que Sebastián no dejaba nunca de
ejercitar. Entre estas virtudes sobresalía su amor ardiente al Santísimo
Sacramento y a la Virgen María, cuyo rosario no omitió en todos los
días de su vida.
Las riquezas que honrada y justamente había
adquirido Sebastián atrajeron las miradas codiciosas de varios vecinos
suyos para persuadirle a contraer matrimonio. Las proposiciones no
podían ser sino ventajosas; y con todo, Sebastián las rechazó
constantemente, hasta que un día él mismo resolvió casarse con una joven
pobre, pero de muy nobles virtudes. Era el año 1562. Sebastián se
comportó con su esposa en público como marido que era de ella, mas en
privado la persuadió a guardar la virginidad. A la hora del descanso,
ella dormía en el lecho y él tendía una estera en el suelo, donde se
acostaba. Un año había apenas transcurrido y Sebastián se encontró
viudo. Dos años después, movido de su caridad en favorecer a otra pobre
joven, de nombre María Esteban, contrajo con ella matrimonio, sin
cambiar por ello su antiguo modo de dormir en el suelo y de mortificarse
en todo lo que podía. A pesar del tenor de vida que Sebastián llevaba,
no le faltaron dificultades y pruebas que soportó cristianamente. Una
enfermedad que lo puso a un pie del sepulcro y la muerte inesperada de
su segunda mujer fueron los vendavales que sacudieron hasta sus raíces
aquel fuerte árbol, que, desprendiéndose más y más de los bienes
terrenales, empezó a meditar consigo mismo de qué modo serviría más
perfectamente al Señor y alcanzaría con menores peligros su salvación
eterna.
Pasó todavía algún tiempo trabajando en sus campos,
hasta que, guiado por los consejos de su confesor, resolvió dejarlo
todo. Vendió sus bienes, entregó el precio a las religiosas de Santa
Clara de México, tomó el hábito de donado franciscano y pasó a servir a
las mismas religiosas en calidad de mozo. Contaba ya en aquella sazón
setenta y un años de edad. La gracia divina siguió moviendo suavemente
aquel corazón que desde pequeño le pertenecía y lo envió al convento de
San Francisco de México, donde tomó el hábito y, a pesar de las inmensas
dificultades que encontró en su resolución, profesó el 13 de junio de
1575.
Durante aquel año de recogimiento, oración y
mortificación, Fr. Sebastián meditó sobre las virtudes de San Francisco:
su obediencia, su pobreza, su amor a la Pasión del Señor, su amor hacia
todas las cosas por ser criaturas de Dios, y con mejores alas remontó
su alma a una entrega cada vez más perfecta en las manos de la Madre de
Dios, cuyo rosario traía siempre consigo y devotamente recitaba varias
veces al día. Apenas habían pasado unos dos meses de su profesión, la
obediencia le mandó al convento de Tecali, donde había necesidad de un
hermano que cuidase de la cocina, portería y huerta pequeña. Los
religiosos admiraron la virtud del humilde hermano lego, que atendía
todos los menesteres del convento con alegría y prontitud; mas poco
tiempo estuvo en aquel lugar, pues recibió nuevas órdenes de trasladarse
al convento de Las Llagas de Nuestro Seráfico Padre San Francisco de
Puebla de los Angeles. Partió al punto con la misma alegría y contento
que había manifestado y, llegado que hubo, le encargaron de un oficio
por lo demás penoso y duro, tenida cuenta de su avanzada edad: el de
limosnero. Con su acostumbrada alegre obediencia tomó sobre sí el nuevo
cargo. Tenía que recorrer la extensa campiña de Puebla en busca de
alimentos y demás provisiones, que serían el sustento de más de cien
religiosos que moraban en ese convento.
Pidió de limosna
algunos toros y construyó carretas, que fueron sus inseparables
compañeros hasta los últimos días de su vida. Los labradores de los
pueblos circunvecinos tuvieron oportunidad de admirar su paciencia,
mortificación, caridad y desprendimiento de todas las cosas. Tiraba su
viejo manto sobre el suelo y dormía debajo de las carretas sin
interesarle que lloviera, hiciera frío o cayera nieve. Además de esto
añadía dolorosas penitencias para tener sujeto y a raya al «hermano
asno», que pronto y sujeto le obedecía en el servicio del Señor. En la
ciudad de Puebla repartía sigilosa y caritativamente limosnas a familias
vergonzantes y jamás el convento notó la falta de lo necesario. La
simplicidad de Fr. Sebastián pasó a ser proverbial. Ésta no era más que
el fruto precioso de su amor a Dios y de su obediencia inmediata a las
órdenes de sus superiores. Tal simplicidad de corazón le abrió un camino
nuevo en la vía de la santidad. Todo lo veía a través de su «fe de
acero», como solía repetir, y su preocupación era «no perder a Dios de
vista». Por amor a Dios llevó a cabo hasta los mínimos actos de su vida
religiosa y Dios le premió con favores inauditos.
En cierta
ocasión el padre guardián le ordenó ir a traer madera al monte de La
Malinche, distante unos 25 kilómetros de la ciudad de Puebla. Al tener
ya cargada la carreta se le rompió el eje de una rueda. Fray Sebastián
no dudó en emprender el camino en esas condiciones desastrosas. Apenas
había llegado al convento y se disponía a componer la carreta, el padre
Guardián le ordenó que fuera a Tepeaca, distante unos 36 kilómetros, a
traer unas limosnas. El fraile obedeció al punto. Tomó su carreta, que
de hecho no tenía más que una sola rueda, y así fue y regresó sin
lamentar cosa alguna. Por cumplir la obediencia Dios obró el prodigio de
que la carreta cargada de leña y el mismo Fr. Sebastián volaran sobre
la barranca de Quautzazaloyan (hoy en día: Barranca de los Pilares),
obstruida en aquellos momentos por otras carretas descompuestas.
Tuvo un gran dominio sobre los toros y animales indómitos. Cierto día,
el superior le ordenó acarrear piedra del río –que pasa cerca del
convento– sobre un mulo que nadie había podido domar, pero ni siquiera
acercarse a él. Fray Sebastián fue al bruto animal y le dijo que era
menester trabajar. El antes salvaje y rudo mulo a las palabras del
fraile dócilmente se sujetó. Otra vez venía de Atlixco a Puebla y
pernoctó en un lugar donde había enjambres de hormigas. Sucedió que
durante la noche se llevaron el trigo que traía. Al día siguiente, al
notar Fr. Sebastián la merma del trigo, ordenó a las hormigas que lo
devolviesen, cosa que ellas cumplieron al punto.
Los labradores
le buscaban para que conjurara las tempestades o acabara con las plagas
que azotaban sus sementeras, lo que siempre hacía llevado de su gran
caridad. Su cuerda se hizo famosa en muchísimas partes. Al contacto de
ella sanaban enfermos y las mujeres en difíciles partos daban a luz
felizmente. Uno de los más antiguos biógrafos del beato Sebastián, la
llama el «sánalotodo» o medicamento universal. No podemos menos de citar
el milagro que Dios obró por medio de su siervo. Aconteció que un niño
de catorce meses de edad, hijo de unos bienhechores del convento,
radicados en Huejotzingo, se metió debajo de una carreta tirada por
bravos toros. Asustados éstos arrancaron y la pesada rueda pasó sobre el
niño, enterrándolo en la tierra. Poco después llegó Fr. Sebastián y los
padres del niño se lo presentaron muerto, rogándole hiciese algo por
ellos. El fraile rogó a Dios y el niño resucitó por sus súplicas.
Después de veinticuatro años que sirvió al convento como limosnero, Fr.
Sebastián oyó la voz de Dios que lo invitaba a descansar en su reino.
Llegó el 20 de febrero de 1600 atacado por fuertes dolores de la hernia
que por muchos años le martirizó. Cinco días después, tirado en el suelo
sobre una cobija, esperó a la «hermana muerte corporal» con toda la
alegría de su espíritu. A las ocho de la noche del día 25 entregó su
espíritu en las manos del Señor.
Apenas muerto, los prodigios
se multiplicaron y es fama constante que hoy en día aún no cesan. Su
cuerpo quedó incorrupto y despidiendo un aroma exquisito, que todavía en
nuestros tiempos se percibe.
La fama de sus virtudes y
milagros llegó a Roma y el papa Pío VI lo declaró Beato el 17 de mayo de
1789, concediendo al mismo tiempo oficio y misa a la Orden franciscana.
Los años han volado, pero la fama del taumaturgo poblano sigue
aumentando y su culto propagándose por toda la República mejicana y
fuera de ella. Los conductores de toda clase de vehículos consideran al
Beato Sebastián como a celestial patrón. Esperamos que no esté lejano el
día en que la inmortal Roma inscriba en el catálogo de los santos al
«fraile carretero», que trabajó como pocos en Méjico, y dio pruebas de
acrisoladas virtudes y lustre a la Orden de San Francisco de Asís.
=
Autor: Juan Escobar, o.f.m. | Fuente: Franciscanos.org\
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fuente:Año Cristiano, Tomo I
Beato Sebastián de Aparicio
Autor: Juan Escobar, OFM
Madrid, Ed. Católica
(BAC 182), 1959, pp. 433-438
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