Beato Darío Hernández Morató, Presbítero y Mártir
Septiembre 29
Nació en Buñol ,Valencia (España) el 25 de octubre de 1880 y fue bautizado en la iglesia parroquial el mismo día de su nacimiento. Fue hijo de Joaquín Hernández e Inocencia Morató que formaban una familia católica, y así era tenida por los vecinos del pueblo.
Trasladada la familia a Valencia, el muchacho ingresó en el Colegio San José regentado por los padres jesuitas en calidad de alumno externo (1889), mostrándose desde el primer momento como alumno aventajado especialmente en letras, de muy buenas cualidades naturales y conducta, por lo que se le admitió con facilidad en la Congregación Mariana.
Según el testigo, Salvador Orengo, «desde joven mostraba ya inclinación a ingresar en la Compañía de Jesús», cosa que hizo al terminar su bachillerato el año 1896.
Terminados los dos años de su noviciado hizo en la misma casa sus estudios de humanidades y retórica, comenzando, allí mismo, los de filosofía, cursando el primero de los tres correspondientes a esta rama. En el año 1903 lo encontramos en Tortosa acabando sus estudios filosóficos y de ciencias.
En 1906 hizo su experiencia docente -magisterio- en el Colegio del Salvador (Zaragoza) durante tres años, pasando luego, otra vez, a Tortosa para emprender los estudios de Teología. En Veruela en 1915 hizo su profesión solemne de cuatro votos.
Sus alumnos decían que era enérgico y recto, y los seglares con quienes traba, serio, virtuoso y religiosamente amable, Y todos los calificaban, incluso en tiempos difíciles, de optimista.
Durante una serie larga de años –diecisiete- estuvo en diversos lugares de la provincia jesuítica de Aragón ejerciendo los diferentes ministerios propios de la Compañía. En estos años de operario en Valencia sus principales ministerios fueron la predicación, los ejercicios espirituales, y la dirección espiritual en el confesonario, a los que añadía otros como visitas a hospitales, dirección de las Conferencias de San Vicente de Paul, confesor del Seminario, etc.
Con la llegada de la República los jesuitas son expulsados de España. Los jesuitas, dejadas casas y obras apostólicas, vestidos de paisano, se refugiaron a dos «coetus», en la calle del Marqués de Dos Aguas y en la Plaza de la Almoyna. Desde aquí, con toda la prudencia posible siguieron desarrollando sus ministerios. Dice un testigo: «la serenidad y conformidad en Dios con que recibió el P. Darío la noticia (disolución). Yo le vi entregar las llaves de la casa a la policía con serenidad suma» Admiración que se extendía a la comunidad «por la conformidad y serenidad de aquellos santos varones».
Esta cierta tranquilidad de la vida de los jesuitas durante la disolución, se vio truncada por la explosión revolucionaria de julio de 1936. Los «coetus» desaparecieron, sus miembros se refugiaron en casas de familias amigas y la persecución comenzó para los jesuitas. Su razón no fue otra que la de ser lo que eran y lo que significaba para la revolucionarios ser jesuita. Varios miembros de la dispersa Comunidad de la Casa Profesa, con su prepósito a la cabeza, ofrendaron sus vidas en testimonio de su fe.
El optimismo proverbial del padre también se vio en los primeros días de la revolución. «veía la cosa fácil y creía que pasaría todo rápidamente», « el día de la Asunción de 1936 nos animaba y decía que la revolución se acabaría pronto. Era muy optimista». Claro que ante la gravedad de los sucesos, asaltos, incendios, asesinatos, «sin manifestarse contra los perseguidores, aceptaba resignado y sereno la persecución». «Nunca le oí frases contra los perseguidores»
El 19 de julio, comenzó «con mucha serenidad» a organizar el refugio de los jesuitas, y después, el mismo se refugió en la casa de la familia Vergés Escofet. Allí estuvo «escondido» hasta el 6 de agosto. Luego salió porque «tenía obligación de velar por ellos (jesuitas) y saber cómo están», respondió a los que le aconsejaban que no saliera a la calle. Y comenzó un angustioso periplo hasta su detención el día 13 de septiembre.
El 30 de agosto, llega a casa de Dña María de Oleza pidiendo que lo escondieran, y todavía le quedaban fuerzas para el humor. Le dijo que se llamaba Braulio Pérez Alegre, Braulio porque es nombre de atleta, Pérez porque es apellido vulgar, y alegre porque un perseguido por Cristo debía estar alegre. «Estuvo en casa pocos días» y según declaró la testigo «se le veía muy animoso, manifestando deseos de martirio. ¡Que dicha ser mártir de Cristo! Solía decir».
No le faltaron momentos de abatimiento en los que incluso pensó en entregarse. Debieron ser pensamientos fugaces, no de cobardía ni de miedo, sino de desfallecimiento ante las circunstancias cada vez más adversas que se le iban presentando y que por supuesto le superaban: el saberse perseguido de cerca por ser el superior de los jesuitas de Valencia «el capitán general de los jesuitas», como se le llamó en la cárcel, el no tener a dónde ir, ni dónde dormir,…
A principios de septiembre, decidió otra vez lanzarse a la aventura en búsqueda de un nuevo cobijo. Ya para entonces había podido comprobar personalmente que se le buscaba a él, con nombre y apellido, y que sus perseguidores contaban con una fotografía suya. «Iba enteramente desconocido, gorra que le cubría hasta las cejas, patillas hasta media mejilla, sin afeitar, bigote espeso, chaqueta burda que apenas decía con el resto del vestido, en los pies alpargatas blancas y bastante usadas; diríase un representante de carbones»). Al fin encontró refugio en la portería de una casa en la calle Subida del Toledano.
A los dos días subió a un piso-pensión de la misma casa en donde pudo descansar e incluso celebrar la santa misa, pues allí también se encontraban otros sacerdotes ocultos. Como llevaba el cabello y la barba excesivamente largos, hizo llamar a un peluquero cerca del mediodía, y esto, al parecer, pudo ser la razón por la que se descubrió la presencia del padre en la casa. A las dos de la tarde se presentaron «seis pistoleros», lo detuvieron y lo trasladaron al gobierno civil.
De estos días de prisión no se lee nada «extraordinario» en el proceso martirial del P. Darío. Nos consta que sabía que iba a morir, que esperaba la muerte, y que estaba resignado ante ella. El P. Puche, confidente del padre en estos días, lo declaró palmariamente en el proceso, y pudo añadir que «varias veces se reconcilió conmigo, pensando que iba a morir». La muerte le llegó sin proceso alguno. «Creo que no fue sometido a ningún proceso. Se le llevó a la muerte por ser el superior de los jesuitas»
El 29 de septiembre lo «sacaron» de la cárcel. Serían las ocho de la noche. Hora que no era la acostumbrada para sacarlos cuando los iban a matar, por ello a la mañana siguiente, cuando el encargado de abrir las puertas de las celdas le dio la noticia al P. León, le pudo decir, «creo que será para bien». No pudo suponer en ese momento que ya había muerto en la libreta de la cárcel constaba el registro: «Libertad. 29.IX.1936, refiriéndose al P. Darío» ¡Y ciertamente la mano del que lo escribió, había escrito correcto! Fue fusilado en el picadero de Paterna. Su cadáver fue depositado en el Cementerio General de Valencia. En 1940, 25 de marzo, fue exhumado y nuevamente identificado; fue sepultado en el panteón de la Compañía de Jesús en el mismo cementerio.
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Fuente: Santoral, el santo de cada día
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