La luz y la sal
Mateo 5, 13-16.
Tiempo Ordinario.
No basta con que Jesús sea la luz del mundo, Él quiere que también nosotros lo seamos.
La luz y la sal
Del santo Evangelio según san Mateo 5, 13-16
Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué
se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y
pisoteada por los hombres. " Vosotros sois la luz del mundo. No puede
ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se
enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el
candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así
vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras
y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.
Oración introductoria
Señor, el día de hoy dispusiste todo para que pueda tener este momento
de intimidad contigo. Me invitas a ser sal de la tierra, luz para los
demás, y yo quiero hacerlo, dame la gracia que necesito y la fortaleza
para ser fiel a tu amor.
Petición
Jesús, que la
tibieza y mediocridad se mantengan alejadas de mi vida, quiero ser la
luz y la sal en mi entorno familiar y social.
Meditación del Papa Francisco
El cristiano, según la metáfora evangélica, está llamado a ser la sal
de la tierra. Pero si no transmite el sabor que el Señor le ha dado, se
transforma en "sal insípida" y se convierte en "un cristiano de museo".
¿Cómo hacer para que la sal no se vuelva insípida?
El sabor de la
sal cristiana nace de la certeza de la fe, de la esperanza y de la
caridad que brota de la consciencia de que Jesús resucitó por nosotros y
nos ha salvado. Pero esta certeza no se nos dio simplemente para
conservarla.
La sal que hemos recibido es para darla; es para dar
sabor, para ofrecerla. De otro modo se vuelve insípida y no sirve. Pero
la sal tiene también otra particularidad: cuando se usa bien no se
percibe el sabor de la sal misma ni altera el sabor de las cosas. Esta
es la originalidad cristiana: cuando nosotros anunciamos la fe, con esta
sal, cada uno la recibe en su peculiaridad, como los alimentos. Y es
que la originalidad cristiana no es una uniformidad. Consiste en que
cada uno sigue siendo lo que es, con los dones que el Señor le ha dado».
(S.S. Francisco, 31 de mayo de 2013, homilía en misa matutina en
capilla de Santa Marta).
Reflexión
Lucas nos cuenta
que, cuando nació Jesús en Belén, se apareció un ejército celestial a un
grupo de pastores para darles la buena nueva y la gloria del Señor los
envolvió con su luz (Lc 2, 9). Y el anciano Simeón, cuando ve entrar a
María y a José al templo para presentar el Niño al Señor, lo toma en
brazos y lo llama “luz para iluminar a las naciones y gloria de tu
pueblo Israel” (Lc 2, 32).
San Juan, por su parte, nos dice
que en Cristo, "estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La
luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no la acogieron" (Jn 1,
4). Y, un poco más adelante: "Él era la luz verdadera que, viniendo a
este mundo, ilumina a todo hombre. Estaba en el mundo y por Él fue hecho
el mundo, pero el mundo no le conoció" (Jn 1, 9-10).
Aparece
aquí nuevamente el tema de la luz y de las tinieblas, del que hablamos
hace dos semanas. San Juan trata repetidamente de esta realidad en su
evangelio y en sus cartas. Efectivamente, Cristo mismo se definió "el
Camino, la Verdad y la Vida" (Jn 14, 6); y afirmó que "el que crea en
Él, no perecerá, sino tendrá la vida eterna... El que cree en Él, no es
juzgado, pero el que no cree en Él ya está juzgado porque no creyó en el
nombre del Unigénito Hijo de Dios. Y el juicio consiste en que vino la
luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque
sus obras eran malas" (Jn 3, 16.18-19).
La luz es la fe, el
amor y la vida de cara a la verdad. Las tinieblas son la incredulidad,
la hipocresía, la mentira, el odio, el no abrir el corazón ni aceptar a
Cristo. El mismo Juan resume así todo el objetivo de su evangelio:
"Estas cosas (semeia) fueron escritas para que creáis que Jesús es el
Mesías, Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre" (Jn
20, 31). Éste es como el núcleo central y el "leitmotiv" de su mensaje.
Pero no basta con que Jesús sea la luz del mundo. Él quiere
que también nosotros, cada cristiano, sea también luz del mundo:
"Vosotros sois la luz del mundo; vosotros sois la sal de la tierra" (Mt
5, 13-14).
Y enseguida nos explica este apoftegma: "Si la sal
se desvirtúa, ¿con qué se salará? Para nada sirve ya, sino para tirarla y
que la pisen los hombres". Está claro que la sal es para salar y para
dar sazón a la comida. En nuestra sociedad consumista, la sal es un
ingrediente que carece prácticamente de valor porque nos hemos
acostumbrado a tenerla. Y, además, es muy fácil conseguirla y cuesta
poco. Pero si, por enfermedad o por algún otro motivo, nos vemos
privados temporalmente de ella, nos damos cuenta de cuán necesaria es en
la vida.
Pero no sólo. Hoy en día contamos con
refrigeradores, neveras y conservantes. En el tiempo de Jesús nada de
esto existía. La sal era usada también para conservar los alimentos
–sobre todo las carnes y el pescado- y era un elemento indispensable
para que no se descompusieran.
Cuando el Señor nos dice que
los cristianos debemos ser sal de la tierra, nos está diciendo que
tenemos que dar sabor y sazón al alimento; pero también que debemos
servir como conservantes para que el mundo no se pudra en su pecado y en
sus vicios. Tenemos que ser como la levadura en la masa, o como el alma
en el cuerpo.
A este propósito, existe un bello texto
espiritual de la época de los Padres, llamado "Carta a Diogneto", que
habla sobre la misión de los cristianos en el mundo. Dice así:
Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por el lugar en
que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en efecto,
no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan
un género de vida distinto. Su sistema doctrinal no ha sido inventado
gracias al talento y especulación de hombres estudiosos; ni profesan,
como otros, una enseñanza basada en autoridad de hombres.
Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte; siguen
las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en
todo su estilo de vida; y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida
admirable y, a juicio de todos, increíble.
Habitan en su
propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como
ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña
es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña.
Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los
hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho.
Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su
ciudadanía está en el cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su
modo de vivir superan esas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen.
Se les condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la
vida.
Son pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, pero
abundan en todo. Sufren la deshonra, y ello les sirve de gloria; sufren
detrimento en su fama, y ello atestigua su justicia. Son maldecidos, y
bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven
honor. Hacen el bien, y son castigados como malhechores; y, al ser
castigados con la muerte, se alegran como si se les diera la vida. Los
judíos los combaten como a extraños y los gentiles los persiguen; y, sin
embargo, los mismos que los aborrecen no saben explicar el motivo de su
enemistad.
Para decirlo en pocas palabras: los cristianos son
en el mundo lo que el alma en el cuerpo. El alma, en efecto, se halla
esparcida por todos los miembros el cuerpo; así también los cristianos
se encuentran dispersos por todas las ciudades del mundo.
El
alma habita en el cuerpo, pero no procede del cuerpo; los cristianos
viven en el mundo, pero no son del mundo. El alma invisible está
encerrada en la cárcel del cuerpo visible; los cristianos viven
visiblemente en el mundo, pero su religión es invisible. La carne
aborrece y combate al alma, sin haber recibido de ella agravio alguno,
sólo porque le impide disfrutar de los placeres; también el mundo
aborrece a los cristianos, sin haber recibido agravio de ellos porque se
oponen a sus placeres.
El alma ama al cuerpo y a sus
miembros, a pesar de que éste la aborrece; también los cristianos aman a
los que los odian. El alma está encerrada en el cuerpo; también los
cristianos se hallan retenidos en el mundo como en una cárcel, pero
ellos son los que mantienen la trabazón del mundo. El alma inmortal
habita en una tienda mortal; también los cristianos viven como
peregrinos en moradas corruptibles mientras esperan la incorrupción
celestial. El alma se perfecciona con la mortificación en el comer y
beber; también los cristianos, constantemente mortificados, se
multiplican más y más. Tan importante es el puesto que Dios les ha
asignado del que no les es lícito desertar (Carta a Diogneto, cap. 5-6).
Esto significa ser sal de la tierra. Esto significa ser luz del mundo.
Propósito
Ojalá que cada uno de los cristianos estemos a la altura de esta noble y
excelsa misión para que, con nuestro testimonio y nuestra vida santa,
hagamos que este mundo viva de un modo más humano y cada día más cerca
de Dios.
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Autor: P. Sergio Córdova | Fuente: Catholic.net
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