Los Mártires Ingleses, Clérigos y Laicos
Junio 20
Fueron hombres y mujeres, clérigos y laicos que dieron su vida por la fe entre los años 1535 y 1679 en Inglaterra.
Fueron hombres y mujeres, clérigos y laicos que dieron su vida por la fe entre los años 1535 y 1679 en Inglaterra.
Ya habían surgido dificultades entre el trono inglés y la Santa Sede que
ponían los fundamentos de una previsible ruptura; el motivo fue doble: el trono
se reservó unilateralmente el nombramiento de obispos para las diferentes sedes
-lo que suponía una merma de libertad de Roma para el desempeño de su misión
espiritual-, al tiempo que ponía impuestos y gravámenes tanto a clérigos como a
bienes eclesiásticos -lo que suponía una injusticia y merma en los presupuestos
económicos de la Santa Sede-. Luego vinieron los problemas de ruptura con Roma
en tiempos de Enrique VIII, con motivo del intento de disolución del matrimonio
con Catalina de Aragón y su posterior unión con Ana Bolena, a pesar de que el
rey inglés había recibido el título de Defensor de la Fe por sus escritos contra
la herejía luterana en el comienzo de la Reforma. Pero fue sobre todo en la
sucesión al trono, después de la muerte de María, hija legítima de Enrique VIII
y Catalina de Aragón, cuando comienza a reinar en Inglaterra Isabel, cuando se
desencadenan los hechos persecutorios a cuyo término hay que contar 316
martirios entre laicos hombres y mujeres y clérigos altos y bajos.
Primero fueron dos leyes -bien pudo ser la gestión del primer ministro de
Isabel, Guillermo Cecil- principalmente las que dieron el presupuesto político
necesario que justificase tal persecución: El Decreto de Supremacía, y el Acta
de Uniformidad (1559). Por ellas el Trono se arrogaba la primacía en lo político
y en lo religioso. Así la Iglesia dejaba de ser «católica» -universal- pasando a
ser nacional -inglesa- cuya cabeza, como en lo político era Isabel. Y el
juramento de fidelidad necesario supuso para muchos la inteligencia de que con
él renunciaban a su condición de católicos sometidos a la autoridad del papa y
por tanto era interpretado como una desvinculación de Roma, una herejía, una
cuestión de renuncia a la fe que no podía aceptarse en conciencia. De este modo,
quienes se negaban al mencionado juramento -necesario por otra parte para el
desempeño de cualquier cargo público- o quienes lo rompían quedaban ipso facto
considerados como traidores al rey y eran tratados como tales por los que
administraban la justicia.
Vino la excomunión a la reina por el papa Pío V (1570). Se endurecían las
presiones hasta el punto de quedar prohibido a los sacerdotes transmitir al
pueblo la excomunión de la Reina Isabel I.
En Inglaterra se emanó un Decreto (1585) por el que se prohibía la misa y
se expulsaba a los sacerdotes. Dispusieron de cuarenta días los sacerdotes para
salir del reino. La culpa por ser sacerdote era traición y la pena capital. En
esos años, quienes dieran o cobijo, o comida, o dinero, o cualquier clase de
ayuda a sacerdotes ingleses rebeldes escondidos por fidelidad y preocupación por
mantener la fe de los fieles o a los sacerdotes que llegaran desde fuera por mar
camuflados como comerciantes, obreros o intelectuales eran tratados como
traidores y se les juzgaba para llevarlos a la horca. Bastaba con sorprender una
reunión clandestina para decir misa, unas ropas para los oficios sagrados
descubiertas en cualquier escondite, libros litúrgicos para los oficios, un
hábito religioso o la denuncia de los espías y de malintencionados aprovechados
de haber dado hospedaje en su casa a un misionero para acabar en la cuerda o con
la cabeza separada del cuerpo por traición.
No se relatan aquí las hagiografías de Juan Fisher, obispo de Rochester y
gran defensor de la reina Catalina de Aragón, o del Sir Tomás Moro, Canciller
del Reino e íntimo amigo y colaborador de Enrique VIII, -por mencionar un
ejemplo de eclesiástico y otro de seglar- que tienen su día y lugar propio en
nuestro santoral. Sí quiero hacer mención bajo un título general de todos
aquellos que -hombres o mujeres, eclesiásticos tanto religiosos como sacerdotes
seculares- dieron su vida con total generosidad por su fidelidad a la fe
católica, resistiéndose hasta la muerte a doblegarse a la arbitraria y despótica
imposición que suponía claudicar a lo más profundo de su conciencia. Ana Line
fue condenada por albergar sacerdotes en su casa; antes de ser ahorcada pudo
dirigirse a la muchedumbre reunida para la ejecución diciendo: «Me han condenado
por recibir en mi casa a sacerdotes. Ojalá donde recibí uno hubiera podido
recibir a miles, y no me arrepiento por lo que he hecho». Las palabras que
pronunció en el cadalso Margarita Clitheroe fueron: «Este camino al cielo es tan
corto como cualquier otro». Margarita Ward entregó también la vida por haber
llevado en una cesta la cuerda con la que pudo escapar de la cárcel el padre
Watson. Y así, tantos y tantas... murieron mártires de la misa y del
sacerdocio.
En la Inglaterra de hoy tan modélica y proclive a la defensa de los
derechos del hombre hubo una época en la que no se respetó la libertad de
conciencia de los ciudadanos y, aunque las medidas adoptadas para la represión
del culto católico eran las frecuente y lastimosamente usadas en las demás
naciones cuando habían de sofocar asuntos políticos, militares o religiosos que
supusieran traición, pueden verse aún hoy en los archivos del Estado que las
causas de aquellas muertes fue siempre religiosa bajo el disimulo de traición.
Y, después de la sentencia condenatoria, los llevaban a la horca, siempre
acompañados por un pastor protestante en continua perorata para impedirles
hablar con los amigos o rezar en paz. Así son las cosas.
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Fuente: Archidiócesis de Madrid
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