La conversión de San Pablo, Fiesta Litúrgica
Enero 25
Martirologio Romano: Fiesta de la Conversión de san Pablo, apóstol.
Viajando hacia Damasco, cuando aún maquinaba amenazas de muerte contra
los discípulos del Señor, el mismo Jesús glorioso se le reveló en el
camino, eligiéndole para que, lleno del Espíritu Santo, anunciase el
Evangelio de la salvación a los gentiles. Sufrió muchas dificultades a causa del nombre de Cristo.
Pablo, llamado Saulo en el uso y rigor judío, afirmaba con vehemencia
que el Evangelio que predicaba no lo había aprendido o recibido de los
hombres.
Perteneció a la casta de los fariseos. Había nacido en
Tarso, ciudad que pertenecía al mundo grecorromano; quien nacía allí
tenía la categoría de ciudadano romano y lo era tanto como el centurión,
el procurador, el tribuno o magistrado. Necesariamente, por ser judío
no le cupo más suerte en la niñez que andar disimulando su condición
entre los demás del pueblo, ocultando su creencia, tenida como
superstición por los paganos romanos. Es posible que esto le fuera
encendiendo por dentro y le afirmara aún más en su fe, cuando iba
creciendo en edad y tenía que defenderse marchando contra corriente.
Era más bien bajo, de espaldas anchas y cojeaba algo. Fuerte y macizo
como un tronco. Un rictus tenía que le hacía fanático. Conocía los
manuscritos viejos escritos con signos que a los griegos y a los romanos
les parecían garabatos ininteligibles, pero que encerraban toda la
sabiduría y la razón de ser de un pueblo. Listo como un sabio en las
escuelas griegas de Tarso, familiarizado con los poetas y filósofos que
habían pasado el tiempo escribiendo en tablillas o pensando. Para los
griegos solo era un hebreo, miembro de aquellas familias que vivían en
un islote social, aislado entre misterios inaccesibles a los de otra
raza, uno de los que tenían prohibido el acceso a las clases cultas y
dirigentes; era de esos que se hacían despreciables por su puritanismo,
por sus rarezas ante los alimentos, su modo de divertirse, de casarse,
de entender la vida, de no asistir a los templos ¡un ambiente nada
claro!
A los dieciocho años se fue a Jerusalén para aprender
cosas del judío verdadero, las de la Ley patria, la razón de las
costumbres; ansiaba profundizar en la historia del pueblo y en su culto.
Gamaliel lo informó bien por unos cuartos. Aprendió las cosas yendo a
la raíz, no como las decía la gente poco culta del pueblo sencillo y
llano. Supo más y mejor del poder del Dios único; aprendió a darle honra
y alabanza en el mayor de los respetos y malamente soportaba con su
pueblo el presente dominio del imponente invasor. Esto le ponía furioso.
Los profetas daban pistas para un resurgimiento y los salmos cantaban
la victoria de Dios sobre otros pueblos y culturas muy importantes que
en otro tiempo subyugaron a los judíos y ya desaparecieron a pesar de su
altivez; igual pasaría con los dominadores actuales. El Libertador no
podría tardar. Mientras tanto, era preciso mantener la idiosincrasia del
pueblo a cualquier costa y no ser como los herodianos, para que la
esperanza hiciera posible su supervivencia como nación. No se podía
dejar que un ápice lo apartara de la fidelidad a las costumbres patrias.
Eso le hizo celoso.
Y mira por donde, aquella herejía estaba
estropeando todo lo que necesitaba el pueblo. Locos estaban adorando a
un hombre y crucificado. No se podía permitir que entre los suyos se
ampliara el círculo de los disidentes. Había que hacer algo. No pasaban,
sino que las noticias decían que estaban por todas partes como si se
diera una metástasis generalizada de un cáncer nacional. Hacía años que
ya estuvo, colaborando como pudo, en la lapidación de uno de aquellos
visionarios listos, serviciales, piadosos y caritativos pero que hacían
mucho daño al alto estamento oficial judío; fue cuando lo apedrearon por
blasfemo a las afueras de Jerusalén, y lastimosamente él sólo pudo
guardar los mantos de los que lo lapidaron. Hasta le parecía recordar
aún su nombre: Esteban.
Su conversión fue en un día
insospechado. Nada propiciaba aquel cambio. Precisamente llevaba cartas
de recomendación de los judíos de Jerusalén para los de Damasco; quería
poner entre rejas a los cristianos que encontrara. Hasta allí se
extendía la autoridad de los sumos sacerdotes y principales fariseos;
como eran costumbres de religión, los romanos las reconocían sin
hacerles ascos. Saulo guiaba una comitiva no guerrera pero sí muy
activa, casi furiosa, impaciente por cumplir bien una misión que
suponían agradable a Dios y purga necesaria para la estabilidad de los
judíos y para proteger la pureza de las tradiciones que recibieron los
padres. Aquello parecía la avanzada de un ejército en orden de batalla,
con el repiqueteo de las herraduras en las pezuñas de las monturas sobre
el duro suelo de roca ante Damasco donde caracoleaban los caballos.
Llevaban ya varios días de caminata; se daban por bien empleados si la
gestión terminaba con éxito. Iba Saulo "respirando amenazas de muerte
contra los discípulos del Señor". En su interior había buena dosis de
saña.
"Y sucedió que, al llegar cerca de Damasco, de súbito le
cercó una luz fulgurante venida del cielo, y cayendo por tierra oyó una
voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Dijo: ¿Quién
eres, Señor? Y él: Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate, y
entra en la ciudad y se te dirá lo que has de hacer. Y los hombres que
le acompañaban se habían detenido, mudos de espanto, oyendo la voz, pero
sin ver a nadie. Se levantó Saulo del suelo y , abiertos los ojos, nada
veía. Y llevándole de la mano lo introdujeron en Damasco, y estuvo tres
días sin ver, y no comió ni bebió" (Act. 9, 3-9).
Tres días
para rumiar su derrota y hacerse cargo en su interior de lo que había
pasado. Y luego, el bautismo. Un cambio de vida, cambio de obras, cambio
de pensamiento, de ideales y proyectos. Su carácter apasionado tomará
el rumbo ahora marcado sin trabas humanas posibles _su rendición fue sin
condiciones_ y con el afán de llevar a su pueblo primero y al mundo
entero luego la alegría del amor de Dios manifestado en Cristo.
El relato es del historiador Lucas, buen conocedor de su oficio. Se lo
había oído veces y veces al mismo protagonista. No hay duda. Vió él
mismo al resucitado; y lo dirá más veces, y muy en serio a los de
Corinto. Por ello fue capaz de sufrir naufragios en el mar y
persecuciones en la tierra, y azotes, y hambre y cárcel y humillaciones y
críticas, y juicios y muerte de espada; por ello hizo viajes por todo
el imperio, recorriéndolo de extremo a extremo. Y no creas que se
lamentaba; le ilusionaba hacerlo porque sabía que en él era mandato más
que ruego; el dolor y sufrimiento más bien los tuvo como credenciales y
las heridas de su cuerpo las pensaba como garantía de la victoria final
en fidelidad ansiada.
Entre tantas conversiones del santoral,
la de Pablo es ejemplar, paradigmática. Más se palpa en ella la acción
divina que el esfuerzo humano; además, enseña las insospechadas
consecuencias que trae consigo una mudanza radical.
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Autor: Archidiócesis de Madrid
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