𝐒𝐚𝐧 𝐅𝐫𝐚𝐧𝐜𝐢𝐬𝐜𝐨 𝐁𝐥𝐚𝐧𝐜𝐨, 𝐟𝐫𝐚𝐧𝐜𝐢𝐬𝐜𝐚𝐧𝐨 𝐦𝐢𝐬𝐢𝐨𝐧𝐞𝐫𝐨 𝐦𝐚́𝐫𝐭𝐢𝐫 𝐞𝐧 𝐉𝐚𝐩𝐨́𝐧Febrero 6
Aunque no todos los biógrafos de San Francisco Blanco se ponen de acuerdo sobre su lugar de nacimiento: Santa María de Monterrey (Monterrey), Santa María de Tameirón (La Gudiña) y San Pedro de Pereiro (La Mezquita), la mayoría de ellos se inclinan por Tameirón, donde nació alrededor del año 1570 y en cuya parroquia se encuentra su partida de bautismo. Era hijo de Antonio Blanco y de Catalina Pérez y de pequeño, estuvo guardando las cabras de su padre.
Gumersindo Placer en su obra: “𝐅𝐫𝐚𝐧𝐜𝐢𝐬𝐜𝐨 𝐁𝐥𝐚𝐧𝐜𝐨”, publicada en julio de 1931, dice: “𝐍𝐚𝐝𝐢𝐞 𝐬𝐮𝐩𝐨 𝐪𝐮𝐞 𝐚𝐪𝐮𝐞𝐥 𝐧𝐢𝐧̃𝐨 𝐩𝐞𝐪𝐮𝐞𝐧̃𝐨 𝐭𝐞𝐧𝐢́𝐚 𝐪𝐮𝐞 𝐬𝐞𝐫 𝐞𝐥 𝐦𝐚́𝐬 𝐠𝐫𝐚𝐧𝐝𝐞 𝐝𝐞 𝐭𝐨𝐝𝐚 𝐥𝐚 𝐟𝐚𝐦𝐢𝐥𝐢𝐚. 𝐒𝐮 𝐯𝐢𝐝𝐚 𝐝𝐞 “𝐫𝐚𝐩𝐚𝐜𝐢𝐧̃𝐨” 𝐭𝐞𝐧𝐢́𝐚 𝐥𝐚 𝐦𝐢𝐬𝐦𝐚 𝐨𝐜𝐢𝐨𝐬𝐢𝐝𝐚𝐝 𝐪𝐮𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐜𝐨𝐥𝐞𝐠𝐢𝐚𝐥𝐞𝐬 𝐪𝐮𝐞 𝐬𝐞 𝐝𝐢𝐬𝐩𝐨𝐧𝐞𝐧 𝐚 𝐣𝐮𝐠𝐚𝐫 𝐞𝐧 𝐞𝐥 𝐛𝐚𝐫𝐫𝐨, 𝐞𝐧 𝐥𝐨𝐬 𝐬𝐞𝐭𝐨𝐬 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐜𝐚𝐦𝐩𝐨𝐬, 𝐞𝐧𝐭𝐫𝐞 𝐥𝐚𝐬 𝐞𝐧𝐜𝐢𝐧𝐚𝐬 𝐨 𝐜𝐨𝐫𝐫𝐞𝐫 𝐚 𝐩𝐞𝐥𝐨 𝐩𝐨𝐫 𝐥𝐚𝐬 𝐦𝐨𝐧𝐭𝐚𝐧̃𝐚𝐬. 𝐏𝐞𝐫𝐨 𝐚𝐬𝐢́ 𝐬𝐨𝐧 𝐥𝐚𝐬 𝐚𝐥𝐦𝐚𝐬 𝐟𝐮𝐞𝐫𝐭𝐞𝐬 𝐝𝐞 𝐪𝐮𝐢𝐞𝐧𝐞𝐬 𝐭𝐢𝐞𝐧𝐞𝐧 𝐜𝐮𝐞𝐫𝐩𝐨𝐬 𝐯𝐢𝐠𝐨𝐫𝐨𝐬𝐨𝐬”.
Posiblemente becado por el Conde de Monterrey, su padre lo envió al colegio que los jesuitas tenían en aquella localidad con el fin de estudiar humanidades y sus notas debieron ser muy buenas pues de allí pasó a estudiar leyes a la Universidad de Salamanca, donde, en sus días de descanso acostumbraba visitar el convento de San Antonio. Allí, en contacto con la austeridad y la disciplina de los frailes franciscanos, fue madurando su vocación y, convencido de que su camino era ser misionero en las Indias, abandonó los estudios de leyes y alrededor del año 1586, solicitó al provincial de la Orden ser admitido como novicio en el convento de San Francisco en Villalpando (Zamora). Allí, en el noviciado, el maestro de novicios le dio el cargo de enfermero, algo que sería providencial pues en misiones estuvo como encargado del hospital de leprosos. Emitió los votos simples un año más tarde y, él mismo, pidió continuar sus estudios en el convento de San Antonio en Salamanca, pues allí estaba su director espiritual.
En Salamanca, se dedicó al estudio, pero compaginándolo con los trabajos manuales, la oración y excesivas mortificaciones. Tan excesivas fueron, que la salud del joven corista se resintió y tuvo que ser cuidado por los frailes del convento. Como en Salamanca no mejoraba, sus superiores lo enviaron a Pontevedra, donde conoció al misionero padre Juan Álvarez, con cuyo trato se afianzó aún más en el deseo de marchar a misiones: “𝐦𝐞 𝐨𝐟𝐫𝐞𝐜𝐞𝐫𝐢́𝐚 𝐯𝐨𝐥𝐮𝐧𝐭𝐚𝐫𝐢𝐨 𝐩𝐚𝐫𝐚 𝐢𝐫 𝐚 𝐥𝐚𝐬 𝐈𝐧𝐝𝐢𝐚𝐬, 𝐩𝐞𝐫𝐨 𝐭𝐫𝐨𝐩𝐢𝐞𝐳𝐨 𝐜𝐨𝐧 𝐞𝐥 𝐨𝐛𝐬𝐭𝐚́𝐜𝐮𝐥𝐨 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐬𝐚𝐥𝐮𝐝”, llegó a decirle al padre Álvarez.
Preocupado, pero esperanzado al mismo tiempo, durante nueve noches durmió sobre el sepulcro del Padre Juan de Navarrete, que había muerto en olor de santidad y que estaba situado en el cementerio conventual y al amanecer del noveno día, se levantó totalmente curado. Así se lo contó él mismo, al Padre Marcelo de Ribadeneira. Y ya, completamente sano, se afianzó aún más en él su deseo de marchar a misiones para evangelizar y dar la vida por Cristo.
Cuando menos lo esperaba, llegó al convento una circular de la Orden para que se reclutaran frailes para las misiones de Filipinas y, junto con los padres Alonso Cuadrado y Juan Álvarez, él, que aun era corista (estudiante de filosofía), se ofreció como voluntario. Tuvo que vencer varias dificultades: familiares que se oponían, el ser muy joven y no estar ordenado y el hecho de que había estado varios meses enfermo, pero con la ayuda de la Virgen y de Fray Luis Maldonado, todas estas dificultades fueron vencidas y marchó a Sevilla a fin de embarcarse rumbo a Filipinas. El día 9 de enero de 1593 zarparon desde la capital andaluza. Aunque no hay datos sobre sus escalas, se supone que lo hicieron en Tenerife, Santo Domingo, La Española y Jamaica, llegando a México el 19 de agosto. Allí, en el convento de Santa María de Churubusco, reanudó sus estudios junto con San Martín de la Ascensión (otro español del grupo de estos mártires) y juntos estuvieron ambos santos hasta el día de su martirio. En México fue ordenado de sacerdote.
Como decía Santa Teresa de Jesús: “𝐃𝐢𝐨𝐬 𝐞𝐬𝐜𝐫𝐢𝐛𝐞 𝐝𝐞𝐫𝐞𝐜𝐡𝐨 𝐜𝐨𝐧 𝐫𝐞𝐧𝐠𝐥𝐨𝐧𝐞𝐬 𝐭𝐨𝐫𝐜𝐢𝐝𝐨𝐬” y de ahí que sus convecinos de la Gudiña digan: “𝐄, 𝐟𝐚𝐫𝐭𝐨 𝐝𝐞 𝐠𝐚𝐫𝐝𝐚𝐫 𝐜𝐚𝐛𝐫𝐚𝐬, 𝐟𝐨𝐢 𝐦𝐢𝐬𝐢𝐨𝐧𝐚𝐫 𝐨 𝐗𝐚𝐩𝐨́𝐧" (𝐘, 𝐡𝐚𝐫𝐭𝐨 𝐝𝐞 𝐠𝐮𝐚𝐫𝐝𝐚𝐫 𝐜𝐚𝐛𝐫𝐚𝐬, 𝐟𝐮𝐞 𝐚 𝐦𝐢𝐬𝐢𝐨𝐧𝐚𝐫 𝐚 𝐉𝐚𝐩𝐨́𝐧)”. Los “renglones torcidos” los trazó Dios: Tameiró-Monterrey-Salamanca-Villalpando-Salamanca-Pontevedra-Sevilla-Veracruz-Mexico-Acapulco-Manila. En cada trazo de ese zig-zag estuvo la mano de la Divina Providencia. Y como dice el sacerdote Cesareo Gil en su libro: “𝐒𝐚𝐧𝐭𝐨𝐬 𝐆𝐚𝐥𝐥𝐞𝐠𝐨𝐬”: “En el penúltimo trazo – el último sería el martirio -, fue posiblemente donde se manifestó más la intervención divina”. En el año 1593 se embarcó rumbo a Filipinas.
Por aquel entonces, después de muchos intentos, los franciscanos habían logrado entrar en Japón, siendo San Pedro Bautista el primero en pisar tierra japonesa en el mes de julio del 1593, el cual solicitó a Filipinas que le enviaran nuevos misioneros franciscanos que fueran jóvenes y dispuestos a aprender rápidamente la lengua nipona. El provincial de Manila eligió a San Martín de la Ascensión y a otro religioso que en esos momentos estaba fuera de Manila, pero como este último tardaba en llegar, decidieron que a Fray Martín le acompañase el joven sacerdote Fray Francisco Blanco y así, estos dos santos frailes amigos iban a entrar juntos en tierras japonesas. Embarcaron en la primera semana del mes de junio de 1596, y durante quince días se olvidaron de los estudios y, entre mareo y mareo, comenzaron a estudiar el japonés bajo la dirección de Fray Juan Pobre.
En Nagasaki fueron recibidos por el padre Jerónimo de Jesús y allí descansaron varios días. A finales de ese mismo mes, marcharon a Macao para presentarse ante San Pedro Bautista, el cual envió a San Martín a Osaka como padre guardián, quedándose San Francisco Blanco en Macao atendiendo el hospital de leprosos. Allí respiró tranquilo: estaba en tierras de misión. Y se marcó un plan: “𝐚𝐮𝐧𝐪𝐮𝐞 𝐦𝐞 𝐨𝐥𝐯𝐢𝐝𝐞 𝐝𝐞𝐥 𝐠𝐚𝐥𝐥𝐞𝐠𝐨 𝐲 𝐝𝐞𝐥 𝐞𝐬𝐩𝐚𝐧̃𝐨𝐥, 𝐭𝐞𝐧𝐠𝐨 𝐪𝐮𝐞 𝐝𝐨𝐦𝐢𝐧𝐚𝐫 𝐥𝐚 𝐥𝐞𝐧𝐠𝐮𝐚 𝐣𝐚𝐩𝐨𝐧𝐞𝐬𝐚, 𝐲𝐚 𝐪𝐮𝐞 𝐚𝐡𝐨𝐫𝐚, 𝐦𝐢𝐬 𝐜𝐨𝐦𝐩𝐚𝐭𝐫𝐢𝐨𝐭𝐚𝐬 𝐜𝐨𝐧 𝐥𝐨𝐬 𝐣𝐚𝐩𝐨𝐧𝐞𝐬𝐞𝐬”. Estuvo como misionero cinco meses y el padre Ribadeneira, recogiendo impresiones de los japoneses catequizados por San Francisco Blanco llega a decir: “𝐞𝐧 𝐭𝐫𝐞𝐬 𝐦𝐞𝐬𝐞𝐬 𝐞𝐬𝐭𝐮𝐯𝐨 𝐭𝐚𝐧 𝐬𝐮𝐟𝐢𝐜𝐢𝐞𝐧𝐭𝐞𝐦𝐞𝐧𝐭𝐞 𝐞𝐧𝐭𝐞𝐫𝐚𝐝𝐨 𝐞𝐧 𝐥𝐚 𝐥𝐞𝐧𝐠𝐮𝐚 𝐲 𝐞𝐧 𝐬𝐮𝐬 𝐝𝐢𝐟𝐢𝐜𝐮𝐥𝐭𝐨𝐬𝐚𝐬 𝐩𝐫𝐨𝐧𝐮𝐧𝐜𝐢𝐚𝐜𝐢𝐨𝐧𝐞𝐬, 𝐪𝐮𝐞 𝐩𝐚𝐫𝐞𝐜𝐢́𝐚 𝐜𝐨𝐬𝐚 𝐦𝐚𝐫𝐚𝐯𝐢𝐥𝐥𝐨𝐬𝐚 𝐪𝐮𝐞 𝐞𝐧 𝐭𝐚𝐧 𝐛𝐫𝐞𝐯𝐞 𝐞𝐬𝐩𝐚𝐜𝐢𝐨 𝐝𝐞 𝐭𝐢𝐞𝐦𝐩𝐨, 𝐩𝐮𝐝𝐢𝐞𝐬𝐞 𝐜𝐨𝐧𝐬𝐨𝐥𝐚𝐫 𝐜𝐨𝐧 𝐬𝐮𝐬 𝐩𝐚𝐥𝐚𝐛𝐫𝐚𝐬 𝐚 𝐥𝐨𝐬 𝐣𝐚𝐩𝐨𝐧𝐞𝐬𝐞𝐬 𝐥𝐞𝐩𝐫𝐨𝐬𝐨𝐬. 𝐄𝐫𝐚 𝐦𝐮𝐲 𝐪𝐮𝐞𝐫𝐢𝐝𝐨 𝐩𝐨𝐫 𝐥𝐨𝐬 𝐜𝐫𝐢𝐬𝐭𝐢𝐚𝐧𝐨𝐬 𝐩𝐨𝐫𝐪𝐮𝐞 𝐭𝐨𝐝𝐨𝐬 𝐡𝐚𝐥𝐥𝐚𝐛𝐚𝐧 𝐞𝐧 𝐞́𝐥 𝐜𝐨𝐧𝐬𝐮𝐞𝐥𝐨 𝐞𝐧 𝐬𝐮𝐬 𝐚𝐟𝐥𝐢𝐜𝐜𝐢𝐨𝐧𝐞𝐬…”.
Pero el tiempo de tranquilidad estaba a punto de terminar porque los bonzos, heridos en su amor propio y envidiosos del espíritu apostólico y de abnegación de los misioneros, temían perder su popularidad y su influencia en el campo religioso. También los comerciantes portugueses - que temían que el envío de franciscanos españoles pudiera ser un intento de la entrada definitiva de los comerciantes y militares españoles en tierras niponas -, comenzaron a buscar la ocasión de indisponer a los franciscanos con el emperador y la ocasión se les presentó cuando el galeón “San Felipe”, se vio obligado a arribar al puerto de Urando por haber quedado maltrecho durante una tormenta. Entre unos y otros se las apañaron para que comenzara el calvario de los franciscanos. El emperador decretó la muerte de todos los cristianos y, aunque con posterioridad suavizó su orden, arrestó a todos los religiosos dentro de sus conventos. El día 8 de diciembre, los soldados rodearon los conventos de Macao y Osaka a fin de que los frailes no escaparan.

Pocos días después, exasperado por nuevas calumnias, el emperador ordenó cortar las orejas y las narices a todos los frailes y catequistas y que luego, los paseasen, para vergüenza pública, por las principales ciudades del Imperio. El 2 de enero, llevaron a los frailes de Macao a la cárcel y al día siguiente, se le unieron Fray Martín de la Ascensión y otros cristianos de Osaka a quienes cortaron la oreja izquierda y pasearon en carros de bueyes por la ciudad. El día 5 fueron trasladados a Sacay donde permanecieron hasta el día 8. Fue entonces cuando el emperador Taicosama pronunció la sentencia definitiva de muerte: “𝐏𝐨𝐫 𝐜𝐮𝐚𝐧𝐭𝐨 𝐲𝐨 𝐦𝐚𝐧𝐝𝐞́ 𝐞𝐧 𝐭𝐢𝐞𝐦𝐩𝐨𝐬 𝐩𝐚𝐬𝐚𝐝𝐨𝐬 𝐪𝐮𝐞 𝐧𝐚𝐝𝐢𝐞 𝐩𝐫𝐞𝐝𝐢𝐪𝐮𝐞 𝐞𝐬𝐭𝐚 𝐋𝐞𝐲 𝐝𝐞 𝐃𝐢𝐨𝐬 𝐲 𝐞𝐬𝐭𝐨𝐬 𝐏𝐚𝐝𝐫𝐞𝐬 𝐯𝐢𝐧𝐢𝐞𝐫𝐨𝐧 𝐝𝐞 𝐋𝐮𝐳𝐨́𝐧 𝐩𝐨𝐫 𝐞𝐦𝐛𝐚𝐣𝐚𝐝𝐚 𝐚𝐥 𝐉𝐚𝐩𝐨́𝐧 𝐲 𝐥𝐚 𝐩𝐫𝐞𝐝𝐢𝐜𝐚𝐫𝐨𝐧, 𝐦𝐚𝐧𝐝𝐨 𝐪𝐮𝐞 𝐦𝐮𝐞𝐫𝐚𝐧 𝐜𝐫𝐮𝐜𝐢𝐟𝐢𝐜𝐚𝐝𝐨𝐬 𝐞𝐧 𝐜𝐫𝐮𝐜𝐞𝐬 𝐞𝐧 𝐍𝐚𝐠𝐚𝐬𝐚𝐤𝐢 𝐜𝐨𝐧 𝐞𝐬𝐭𝐨𝐬 𝐣𝐚𝐩𝐨𝐧𝐞𝐬𝐞𝐬 𝐝𝐞 𝐬𝐮 𝐋𝐞𝐲. 𝐘 𝐝𝐞 𝐚𝐪𝐮𝐢́ 𝐞𝐧 𝐚𝐝𝐞𝐥𝐚𝐧𝐭𝐞 𝐦𝐚𝐧𝐝𝐨 𝐪𝐮𝐞 𝐞𝐥 𝐪𝐮𝐞 𝐬𝐞 𝐡𝐢𝐜𝐢𝐞𝐫𝐞 𝐜𝐫𝐢𝐬𝐭𝐢𝐚𝐧𝐨 𝐬𝐞𝐚 𝐜𝐚𝐬𝐭𝐢𝐠𝐚𝐝𝐨 𝐜𝐨𝐧 𝐩𝐞𝐧𝐚 𝐝𝐞 𝐦𝐮𝐞𝐫𝐭𝐞 𝐞́𝐥 𝐲 𝐭𝐨𝐝𝐚 𝐬𝐮 𝐩𝐚𝐫𝐞𝐧𝐭𝐞𝐥𝐚. 𝐅𝐞𝐜𝐡𝐚𝐝𝐨 𝐞𝐧 𝐔𝐬𝐚𝐤𝐚….”.
A pie, entre burlas y pasando hambre y otros tipos de torturas y humillaciones fueron hasta Nagasaki donde debían ser crucificados. Amaneció el día 5 de febrero de 1597 y en el monte Tateyama les esperaban 26 cruces: para 6 franciscanos, 3 jesuitas y 17 terciarios franciscanos. Estando ya en la cruz, San Francisco Blanco, dijo: “𝐒𝐞𝐧̃𝐨𝐫 𝐦𝐢́𝐨 𝐉𝐞𝐬𝐮𝐜𝐫𝐢𝐬𝐭𝐨, 𝐬𝐢 𝐦𝐢𝐥 𝐯𝐢𝐝𝐚𝐬 𝐭𝐮𝐯𝐢𝐞𝐫𝐚, 𝐭𝐨𝐝𝐚𝐬 𝐥𝐚𝐬 𝐝𝐚𝐫𝐢́𝐚 𝐩𝐨𝐫 𝐯𝐮𝐞𝐬𝐭𝐫𝐨 𝐚𝐦𝐨𝐫. 𝐄𝐬𝐭𝐚 𝐪𝐮𝐞 𝐭𝐞𝐧𝐠𝐨 𝐨𝐬 𝐥𝐚 𝐨𝐟𝐫𝐞𝐳𝐜𝐨 𝐜𝐨𝐧 𝐠𝐫𝐚𝐧 𝐚𝐥𝐞𝐠𝐫𝐢́𝐚 𝐲 𝐜𝐨𝐧𝐬𝐨𝐥𝐚𝐜𝐢𝐨́𝐧, 𝐝𝐚́𝐧𝐝𝐨𝐨𝐬 𝐠𝐫𝐚𝐜𝐢𝐚𝐬 𝐩𝐨𝐫 𝐞𝐬𝐭𝐚 𝐦𝐞𝐫𝐜𝐞𝐝 𝐭𝐚𝐧 𝐬𝐞𝐧̃𝐚𝐥𝐚𝐝𝐚 𝐪𝐮𝐞 𝐦𝐞 𝐡𝐚𝐛𝐞́𝐢𝐬 𝐡𝐞𝐜𝐡𝐨: 𝐪𝐮𝐞 𝐲𝐨 𝐦𝐮𝐞𝐫𝐚 𝐩𝐨𝐫 𝐯𝐮𝐞𝐬𝐭𝐫𝐨 𝐚𝐦𝐨𝐫 𝐲 𝐩𝐨𝐫 𝐩𝐫𝐞𝐝𝐢𝐜𝐚𝐫 𝐯𝐮𝐞𝐬𝐭𝐫𝐚 𝐒𝐚𝐧𝐭𝐚 𝐋𝐞𝐲”.
El general Matías Landecho, capitán del galeón “San Felipe”, y testigo del martirio en Nagasaki, recogió las reliquias que pudo de los mártires, entre ellas, la cabeza de San Francisco Blanco y las llevó a Manila a principios de abril del año 1597. Actualmente, esta reliquia se encuentra en Outarelo (Orense), España.
Monseñor Francisco Peña, auditor de la Rota Romana en un informe sobre el martirio, redactado en Roma en el año 1599, aseguraba que a los tres meses del martirio, los cuerpos de los mártires seguían incorruptos. El Cabildo de Manila en 1597 instruyó el proceso informativo y concluido el proceso se trajo a España. Desde España, con recomendación del rey Felipe II y del Consejo de Indias, fue directamente al Papa Urbano VIII, quién ordenó que de inmediato se incoara el proceso de martirio. El 19 de julio de 1627, Urbano VIII firmó el decreto declarándolos mártires, lo que equivalía a la beatificación. El 10 de junio de 1862, el Beato Papa Pío IX extendió con su canonización, el culto a la Iglesia Universal. La festividad de los Santos mártires de Nagasaki se celebra en el día de hoy, 6 de febrero.
Para realizar este artículo he utilizado la siguiente bibliografía: Padre Cesáreo Gil Atrio: “Santos gallegos”, Porto, S.A., Santiago de Compostela, 1976; Gumersindo Placer: “Francisco Blanco”, Logos, 1931; B. Fernández Alonso: “Orensanos ilustres”, Orense, 1916; Tamayo y Salazar: “Martyrologium Hispanicum”.