Día litúrgico: Domingo II (C) de Adviento
«En el año quince del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea…»
P.
Maciej
SLYZ
Misionero de Fidei Donum
- (Bialystok, Polonia)
Hoy, casi la mitad del pasaje
evangélico consiste en datos histórico-biográficos. Ni siquiera en la
liturgia de la Misa se cambió este texto histórico por el frecuente «en
aquel tiempo». Ha prevalecido esta introducción tan “insignificante”
para el hombre contemporáneo: «En el año quince del imperio de Tiberio
César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea, y Herodes tetrarca de
Galilea (…)» (Lc 3,1). ¿Por qué? ¡Para desmitificar! Dios entró en la
historia de la humanidad de un modo muy “concreto”, como también en la
historia de cada hombre. Por ejemplo, en la vida de Juan —hijo de
Zacarías— que estaba en el desierto. Lo llamó para que clamara en la
orilla del Jordán… (cf. Lc 3,6).
Hoy, cuando el presidente de EE.UU. es Barack Obama, cuando el Sumo
Pontífice es el papa Francisco…, Dios dirige su palabra también a mí. Lo
hace personalmente —como en Juan Bautista—, o por sus emisarios. Mi río
Jordán puede ser la Eucaristía dominical, puede ser el tweet del papa
Francisco, que nos recuerda que «el cristiano no es un testigo de alguna
teoría, sino de una persona: de Cristo Resucitado, vivo, único Salvador
de todos». Dios ha entrado en la historia de mi vida porque Cristo no
es una teoría. Él es la práctica salvadora, la Caridad, la Misericordia.
Pero a la vez, este mismo Dios necesita nuestro pobre esfuerzo: que
rellenemos los valles de nuestra desconfianza hacia su Amor; que
nivelemos los cerros y colinas de nuestra soberbia, que impide verlo y
recibir su ayuda; que enderecemos y allanemos los caminos torcidos que
hacen de la senda hacia nuestro corazón un laberinto…
Hoy es el segundo Domingo de Adviento, que tiene como objetivo principal
que yo pueda encontrar a Dios en el camino de mi vida. Ya no sólo a un
Recién Nacido, sino sobre todo al Misericordiosísimo Salvador, para ver
la sonrisa de Dios, cuando todo el mundo verá la salvación que Dios
envía (cf. Lc 3,6). ¡Así es! Lo enseñaba san Gregorio Nacianceno, «Nada
alegra tanto a Dios como la conversión y salvación del hombre».
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Fuente: evangeli.net
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