Día litúrgico: Sábado de la octava de Pascua
«Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación»
P.
Jacques
PHILIPPE - (Cordes sur Ciel, Francia)
Hoy, confiando en Jesús resucitado,
hemos de redescubrir el Evangelio como una “buena nueva”. El Evangelio
no es una ley que nos oprime. Alguna vez hemos podido caer en la
tentación de pensar que los que no son cristianos están más tranquilos
que nosotros y hacen lo que quieren, mientras que nosotros tenemos que
cumplir una lista de mandamientos. Es una visión de las cosas meramente
superficial.
Personalmente, una de mis mayores preocupaciones es que el Evangelio se presente siempre como una buena nueva, una feliz noticia, que nos llene el corazón de alegría y consuelo.
La enseñanza de Jesús es por supuesto exigente, pero Teresa del Niño Jesús nos ayuda a percibirla realmente como una buena nueva, puesto que para ella el Evangelio no es otra cosa que la revelación de la ternura de Dios, de la misericordia de Dios con cada uno de sus hijos, y señala las leyes de la vida que llevan a la felicidad. El centro de la vida cristiana es acoger con reconocimiento la ternura y la bondad de Dios —revelación de su amor misericordioso— y dejarse transformar por dicho amor.
El itinerario espiritual tomado por santa Teresita, el “caminito”, es un auténtico camino de santidad, un camino con cabida para todos, hecho de tal manera que nadie puede desanimarse, ni los más humildes, ni los más pobres, ni los más pecadores. Teresa anticipa así el Concilio Vaticano II que afirma con seguridad que la santidad no es un camino excepcional, sino una llamada para todos los cristianos, de la que nadie debe ser excluido. Hasta el más vulnerable y miserable de los hombres puede responder a la llamada a la santidad.
Esta santidad consiste en un «camino de confianza y amor». Así, «el ascensor que ha de elevarme hasta el cielo son tus brazos, Jesús! (…). Tú, Dios mío, has rebasado mi esperanza, y yo quiero cantar tus misericordias» (Santa Teresa de Lisieux).
«María Magdalena (...) fue a comunicar la noticia a los que habían vivido con Él, (... pero) no creyeron»
Personalmente, una de mis mayores preocupaciones es que el Evangelio se presente siempre como una buena nueva, una feliz noticia, que nos llene el corazón de alegría y consuelo.
La enseñanza de Jesús es por supuesto exigente, pero Teresa del Niño Jesús nos ayuda a percibirla realmente como una buena nueva, puesto que para ella el Evangelio no es otra cosa que la revelación de la ternura de Dios, de la misericordia de Dios con cada uno de sus hijos, y señala las leyes de la vida que llevan a la felicidad. El centro de la vida cristiana es acoger con reconocimiento la ternura y la bondad de Dios —revelación de su amor misericordioso— y dejarse transformar por dicho amor.
El itinerario espiritual tomado por santa Teresita, el “caminito”, es un auténtico camino de santidad, un camino con cabida para todos, hecho de tal manera que nadie puede desanimarse, ni los más humildes, ni los más pobres, ni los más pecadores. Teresa anticipa así el Concilio Vaticano II que afirma con seguridad que la santidad no es un camino excepcional, sino una llamada para todos los cristianos, de la que nadie debe ser excluido. Hasta el más vulnerable y miserable de los hombres puede responder a la llamada a la santidad.
Esta santidad consiste en un «camino de confianza y amor». Así, «el ascensor que ha de elevarme hasta el cielo son tus brazos, Jesús! (…). Tú, Dios mío, has rebasado mi esperanza, y yo quiero cantar tus misericordias» (Santa Teresa de Lisieux).
«María Magdalena (...) fue a comunicar la noticia a los que habían vivido con Él, (... pero) no creyeron»
P.
Raimondo M.
SORGIA Mannai OP - (San Domenico di Fiesole, Florencia, Italia)
Hoy, el Evangelio nos ofrece la
oportunidad de meditar algunos aspectos de los que cada uno de nosotros
tiene experiencia: estamos seguros de amar a Jesús, lo consideramos el
mejor de nuestros amigos; no obstante, ¿quién de nosotros podría afirmar
no haberlo traicionado nunca? Pensemos si no lo hemos mal vendido, por
lo menos alguna vez, por un bien ilusorio, del peor oropel. En segundo
lugar, aunque frecuentemente estamos tentados a sobrevalorarnos en
cuanto cristianos, sin embargo el testimonio de nuestra propia
conciencia nos impone callar y humillarnos, a imitación del publicano
que no osaba ni tan sólo levantar la cabeza, golpeándose el pecho,
mientras repetía: «Oh Dios, ven junto a mí a ayudarme, que soy un
pecador» (Lc 18,13).
Afirmado todo esto, no puede sorprendernos la conducta de los discípulos. Han conocido personalmente a Jesús, le han apreciado los dotes de mente, de corazón, las cualidades incomparables de su predicación. Con todo, cuando Jesucristo ya había resucitado, una de las mujeres del grupo —María Magdalena— «fue a comunicar la noticia a los que habían vivido con Él, que estaban tristes y llorosos» (Mc 16,10) y, en lugar de interrumpir las lágrimas y comenzar a bailar de alegría, no le creen. Es la señal de que nuestro centro de gravedad es la tierra.
Los discípulos tenían ante sí el anuncio inédito de la Resurrección y, en cambio, prefieren continuar compadeciéndose de ellos mismos. Hemos pecado, ¡sí! Le hemos traicionado, ¡sí! Le hemos celebrado una especie de exequias paganas, ¡sí! De ahora en adelante, que no sea más así: después de habernos golpeado el pecho, lancémonos a los pies, con la cabeza bien alta mirando arriba, y... ¡adelante!, ¡en marcha tras Él!, siguiendo su ritmo. Ha dicho sabiamente el escritor francés Gustave Flaubert: «Creo que si mirásemos sin parar al cielo, acabaríamos teniendo alas». El hombre, que estaba inmerso en el pecado, en la ignorancia y en la tibieza, desde hoy y para siempre ha de saber que, gracias a la Resurrección de Cristo, «se encuentra como inmerso en la luz del mediodía».
Afirmado todo esto, no puede sorprendernos la conducta de los discípulos. Han conocido personalmente a Jesús, le han apreciado los dotes de mente, de corazón, las cualidades incomparables de su predicación. Con todo, cuando Jesucristo ya había resucitado, una de las mujeres del grupo —María Magdalena— «fue a comunicar la noticia a los que habían vivido con Él, que estaban tristes y llorosos» (Mc 16,10) y, en lugar de interrumpir las lágrimas y comenzar a bailar de alegría, no le creen. Es la señal de que nuestro centro de gravedad es la tierra.
Los discípulos tenían ante sí el anuncio inédito de la Resurrección y, en cambio, prefieren continuar compadeciéndose de ellos mismos. Hemos pecado, ¡sí! Le hemos traicionado, ¡sí! Le hemos celebrado una especie de exequias paganas, ¡sí! De ahora en adelante, que no sea más así: después de habernos golpeado el pecho, lancémonos a los pies, con la cabeza bien alta mirando arriba, y... ¡adelante!, ¡en marcha tras Él!, siguiendo su ritmo. Ha dicho sabiamente el escritor francés Gustave Flaubert: «Creo que si mirásemos sin parar al cielo, acabaríamos teniendo alas». El hombre, que estaba inmerso en el pecado, en la ignorancia y en la tibieza, desde hoy y para siempre ha de saber que, gracias a la Resurrección de Cristo, «se encuentra como inmerso en la luz del mediodía».
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Fuente: evangeli.net
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