Día litúrgico: Jueves VIII del tiempo ordinario
Jesús se detuvo y dijo: «Llamadle». Llaman al ciego, diciéndole: «¡Ánimo, levántate! Te llama». Y él, arrojando su manto, dio un brinco y vino donde Jesús. Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: «¿Qué quieres que te haga?». El ciego le dijo: «Rabbuní, ¡que vea!». Jesús le dijo: «Vete, tu fe te ha salvado». Y al instante, recobró la vista y le seguía por el camino.
«¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!»
P.
Ramón
LOYOLA Paternina LC - (Barcelona, España)
Hoy, Cristo nos sale al encuentro.
Todos somos Bartimeo: ese invidente a cuya vera pasó Jesús y saltó
gritando hasta que éste le hiciese caso. Quizás tengamos un nombre un
poco más agraciado... pero nuestra humana flaqueza (moral) es semejante a
la ceguera que sufría nuestro protagonista. Tampoco nosotros logramos
ver que Cristo vive en nuestros hermanos y, así, los tratamos como los
tratamos. Quizás no alcanzamos a ver en las injusticias sociales, en las
estructuras de pecado, una llamada hiriente a nuestros ojos para un
compromiso social. Tal vez no vislumbramos que «hay más alegría en dar
que en recibir», que «nadie tiene mayor amor que el que da su vida por
sus amigos» (Jn 15,13). Vemos borroso lo que es nítido: que los
espejismos del mundo conducen a la frustración, y que las paradojas del
Evangelio, tras la dificultad, producen fruto, realización y vida. Somos
verdaderamente débiles visuales, no por eufemismo sino en realidad:
nuestra voluntad debilitada por el pecado ofusca la verdad en nuestra
inteligencia y escogemos lo que no nos conviene.
Solución: gritarle, es decir, orar humildemente «Jesús, ten compasión de mí» (Mc 10,48). Y gritar más cuanto más te increpen, te desanimen o te desanimes: «Muchos le increpaban para que se callara. Pero él gritaba mucho más…» (Mc 10,48). Gritar que es también pedir: «Maestro, que vea» (cf. Mc 10,51). Solución: dar, como él, un brinco en la fe, creer más allá de nuestras certezas, fiarse de quien nos amó, nos creó, y vino a redimirnos y se quedó con nosotros, en la Eucaristía.
El Papa Juan Pablo II nos lo decía con su vida: sus largas horas de meditación —tantas que su Secretario decía que oraba “demasiado”— nos dicen a las claras que «el que ora cambia la historia».
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Fuente: evangeli.net
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