Día litúrgico: Domingo XXII (A) del tiempo ordinario
Entonces dijo a los discípulos: «El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si malogra su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del Hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta»
«El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga»
Rev. D.
Joaquim
MESEGUER García - (Sant Quirze del Vallès, Barcelona, España)
Hoy, contemplamos a Pedro —figura
emblemática y gran testimonio y maestro de la fe— también como hombre de
carne y huesos, con virtudes y debilidades, como cada uno de nosotros.
Hemos de agradecer a los evangelistas que nos hayan presentado la
personalidad de los primeros seguidores de Jesús con realismo. Pedro,
quien hace una excelente confesión de fe —como vemos en el Evangelio del
Domingo XXI— y merece un gran elogio por parte de Jesús y la promesa de
la autoridad máxima dentro de la Iglesia (cf. Mt 16,16-19), recibe
también del Maestro una severa amonestación, porque en el camino de la
fe todavía le queda mucho por aprender: «Quítate de mi vista, Satanás,
que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios» (Mt
16,23).
Escuchar la amonestación de Jesús a Pedro es un buen motivo para hacer un examen de conciencia acerca de nuestro ser cristiano. ¿Somos de verdad fieles a la enseñanza de Jesucristo, hasta el punto de pensar realmente como Dios, o más bien nos amoldamos a la manera de pensar y a los criterios de este mundo? A lo largo de la historia, los hijos de la Iglesia hemos caído en la tentación de pensar según el mundo, de apoyarnos en las riquezas materiales, de buscar con afán el poder político o el prestigio social; y a veces nos mueven más los intereses mundanos que el espíritu del Evangelio. Ante estos hechos, se nos vuelve a plantear la pregunta: «¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si malogra su vida?» (Mt 16,26).
Después de haber puesto las cosas en claro, Jesús nos enseña qué quiere decir pensar como Dios: amar, con todo lo que esto comporta de renuncia por el bien del prójimo. Por esto, el seguimiento de Cristo pasa por la cruz. Es un seguimiento entrañable, porque «con la presencia de un amigo y capitán tan bueno como Cristo Jesús, que se ha puesto en la vanguardia de los sufrimientos, se puede sufrir todo: nos ayuda y anima; no falla nunca, es un verdadero amigo» (Santa Teresa de Ávila). Y…, cuando la cruz es signo del amor sincero, entonces se convierte en luminosa y en signo de salvación.
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Fuente: evangeli.net
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