Día litúrgico: Lunes IV (A) de Pascua
También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor. Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo; esa es la orden que he recibido de mi Padre».
«Yo soy el buen pastor»
+ Rev. D.
Josep
VALL i Mundó - (Barcelona, España)
Hoy, nos dice Jesús: «Yo soy el
buen pastor» (Jn 10,11). Comentando santo Tomás de Aquino esta
afirmación, escribe que «es evidente que el título de “pastor” conviene a
Cristo, ya que de la misma manera que un pastor conduce el rebaño al
pasto, así también Cristo restaura a los fieles con un alimento
espiritual: su propio cuerpo y su propia sangre». Todo comenzó con la
Encarnación, y Jesús lo cumplió a lo largo de su vida, llevándolo a
término con su muerte redentora y su resurrección. Después de
resucitado, confió este pastoreo a Pedro, a los Apóstoles y a la Iglesia
hasta el fin del tiempo.
A través de los pastores, Cristo da su Palabra, reparte su gracia en los sacramentos y conduce al rebaño hacia el Reino: Él mismo se entrega como alimento en el sacramento de la Eucaristía, imparte la Palabra de Dios y su Magisterio, y guía con solicitud a su Pueblo. Jesús ha procurado para su Iglesia pastores según su corazón, es decir, hombres que, impersonándolo por el sacramento del Orden, donen su vida por sus ovejas, con caridad pastoral, con humilde espíritu de servicio, con clemencia, paciencia y fortaleza. San Agustín hablaba frecuentemente de esta exigente responsabilidad del pastor: «Este honor de pastor me tiene preocupado (...), pero allá donde me aterra el hecho de que soy para vosotros, me consuela el hecho de que estoy entre vosotros (...). Soy obispo para vosotros, soy cristiano con vosotros».
Y cada uno de nosotros, cristianos, trabajamos apoyando a los pastores, rezamos por ellos, les amamos y les obedecemos. También somos pastores para los hermanos, enriqueciéndolos con la gracia y la doctrina que hemos recibido, compartiendo preocupaciones y alegrías, ayudando a todo el mundo con todo el corazón. Nos desvivimos por todos aquellos que nos rodean en el mundo familiar, social y profesional hasta dar la vida por todos con el mismo espíritu de Cristo, que vino al mundo «no a ser servido, sino a servir» (Mt 20,28).
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Fuente: evangeli.net
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