San
Juan Gualberto, Abad y Confesor
Julio 12
Religioso benedictino
Un tal Simón que fue dado a la magia y a la nigromancia en tiempo de los Apóstoles quiso, en Samaría, comprar por dinero el poder que presenció en Pedro de hacer bajar sobre los primeros bautizados al Espíritu Santo. Simón se había convertido a la fe, pero se ve que seguía aún apegado al oficio del que vivió y con el se que ganó la admiración de la gente que le llamaba "el Mago"; cuando vió que a la oración y gestos de Pedro sobreviene la fenomenal manifestación del Espíritu Santo, como sucedió en Pentecostés con la glosolalia, las lenguas de fuego y el ruido de viento celeste, no pudo aguantar su deseo ofreciéndose como comprador del don sobrenatural. La reprimenda del Apóstol no se hizo esperar; le amenaza Pedro con el castigo de Dios y deja asentada la doctrina nítida de que los dones sobrenaturales son regalos divinos ordenados a la salvación y que no pueden manipularse en bien propio como sucede con las mercancías materiales.
Julio 12
Religioso benedictino
Un tal Simón que fue dado a la magia y a la nigromancia en tiempo de los Apóstoles quiso, en Samaría, comprar por dinero el poder que presenció en Pedro de hacer bajar sobre los primeros bautizados al Espíritu Santo. Simón se había convertido a la fe, pero se ve que seguía aún apegado al oficio del que vivió y con el se que ganó la admiración de la gente que le llamaba "el Mago"; cuando vió que a la oración y gestos de Pedro sobreviene la fenomenal manifestación del Espíritu Santo, como sucedió en Pentecostés con la glosolalia, las lenguas de fuego y el ruido de viento celeste, no pudo aguantar su deseo ofreciéndose como comprador del don sobrenatural. La reprimenda del Apóstol no se hizo esperar; le amenaza Pedro con el castigo de Dios y deja asentada la doctrina nítida de que los dones sobrenaturales son regalos divinos ordenados a la salvación y que no pueden manipularse en bien propio como sucede con las mercancías materiales.
Tan
decisiva fue la intervención de Pedro ante el atrevimiento de Simón que su fea
actitud quedó denominada con nombre de simonía y clasificada como grave desorden
o pecado para el intento lucrativo de bienes sagrados o de materiales que son
condición para lo sobrenatural.
Este ademán de Simón, la simonía,
fue muchas veces una tentación para los clérigos. No de modo exclusivo, porque
ha habido épocas en la historia en las que el poder civil se ha mostrado con
injerencias indebidas en la distribución de bienes eclesiásticos y en la
designación de dignidades que llevaban anejas unas ricas prebendas bien para
comprar el apoyo de los eclesiásticos al poder constituído más o menos
legítimamente o bien para recompensar los servicios prestados. Al referirme al
mundo de los eclesiásticos, quiero decir que el afán de dominio y de poder ha
estado con harta frecuencia en la intimidad de algunos que desempeñan oficio en
el ámbito de la clerecía.
Y en este terreno de lucha sin
cuartel contra la simonía sobresale Juan Gualberto, nacido en el castillo de su
padre, un noble florentino poderoso y rico llamado igualmente Gualberto, en el
siglo X.
Su madurez cristiana se palpó en el
encuentro fortuito con un pariente que había matado a su hermano; no era posible
evitar la escaramuza porque se cruzaban sus caminos y el numeroso grupo de gente
armada que acompañaba a Gualberto auguraba para su enemigo la muerte segura; se
superponen en el interior de Gualberto su deseo de venganza que postula el honor
y el recuerdo de Jesús crucificado que perdona a los verdugos; supera lo que le
pide la sangre con la memoria del mandamiento del amor, señal de los discípulos,
y no tomó otra opción que la de perdonar al rendido enemigo; ha triunfado el
amor, no sin la ayuda de Dios. Tenso por la lucha interna, entró en una iglesia
para dar gracias y pudo ver -con asombro- a un crucificado que le movía la
cabeza en señal de asentimiento y aprobación por su normal comportamiento
cristiano.
Este cambio interior tuvo como
manifestación externa la entrada en el monasterio benedictino de san Miniato.
Muerto pronto su abad, uno de los monjes compró al obispo de Florencia la
dignidad vacante. El hecho disparó la energía de Gualberto que se escapa del
monasterio y a voz en grito, en plena plaza, proclama que Huberto, el abad, y
Hatto, el obispo de Florencia, son herejes simoníacos.
Busca cenobios, pero encuentra
relajada la observancia en todos. Incapaz y desilusionado, funda su propio
claustro y una nueva congregación monástica bajo la regla de san Benito. Así
nace Vallombrosa, en los Apeninos, donde se le van uniendo monjes a los que
inculca como imprescindible la integridad, pureza y perfección de la regla de
san Benito, haciendo hincapié en la observancia de la clausura rigurosa y
negándose incluso a realizar ministerios fuera del monasterio por la experiencia
vivida de que algunos destrozaron sus almas queriendo arreglar las de los demás.
En poco tiempo recibe ofertas de fundaciones nuevas y de restauraciones de
conventos ya existentes. Ninguna rechaza, pero toma precauciones. Él mismo en
persona es quien reforma o funda y luego deja en el gobierno a los mejores
peones; él have las visitas pertinentes, y es él quien corrige, anima o
reprende. Así lo ven los monasterios de san Silvi próximo a Florencia, el de san
Miguel en Passignano y el de san Salvador en Fucechio que ampararon la red de
caminos que atravesaba los Alpes para ir a Roma o regresar de ella.
Pero, de todos modos, lo que
distingue a su persona y obra es la lucha contra la simonía mal tan grande en
tiempo del emperador Enrique IV y cuando el papa Gregorio VII está clamando por
la reforma intentando restaurar la vida cristiana principalmente entre los
eclesiásticos. Ve Gualberto con nitidez que ese cambio es necesario. Por eso, en
Toscana, have un esfuerzo sobrehumano para sacar al clero del concubinato y
conseguir una multitud de fieles fervientes que Dios quiso reunirle con poderes
de taumaturgo. A la simonía la llamará la peor de las herejías e inculcará a sus
monjes ser tan inflexibles en esos asuntos como lo fue Pedro con Simón el Mago.
Les dirá que have falta desenmascararles en público y no ceder hasta verlos
depuestos de sus sedes como sucedió con el obispo Pedro Mediabarba, de
Florencia. Claro que costó sangre y hasta hubo obispos que mandaron sicarios
decididos a matar y llegaron a incendiarios.
Fue un santo recio, severo y peleón
que se mostró intransigente cuando cualquier abad u obispo compraba un
monasterio para ser su dueño como se es amo de un cortijo. Su irascibilidad en
estos negocios se trocaba en entrañas maternales con los pobres a quienes
alimentaba pidiendo limosna y aún a costa de la comida suya o de sus
frailes.
Murió el 12 de julio del año 1073 en
el monasterio de Passignano.
Curioso reseñar que fue muy abad,
sí; pero nunca consintió recibir órdenes sagradas, ni siquiera las menores que
hoy son ministerio laical.
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Fuente: Archidiócesis de Madrid
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