martes, junio 30, 2020

Evangelio Junio 30, 2020

Día litúrgico: Martes XIII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mt 8,23-27): En aquel tiempo, Jesús subió a la barca y sus discípulos le siguieron. De pronto se levantó en el mar una tempestad tan grande que la barca quedaba tapada por las olas; pero Él estaba dormido. Acercándose ellos le despertaron diciendo: «¡Señor, sálvanos, que perecemos!». Díceles: «¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?». Entonces se levantó, increpó a los vientos y al mar, y sobrevino una gran bonanza. Y aquellos hombres, maravillados, decían: «¿Quién es éste, que hasta los vientos y el mar le obedecen?».

«Entonces se levantó, increpó a los vientos y al mar, y sobrevino una gran bonanza»
Fray Lluc TORCAL Monje del Monasterio de Sta. Mª de Poblet - (Santa Maria de Poblet, Tarragona, España)

Hoy, Martes XIII del tiempo ordinario, la liturgia nos ofrece uno de los fragmentos más impresionantes de la vida pública del Señor. La escena presenta una gran vivacidad, contrastando radicalmente la actitud de los discípulos y la de Jesús. Podemos imaginarnos la agitación que reinó sobre la barca cuando «de pronto se levantó en el mar una tempestad tan grande que la barca quedaba tapada por las olas» (Mt 8,24), pero una agitación que no fue suficiente para despertar a Jesús, que dormía. ¡Tuvieron que ser los discípulos quienes en su desesperación despertaran al Maestro!: «¡Señor, sálvanos, que perecemos!» (Mt 8,25).

El evangelista se sirve de todo este dramatismo para revelarnos el auténtico ser de Jesús. La tormenta no había perdido su furia y los discípulos continuaban llenos de agitación cuando el Señor, simplemente y tranquilamente, «se levantó, increpó a los vientos y al mar, y sobrevino una gran bonanza» (Mt 8,26). De la Palabra increpatoria de Jesús siguió la calma, calma que no iba destinada sólo a realizarse en el agua agitada del cielo y del mar: la Palabra de Jesús se dirigía sobre todo a calmar los corazones temerosos de sus discípulos. «¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?» (Mt 8,26).

Los discípulos pasaron de la turbación y del miedo a la admiración propia de aquel que acaba de asistir a algo impensable hasta entonces. La sorpresa, la admiración, la maravilla de un cambio tan drástico en la situación que vivían despertó en ellos una pregunta central: «¿Quién es éste, que hasta los vientos y el mar le obedecen?» (Mt 8,27). ¿Quién es el que puede calmar las tormentas del cielo y de la tierra y, a la vez, las de los corazones de los hombres? Sólo quien «durmiendo como hombre en la barca, puede dar órdenes a los vientos y al mar como Dios» (Nicetas de Remesiana).

Cuando pensamos que la tierra se nos hunde, no olvidemos que nuestro Salvador es Dios mismo hecho hombre, el cual se nos acerca por la fe.
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lunes, junio 29, 2020

Evangelio Junio 29, 2020

Día litúrgico: 29 de Junio: San Pedro y san Pablo, apóstoles

Texto del Evangelio (Mt 16,13-19): En aquel tiempo, llegado Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?». Ellos dijeron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros, que Jeremías o uno de los profetas». Díceles Él: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?». Simón Pedro contestó: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Replicando Jesús le dijo: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos».

«Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo»
Mons. Jaume PUJOL i Balcells Arzobispo Emérito de Tarragona y Primado de Cataluña - (Tarragona, España)

Hoy celebramos la solemnidad de San Pedro y San Pablo, los cuales fueron fundamentos de la Iglesia primitiva y, por tanto, de nuestra fe cristiana. Apóstoles del Señor, testigos de la primera hora, vivieron aquellos momentos iniciales de expansión de la Iglesia y sellaron con su sangre la fidelidad a Jesús. Ojalá que nosotros, cristianos del siglo XXI, sepamos ser testigos creíbles del amor de Dios en medio de los hombres tal como lo fueron los dos Apóstoles y como lo han sido tantos y tantos de nuestros conciudadanos.

En una de las primeras intervenciones del Papa Francisco, dirigiéndose a los cardenales, les dijo que hemos de «caminar, edificar y confesar». Es decir, hemos de avanzar en nuestro camino de la vida, edificando a la Iglesia y confesando al Señor. El Papa advirtió: «Podemos caminar tanto como queramos, podemos edificar muchas cosas, pero si no confesamos a Jesucristo, alguna cosa no funciona. Acabaremos siendo una ONG asistencial, pero no la Iglesia, esposa del Señor».

Hemos escuchado en el Evangelio de la misa un hecho central para la vida de Pedro y de la Iglesia. Jesús pide a aquel pescador de Galilea un acto de fe en su condición divina y Pedro no duda en afirmar: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). Inmediatamente, Jesús instituye el Primado, diciendo a Pedro que será la roca firme sobre la cual se edificará la Iglesia a lo largo de los tiempos (cf. Mt 16,18) y dándole el poder de las llaves, la potestad suprema.

Aunque Pedro y sus sucesores están asistidos por la fuerza del Espíritu Santo, necesitan igualmente de nuestra oración, porque la misión que tienen es de gran trascendencia para la vida de la Iglesia: han de ser fundamento seguro para todos los cristianos a lo largo de los tiempos; por tanto, cada día nosotros hemos de rezar también por el Santo Padre, por su persona y por sus intenciones.

«Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo»
+ Mons. Pere TENA i Garriga Obispo Auxiliar Emérito de Barcelona - (Barcelona, España)

Hoy es un día consagrado por el martirio de los apóstoles san Pedro y san Pablo. «Pedro, primer predicador de la fe; Pablo, maestro esclarecido de la verdad» (Prefacio). Hoy es un día para agradecer la fe apostólica, que es también la nuestra, proclamada por estas dos columnas con su predicación. Es la fe que vence al mundo, porque cree y anuncia que Jesús es el Hijo de Dios: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). Las otras fiestas de los apóstoles san Pedro y san Pablo miran a otros aspectos, pero hoy contemplamos aquello que permite nombrarlos como «primeros predicadores del Evangelio» (Colecta): con su martirio confirmaron su testimonio.

Su fe, y la fuerza para el martirio, no les vinieron de su capacidad humana. No fue ningún hombre de carne y sangre quien enseñó a Pedro quién era Jesús, sino la revelación del Padre de los cielos (cf. Mt 16,17). Igualmente, el reconocimiento “de aquel que él perseguía” como Jesús el Señor fue claramente, para Saulo, obra de la gracia de Dios. En ambos casos, la libertad humana que pide el acto de fe se apoya en la acción del Espíritu.

La fe de los apóstoles es la fe de la Iglesia, una, santa, católica y apostólica. Desde la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo, «cada día, en la Iglesia, Pedro continúa diciendo: ‘¡Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo!’» (San León Magno). Desde entonces hasta nuestros días, una multitud de cristianos de todas las épocas, edades, culturas, y de cualquier otra cosa que pueda establecer diferencias entre los hombres, ha proclamado unánimemente la misma fe victoriosa.

Por el bautismo y la confirmación estamos puestos en el camino del testimonio, esto es, del martirio. Es necesario que estemos atentos al “laboratorio de la fe” que el Espíritu realiza en nosotros (San Juan Pablo II), y que pidamos con humildad poder experimentar la alegría de la fe de la Iglesia.
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domingo, junio 28, 2020

Evangelio Junio 28, 2020

Día litúrgico: Domingo XIII (A) del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mt 10,37-42): En aquel tiempo, dijo Jesús a sus Apóstoles: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará.

»Quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado. Quien reciba a un profeta por ser profeta, recompensa de profeta recibirá, y quien reciba a un justo por ser justo, recompensa de justo recibirá. Y todo aquel que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, por ser discípulo, os aseguro que no perderá su recompensa».

«El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí. Quien a vosotros recibe, a mí me recibe»
P. Antoni POU OSB Monje de Montserrat - (Montserrat, Barcelona, España)

Hoy, al escuchar de boca de Jesús: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí…» (Mt 10,37) quedamos desconcertados. Ahora bien, al profundizar un poco más, nos damos cuenta de la lección que el Señor quiere transmitirnos: para el cristiano, el único absoluto es Dios y su Reino. Cada cual debe descubrir su vocación —posiblemente esta es la tarea más delicada de todas— y seguirla fielmente. Si un cristiano o cristiana tienen vocación matrimonial, deben ver que llevar a cabo su vocación consiste en amar a su familia tal como Cristo ama a la Iglesia. 

La vocación a la vida religiosa o al sacerdocio pide no anteponer los vínculos familiares a los de la fe, si con ello no faltamos a los requisitos básicos de la caridad cristiana. Los vínculos familiares no pueden esclavizar y ahogar la vocación a la que somos llamados. Detrás de la palabra “amor” puede esconderse un deseo posesivo del otro que le quita libertad para desarrollar su vida humana y cristiana; o el miedo a salir del nido familiar y enfrentarse a las exigencias de la vida y de la llamada de Jesús a seguirlo. Es esta deformación del amor la que Jesús nos pide transformar en un amor gratuito y generoso, porque, como dice san Agustín: «Cristo ha venido a transformar el amor». 

El amor y la acogida siempre serán el núcleo de la vida cristiana, hacia todos y, sobre todo, hacia los miembros de nuestra familia, porque habitualmente son los más cercanos y constituyen también el “prójimo” que Jesús nos pide amar. En la acogida a los demás está siempre la acogida a Cristo: «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe» (Mt 11,40). Debemos ver, pues, a Cristo en aquellos a quien servimos, y reconocer igualmente a Cristo servidor en quienes nos sirven.
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sábado, junio 27, 2020

Evangelio Junio 27, 2020

Día litúrgico: Sábado XII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mt 8,5-17): En aquel tiempo, al entrar en Cafarnaúm, se le acercó un centurión y le rogó diciendo: «Señor, mi criado yace en casa paralítico con terribles sufrimientos». Dícele Jesús: «Yo iré a curarle». Replicó el centurión: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano. Porque también yo, que soy un subalterno, tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: ‘Vete’, y va; y a otro: ‘Ven’, y viene; y a mi siervo: ‘Haz esto’, y lo hace». Al oír esto Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían: «Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande. Y os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los Cielos, mientras que los hijos del Reino serán echados a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes». Y dijo Jesús al centurión: «Anda; que te suceda como has creído». Y en aquella hora sanó el criado.

Al llegar Jesús a casa de Pedro, vio a la suegra de éste en cama, con fiebre. Le tocó la mano y la fiebre la dejó; y se levantó y se puso a servirle. Al atardecer, le trajeron muchos endemoniados; Él expulsó a los espíritus con una palabra, y curó a todos los enfermos, para que se cumpliera el oráculo del profeta Isaías: «Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades».

«Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano»
Rev. D. Xavier JAUSET i Clivillé - (Lleida, España)

Hoy, en el Evangelio, vemos el amor, la fe, la confianza y la humildad de un centurión, que siente una profunda estima hacia su criado. Se preocupa tanto de él, que es capaz de humillarse ante Jesús y pedirle: «Señor, mi criado yace en casa paralítico con terribles sufrimientos» (Mt 8,6). Esta solicitud por los demás, especialmente para con un siervo, obtiene de Jesús una pronta respuesta: «Yo iré a curarle» (Mt 8,7). Y todo desemboca en una serie de actos de fe y confianza. El centurión no se considera digno y, al lado de este sentimiento, manifiesta su fe ante Jesús y ante todos los que estaban allí presentes, de tal manera que Jesús dice: «En Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande» (Mt 8,10).

Podemos preguntarnos qué mueve a Jesús para realizar el milagro. ¡Cuántas veces pedimos y parece que Dios no nos atiende!, y eso que sabemos que Dios siempre nos escucha. ¿Qué sucede, pues? Creemos que pedimos bien, pero, ¿lo hacemos como el centurión? Su oración no es egoísta, sino que está llena de amor, humildad y confianza. Dice san Pedro Crisólogo: «La fuerza del amor no mide las posibilidades (...). El amor no discierne, no reflexiona, no conoce razones. El amor no es resignación ante la imposibilidad, no se intimida ante dificultad alguna». ¿Es así mi oración?

«Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo...» (Mt 8,8). Es la respuesta del centurión. ¿Son así tus sentimientos? ¿Es así tu fe? «Sólo la fe puede captar este misterio, esta fe que es el fundamento y la base de cuanto sobrepasa a la experiencia y al conocimiento natural» (San Máximo). Si es así, también escucharás: «‘Anda; que te suceda como has creído’. Y en aquella hora sanó el criado» (Mt 8,13).

¡Santa María, Virgen y Madre!, maestra de fe, de esperanza y de amor solícito, enséñanos a orar como conviene para conseguir del Señor todo cuanto necesitamos.
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viernes, junio 26, 2020

Evangelio Junio 26, 2020

Día litúrgico: Viernes XII del tiempo ordinario

Santoral  26 de Junio: San Josemaría, presbítero


Texto del Evangelio (Mt 8,1-4): En aquel tiempo, cuando Jesús bajó del monte, fue siguiéndole una gran muchedumbre. En esto, un leproso se acercó y se postró ante Él, diciendo: «Señor, si quieres puedes limpiarme». Él extendió la mano, le tocó y dijo: «Quiero, queda limpio». Y al instante quedó limpio de su lepra. Y Jesús le dice: «Mira, no se lo digas a nadie, sino vete, muéstrate al sacerdote y presenta la ofrenda que prescribió Moisés, para que les sirva de testimonio».


«Señor, si quieres puedes limpiarme»

Rev. D. Xavier ROMERO i Galdeano - (Cervera, Lleida, España)


Hoy, el Evangelio nos muestra un leproso, lleno de dolor y consciente de su enfermedad, que acude a Jesús pidiéndole: «Señor, si quieres puedes limpiarme» (Mt 8,2). También nosotros, al ver tan cerca al Señor y tan lejos nuestra cabeza, nuestro corazón y nuestras manos de su proyecto de salvación, tendríamos que sentirnos ávidos y capaces de formular la misma expresión del leproso: «Señor, si quieres puedes limpiarme» (Mt 8,2).


Ahora bien, se impone una pregunta: Una sociedad que no tiene conciencia de pecado, ¿puede pedir perdón al Señor? ¿Puede pedirle purificación alguna? Todos conocemos mucha gente que sufre y cuyo corazón está herido, pero su drama es que no siempre es consciente de su situación personal. A pesar de todo, Jesús continúa pasando a nuestro lado, día tras día (cf. Mt 28,20), y espera la misma petición: «Señor, si quieres...» (cf. Mt 8,2). No obstante, también nosotros debemos colaborar. San Agustín nos lo recuerda en su clásica sentencia: «Aquél que te creó sin ti, no te salvará sin ti». Es necesario, pues, que seamos capaces de pedir al Señor que nos ayude, que queramos cambiar con su ayuda.


Alguien se preguntará: ¿por qué es tan importante darse cuenta, convertirse y desear cambiar? Sencillamente porque, de lo contrario, seguiríamos sin poder dar una respuesta afirmativa a la pregunta anterior, en la que decíamos que una sociedad sin conciencia de pecado difícilmente sentirá deseos o necesidad de buscar al Señor para formular su petición de ayuda.


Por eso, cuando llega el momento del arrepentimiento, el momento de la confesión sacramental, es preciso deshacerse del pasado, de las lacras que infectan nuestro cuerpo y nuestra alma. No lo dudemos: pedir perdón es un gran momento de iniciación cristiana, porque es el momento en que se nos cae la venda de los ojos. ¿Y si alguien se da cuenta de su situación y no quiere convertirse? Dice un refrán popular: «No hay peor ciego que el que no quiere ver».

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jueves, junio 25, 2020

Evangelio Junio 25, 2020

Día litúrgico: Jueves XII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mt 7,21-29): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial. Muchos me dirán aquel día: ‘Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?’. Y entonces les declararé: ‘¡Jamás os conocí; apartaos de mí, agentes de iniquidad!’.

»Así pues, todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, y embistieron contra aquella casa; pero ella no cayó, porque estaba cimentada sobre roca. Y todo el que oiga estas palabras mías y no las ponga en práctica, será como el hombre insensato que edificó su casa sobre arena: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, irrumpieron contra aquella casa y cayó, y fue grande su ruina».

Y sucedió que, cuando acabó Jesús estos discursos, la gente quedaba asombrada de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas.

«No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los Cielos»
Rev. D. Joan Pere PULIDO i Gutiérrez Secretario del obispo de Sant Feliu - (Sant Feliu de Llobregat, España)

Hoy nos impresiona la afirmación rotunda de Jesús: «No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial» (Mt 7,21). Por lo menos, esta afirmación nos pide responsabilidad en nuestra condición de cristianos, al mismo tiempo que sentimos la urgencia de dar buen testimonio de la fe.

Edificar la casa sobre roca es una imagen clara que nos invita a valorar nuestro compromiso de fe, que no puede limitarse solamente a bellas palabras, sino que debe fundamentarse en la autoridad de las obras, impregnadas de caridad. Uno de estos días de junio, la Iglesia recuerda la vida de san Pelayo, mártir de la castidad, en el umbral de la juventud. San Bernardo, al recordar la vida de Pelayo, nos dice en su tratado sobre las costumbres y ministerio de los obispos: «La castidad, por muy bella que sea, no tiene valor, ni mérito, sin la caridad. Pureza sin amor es como lámpara sin aceite; pero dice la sabiduría: ¡Qué hermosa es la sabiduría con amor! Con aquel amor del que nos habla el Apóstol: el que procede de un corazón limpio, de una conciencia recta y de una fe sincera».

La palabra clara, con la fuerza de la caridad, manifiesta la autoridad de Jesús, que despertaba asombro en sus conciudadanos: «La gente quedaba asombrada de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas» (Mt 7,28-29). Nuestra plegaria y contemplación de hoy, debe ir acompañada por una reflexión seria: ¿cómo hablo y actúo en mi vida de cristiano? ¿Cómo concreto mi testimonio? ¿Cómo concreto el mandamiento del amor en mi vida personal, familiar, laboral, etc.? No son las palabras ni las oraciones sin compromiso las que cuentan, sino el trabajo por vivir según el Proyecto de Dios. Nuestra oración debería expresar siempre nuestro deseo de obrar el bien y una petición de ayuda, puesto que reconocemos nuestra debilidad.

-Señor, que nuestra oración esté siempre acompañada por la fuerza de la caridad.
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miércoles, junio 24, 2020

Evangelio Junio 24, 2020

Día litúrgico: 24 de Junio: El Nacimiento de san Juan Bautista

Texto del Evangelio (Lc 1,57-66.80): Se le cumplió a Isabel el tiempo de dar a luz, y tuvo un hijo. Oyeron sus vecinos y parientes que el Señor le había hecho gran misericordia, y se congratulaban con ella. Y sucedió que al octavo día fueron a circuncidar al niño, y querían ponerle el nombre de su padre, Zacarías, pero su madre, tomando la palabra, dijo: «No; se ha de llamar Juan». Le decían: «No hay nadie en tu parentela que tenga ese nombre». Y preguntaban por señas a su padre cómo quería que se le llamase. Él pidió una tablilla y escribió: ‘Juan es su nombre’. Y todos quedaron admirados.

Y al punto se abrió su boca y su lengua, y hablaba bendiciendo a Dios. Invadió el temor a todos sus vecinos, y en toda la montaña de Judea se comentaban todas estas cosas; todos los que las oían las grababan en su corazón, diciendo: «Pues ¿qué será este niño?». Porque, en efecto, la mano del Señor estaba con él. El niño crecía y su espíritu se fortalecía; vivió en los desiertos hasta el día de su manifestación a Israel.

«El niño crecía y su espíritu se fortalecía»
Rev. D. Joan MARTÍNEZ Porcel - (Barcelona, España)

Hoy, celebramos solemnemente el nacimiento del Bautista. San Juan es un hombre de grandes contrastes: vive el silencio del desierto, pero desde allí mueve las masas y las invita con voz convincente a la conversión; es humilde para reconocer que él tan sólo es la voz, no la Palabra, pero no tiene pelos en la lengua y es capaz de acusar y denunciar las injusticias incluso a los mismos reyes; invita a sus discípulos a ir hacia Jesús, pero no rechaza conversar con el rey Herodes mientras está en prisión. Silencioso y humilde, es también valiente y decidido hasta derramar su sangre. ¡Juan Bautista es un gran hombre!, el mayor de los nacidos de mujer, así lo elogiará Jesús; pero solamente es el precursor de Cristo.

Quizás el secreto de su grandeza está en su conciencia de saberse elegido por Dios; así lo expresa el evangelista: «El niño crecía y su espíritu se fortalecía; vivió en los desiertos hasta el día de su manifestación a Israel» (Lc 1,80). Toda su niñez y juventud estuvo marcada por la conciencia de su misión: dar testimonio; y lo hace bautizando a Cristo en el Jordán, preparando para el Señor un pueblo bien dispuesto y, al final de su vida, derramando su sangre en favor de la verdad. Con nuestro conocimiento de Juan, podemos responder a la pregunta de sus contemporáneos: «¿Qué será este niño?» (Lc 1,66).

Todos nosotros, por el bautismo, hemos sido elegidos y enviados a dar testimonio del Señor. En un ambiente de indiferencia, san Juan es modelo y ayuda para nosotros; san Agustín nos dice: «Admira a Juan cuanto te sea posible, pues lo que admiras aprovecha a Cristo. Aprovecha a Cristo, repito, no porqué tú le ofrezcas algo a Él, sino para progresar tú en Él». En Juan, sus actitudes de Precursor, manifestadas en su oración atenta al Espíritu, en su fortaleza y su humildad, nos ayudan a abrir horizontes nuevos de santidad para nosotros y para nuestros hermanos.
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martes, junio 23, 2020

Evangelio Junio 23, 2020

Día litúrgico: Martes XII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mt 7,6.12-14): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «No deis a los perros lo que es santo, ni echéis vuestras perlas delante de los puercos, no sea que las pisoteen con sus patas, y después, volviéndose, os despedacen. Por tanto, todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos; porque ésta es la Ley y los Profetas. Entrad por la entrada estrecha; porque ancha es la entrada y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la entrada y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que lo encuentran».

«No deis a los perros lo que es santo»
Diácono D. Evaldo PINA FILHO - (Brasilia, Brasil)

Hoy, el Señor nos hace tres recomendaciones. La primera, «No deis a los perros lo que es santo, ni echéis vuestras perlas delante de los puercos» (Mt 7,6), contrastes en que los “bienes” son asociados a “perlas” y lo “que es santo”; y, por otro lado, los “perros y puercos” a lo que es impuro. San Juan Crisóstomo nos enseña que «nuestros enemigos son iguales a nosotros en su naturaleza pero no en su fe». A pesar de que los beneficios terrenales son concedidos de igual manera a los dignos e indignos, no es así en lo que se refiere a las “gracias espirituales”, privilegio de aquellos que son fieles a Dios. La correcta distribución de los bienes espirituales implica un celo por las cosas sagradas.

La segunda es la llamada “regla de oro” (cf. Mt 7,12), que compendiaba todo lo que la Ley y los Profetas recomendaron, tal como ramas de un único árbol: El amor al prójimo presupone el Amor a Dios, y de Él proviene.

Hacer al prójimo lo que queremos que nos hagan implica una transparencia de acciones para con el otro, en el reconocimiento de su semejanza a Dios, de su dignidad. ¿Por qué razón deseamos el Bien para nosotros mismos? Porque lo reconocemos como medio de identificación y unión con el Creador. Siendo el Bien el único medio para la vida en plenitud, es inconcebible su ausencia en nuestra relación con el prójimo. No hay lugar para el bien donde prevalezca la falsedad y predomine el mal.

Por último, la "puerta estrecha"... El Papa Benedicto XVI nos pregunta: «¿Qué significa esta ‘puerta estrecha’? ¿Por qué muchos no pueden pasar por ella? ¿Es un pasaje reservado para algunos elegidos?». ¡No! El mensaje de Cristo «nos dice que todos podemos entrar en la vida. El pasaje es ‘estrecho’, pero abierto a todos; ‘estrecho’ porque es exigente, requiere compromiso, abnegación, mortificación del propio egoísmo».

Roguemos al Señor que realizó la salvación universal con su muerte y resurrección, que nos reúna a todos en el Banquete de la vida eterna.

«Entrad por la puerta estrecha»
+ Rev. D. Lluís ROQUÉ i Roqué (Manresa, Barcelona, España)

Hoy, Jesús nos hace tres recomendaciones importantes. No obstante, centraremos nuestra atención en la última: «Entrad por la entrada estrecha» (Mt 7,13), para conseguir la vida plena y ser siempre felices, para evitar ir a la perdición y vernos condenados para siempre.

Si echas un vistazo a tu alrededor y a tu misma existencia, fácilmente comprobarás que todo cuanto vale cuesta, y que lo que tiene un cierto nivel está sujeto a la recomendación del Maestro: como han dicho con gran profundidad los Padres de la Iglesia, «por la cruz se cumplen todos los misterios que contribuyen a nuestra salvación» (San Juan Crisóstomo). Una vez me decía, en el lecho de su agonía, una anciana que había sufrido mucho en su vida: «Padre, quien no saborea la cruz no desea el cielo; sin cruz no hay cielo».

Todo lo dicho contradice a nuestra naturaleza caída, aunque haya sido redimida. Por eso, además de enfrentarnos con nuestro natural modo de ser, tendremos que ir a contracorriente a causa del ambiente de bienestar que se fundamenta en el materialismo y en el goce incontrolado de los sentidos, que buscan —al precio de dejar de ser— tener más y más, obtener el máximo placer.

Siguiendo a Jesús —que ha dicho «Yo soy la luz del mundo. El que me siga no caminará a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12)—, nos damos cuenta que el Evangelio no nos condena a una vida oscura, aburrida e infeliz, sino todo lo contrario, pues nos promete y nos da la felicidad verdadera. No hay más que repasar las Bienaventuranzas y mirar a aquellos que, después de entrar por la puerta estrecha, han sido felices y han hecho dichosos a los demás, obteniendo —por su fe y esperanza en Aquel que no defrauda— la recompensa de la abnegación: «El ciento por uno en el presente y la vida eterna en el futuro» (Lc 18,30). El “sí” de María está acompañado por la humildad, la pobreza, la cruz, pero también por el premio a la fidelidad y a la entrega generosa.
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lunes, junio 22, 2020

Evangelio Junio 22, 2020

Día litúrgico: Lunes XII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mt 7,1-5): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados, y con la medida con que midáis se os medirá. ¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu ojo? ¿O cómo vas a decir a tu hermano: ‘Deja que te saque la brizna del ojo’, teniendo la viga en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la brizna del ojo de tu hermano».

«Con el juicio con que juzguéis seréis juzgados, y con la medida con que midáis se os medirá»
Rev. D. Jordi POU i Sabater - (Sant Jordi Desvalls, Girona, España)

Hoy, el Evangelio me ha recordado las palabras de la Mariscala en El caballero de la Rosa, de Hug von Hofmansthal: «En el cómo está la gran diferencia». De cómo hagamos una cosa cambiará mucho el resultado en muchos aspectos de nuestra vida, sobre todo, la espiritual.

Jesús dice: «No juzguéis, para que no seáis juzgados» (Mt 7,1). Pero Jesús también había dicho que hemos de corregir al hermano que está en pecado, y para eso es necesario haber hecho antes algún tipo de juicio. San Pablo mismo en sus escritos juzga a la comunidad de Corinto y san Pedro condena a Ananías y a su esposa por falsedad. A raíz de esto, san Juan Crisóstomo justifica: «Jesús no dice que no hemos de evitar que un pecador deje de pecar, hemos de corregirlo sí, pero no como un enemigo que busca la venganza, sino como el médico que aplica un remedio». El juicio, pues, parece que debiera hacerse sobre todo con ánimo de corregir, nunca con ánimo de venganza.

Pero todavía más interesante es lo que dice san Agustín: «El Señor nos previene de juzgar rápida e injustamente (...). Pensemos, primero, si nosotros no hemos tenido algún pecado semejante; pensemos que somos hombres frágiles, y [juzguemos] siempre con la intención de servir a Dios y no a nosotros». Si cuando vemos los pecados de los hermanos pensamos en los nuestros, no nos pasará, como dice el Evangelio, que con una viga en el ojo queramos sacar la brizna del ojo de nuestro hermano (cf. Mt 7,3).

Si estamos bien formados, veremos las cosas buenas y las malas de los otros, casi de una manera inconsciente: de ello haremos un juicio. Pero el hecho de mirar las faltas de los otros desde los puntos de vista citados nos ayudará en el cómo juzguemos: ayudará a no juzgar por juzgar, o por decir alguna cosa, o para cubrir nuestras deficiencias o, sencillamente, porque todo el mundo lo hace. Y, para acabar, sobre todo tengamos en cuenta las palabras de Jesús: «Con la medida con que midáis se os medirá» (Mt 7,2).
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domingo, junio 21, 2020

Evangelio Junio que 21, 2020

Día litúrgico: Domingo XII (A) del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mt 10,26-33): En aquel tiempo, dijo Jesús a sus Apóstoles: «No tengáis miedo a los hombres. Pues no hay nada encubierto que no haya de ser descubierto, ni oculto que no haya de saberse. Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde los terrados.

»Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna. ¿No se venden dos pajarillos por un as? Pues bien, ni uno de ellos caerá en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No temáis, pues; vosotros valéis más que muchos pajarillos.

»Porque todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos».

«No temáis a los que matan el cuerpo»
P. Antoni POU OSB Monje de Montserrat - (Montserrat, Barcelona, España)

Hoy, después de elegir a los doce, Jesús los envía a predicar y los instruye. Les advierte acerca de la persecución que posiblemente sufrirán y les aconseja cuál debe ser su actitud: «No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna» (Mt 10,28). El relato de este domingo desarrolla el tema de la persecución por Cristo con un estilo que recuerda la última Bienaventuranza del Sermón de la Montaña (cf. Mt 5,11).

El discurso de Jesús es paradójico: por un lado dice dos veces “no temáis”, y nos presenta un Padre providente que tiene solicitud incluso por los pajarillos del campo; pero por otra parte, no nos dice que este Padre nos ahorre las contrariedades, más bien lo contrario: si somos seguidores suyos, muy posiblemente tendremos la misma suerte que Él y los demás profetas. ¿Cómo entender esto, pues? La protección de Dios es su capacidad de dar vida a nuestra persona (nuestra alma), y proporcionarle felicidad incluso en las tribulaciones y persecuciones. Él es quien puede darnos la alegría de su Reino que proviene de una vida profunda, experimentable ya ahora y que es prenda de vida eterna: «Por todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos» (Mt 10,32).

Confiar en que Dios estará junto a nosotros en los momentos difíciles nos da valentía para anunciar las palabras de Jesús a plena luz, y nos da la energía capaz de obrar el bien, para que por medio de nuestras obras la gente pueda dar gloria al Padre celestial. Nos enseña san Anselmo: «Hacedlo todo por Dios y por aquella feliz y eterna vida que nuestro Salvador se digna concederos en el cielo».
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sábado, junio 20, 2020

Evangelio Junio 20, 2020

Día litúrgico: El Corazón Inmaculado de María (Sábado después del Domingo II después de Pentecostés)

Texto del Evangelio (Lc 2,41-51): Los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén a la fiesta de la Pascua. Cuando tuvo doce años, subieron ellos como de costumbre a la fiesta y, al volverse, pasados los días, el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin saberlo sus padres. Pero creyendo que estaría en la caravana, hicieron un día de camino, y le buscaban entre los parientes y conocidos; pero al no encontrarle, se volvieron a Jerusalén en su busca.

Y sucedió que, al cabo de tres días, le encontraron en el Templo sentado en medio de los maestros, escuchándoles y preguntándoles; todos los que le oían, estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas. Cuando le vieron, quedaron sorprendidos, y su madre le dijo: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando». Él les dijo: «Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?». Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio. Bajó con ellos y vino a Nazaret, y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón.

«Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón»
Rev. D. Jordi PASCUAL i Bancells - (Salt, Girona, España)

Hoy celebramos la memoria del Corazón Inmaculado de María. Un corazón sin mancha, lleno de Dios, abierto totalmente a obedecerle y escucharle. El corazón, en el lenguaje de la Biblia, se refiere a lo más profundo de la persona, de donde emanan todos sus pensamientos, palabras y obras. ¿Qué emana del corazón de María? Fe, obediencia, ternura, disponibilidad, espíritu de servicio, fortaleza, humildad, sencillez, agradecimiento, y toda una estela inacabable de virtudes.

¿Por qué? La respuesta la encontramos en las palabras de Jesús: «Donde está tu tesoro allí estará tu corazón» (Mt 6,21). El tesoro de María es su Hijo, y en Él tiene puesto todo su corazón; los pensamientos, palabras y obras de María tienen como origen y como fin contemplar y agradar al Señor.

El Evangelio de hoy nos da una buena muestra de ello. Después de narrarnos la escena del niño Jesús perdido y hallado en el templo, nos dice que «su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón» (Lc 2,51). San Gregorio de Nisa comenta: «Dios se deja contemplar por los que tienen el corazón purificado». ¿Qué guarda María en su corazón? Desde la Encarnación hasta la Ascensión de Jesús al cielo, pasando por las horas amargas del Calvario, son tantos y tantos recuerdos meditados y profundizados: la alegría de la visita del ángel Gabriel manifestándole el designio de Dios para Ella, el primer beso y el primer abrazo a Jesús recién nacido, los primeros pasos de su Hijo en la tierra, ver cómo iba creciendo en sabiduría y en gracia, su “complicidad” en las bodas de Caná, las enseñanzas de Jesús en su predicación, el dolor salvador de la Cruz, la esperanza en el triunfo de la Resurrección... 

Pidámosle a Dios tener el gozo de amarle cada día de un modo más perfecto, con todo el corazón, como buenos hijos de la Virgen.
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viernes, junio 19, 2020

Evangelio Junio 19, 2020


Día litúrgico: Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús (A)


Texto del Evangelio (Mt 11,25-30): En aquel tiempo, tomando Jesús la palabra, dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. 

»Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera».


«Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso»

Rev. D. Antoni DEULOFEU i González - (Barcelona, España)


Hoy, cuando nos encontremos cansados por el quehacer de cada día —porque todos tenemos cargas pesadas y a veces difíciles de soportar— pensemos en estas palabras de Jesús: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso» (Mt 11,28). Reposemos en Él, que es el único que nos puede descansar de todo lo que nos preocupa, y así encontrar la paz y todo el amor que no siempre nos da el mundo.


El descanso auténticamente humano necesita una dosis de “contemplación”. Si elevamos los ojos al cielo y rogamos con el corazón, y somos sencillos, seguro que encontraremos y veremos a Dios, porque allí está («Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo»: Mt 11,25). Pero no sólo está allí, encontrémosle también en el “suave yugo” de las pequeñas cosas de cada día: veámoslo en la sonrisa de aquel niño pequeño lleno de inocencia, en la mirada agradecida de aquel enfermo que hemos visitado, en los ojos de aquel pobre que nos pide nuestra ayuda, nuestra bondad…


Reposemos todo nuestro ser, y confiémonos plenamente a Dios que es nuestra única salvación y salvación del mundo. Tal como lo recomendaba San Juan Pablo II, para reposar verdaderamente, nos es necesario dirigir «una mirada llena de gozosa complacencia [al trabajo bien hecho]: una mirada “contemplativa”, que ya no aspira a nuevas obras, sino más bien a gozar de la belleza de lo que se ha realizado» en la presencia de Dios. A Él, además, hay que dirigirle una acción de gracias: todo nos viene del Altísimo y, sin Él, nada podríamos hacer.


Precisamente, uno de los grandes peligros actuales es que «el nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que frecuentemente desemboca en el activismo, con el fácil riesgo del “hacer por hacer”. Hemos de resistir esta tentación buscando “ser” antes que “hacer”» (San Juan Pablo II). Porque, en realidad, como nos dice Jesús, sólo hay una cosa necesaria (cf. Lc 10,42): «Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí (…) y hallaréis descanso para vuestras almas» (Mt 11,29).

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jueves, junio 18, 2020

Evangelio Junio 18, 2020


Día litúrgico: Jueves XI del tiempo ordinario


Texto del Evangelio (Mt 6,7-15): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No seáis como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo.

»Vosotros, pues, orad así: ‘Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre; venga tu Reino; hágase tu Voluntad así en la tierra como en el cielo. Nuestro pan cotidiano dánosle hoy; y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores; y no nos dejes caer en tentación, mas líbranos del mal’. Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas».


«Vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo»

Rev. D. Emili MARLÉS i Romeu - (Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)


Hoy, el Señor nos quiere ayudar a crecer en un tema central de nuestra vida cristiana: la oración. Nos advierte que no recemos como los paganos que intentan convencer a Dios sobre aquello que quieren. Muchas veces pretendemos conseguir lo que deseamos a través de la insistencia, haciéndonos “pesados” a Dios, creyendo que conseguiremos hacernos escuchar con nuestra verborrea. El Señor nos recuerda que el Padre está constantemente solícito de nuestra vida y que, en todo momento, él sabe lo que necesitamos antes de que se lo pidamos (cf. Mt 6,8). ¿Vivimos con esta confianza? ¿Tengo la conciencia de que el Padre me lava los pies continuamente y que sabe mejor que nadie lo que necesito en cada momento (en las cosas grandes y en las pequeñas)?


Jesús nos abre un nuevo horizonte de plegaria: la oración de quienes se dirigen a Dios con la conciencia de hijos. El tipo de relación que tengo con una persona determina la manera en la que le pido las cosas, y también aquello que puedo esperar de ella. De un padre, y especialmente del Padre celestial, lo puedo esperar todo y sé que tiene cuidado de mi vida. Por eso Jesús, que vive siempre como un auténtico hijo, nos dice «no estéis preocupados por vuestra vida: qué vais a comer» (Mt 6,25). ¿Realmente tengo esta conciencia de hijo? ¿Me dirijo a Dios con la misma familiaridad con que lo hago con mi padre o mi madre?


Después, Jesús nos abre su corazón, y nos enseña cómo es su relación/plegaria con el Padre para que la hagamos también nuestra. Con la oración del “Padrenuestro” Jesús nos enseña a vivir como hijos. San Cipriano tiene un conocido comentario al “Padrenuestro”, en el que nos dice: «Debemos recordar y saber que, cuando llamamos “Padre” a Dios, tenemos que obrar como hijos suyos, a fin de que él se complazca en nosotros, como nosotros nos complacemos de tenerlo por Padre».


«Si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial»

+ Rev. D. Joan MARQUÉS i Suriñach - (Vilamarí, Girona, España)


Hoy, Jesús nos propone un ideal grande y difícil: el perdón de las ofensas. Y establece una medida muy razonable: la nuestra: «Si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas» (Mt 6,14-15). En otro lugar había mostrado la regla de oro de la convivencia humana: «Tratad a los demás como queráis que ellos os traten a vosotros» (Mt 7,12).


Queremos que Dios nos perdone y que los demás también lo hagan; pero nosotros nos resistimos a hacerlo. Cuesta pedir perdón; pero darlo todavía cuesta más. Si fuéramos humildes de veras, no nos sería tan difícil; pero el orgullo nos lo hace trabajoso. Por eso podemos establecer la siguiente ecuación: a mayor humildad, mayor facilidad; a mayor orgullo, mayor dificultad. Esto te dará una pista para conocer tu grado de humildad.


Acabada la guerra civil española (año 1939), unos sacerdotes excautivos celebraron una Misa de acción de gracias en la iglesia de Els Omells. El celebrante, tras las palabras del Padrenuestro «perdona nuestras ofensas», se quedó parado y no podía continuar. No se veía con ánimos de perdonar a quienes les habían hecho padecer tanto allí mismo en un campo de trabajos forzados. Pasados unos instantes, en medio de un silencio que se podía cortar, retomó la oración: «así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Después se preguntaron cuál había sido la mejor homilía. Todos estuvieron de acuerdo: la del silencio del celebrante cuando rezaba el Padrenuestro. Cuesta, pero es posible con la ayuda del Señor.


Además, el perdón que Dios nos da es total, llega hasta el olvido. Marginamos muy pronto los favores, pero las ofensas... Si los matrimonios las supieran olvidar, se evitarían y se podrían solucionar muchos dramas familiares.


Que la Madre de misericordia nos ayude a comprender a los otros y a perdonarlos generosamente.

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