Manifestación del Verbo de Dios a los hombres
Martirologio Romano: Transcurrido muchos siglos desde la creación del mundo, cuando en el principio Dios creó el cielo y la tierra y plasmó al hombre a su imagen; y muchos siglos desde cuando, después del diluvio, el Altísimo hizo resplandecer entre las nubes el arco iris, signo de alianza y de paz; veintiun siglo después que Abrahám, nuestro padre en la fe, emigró de la tierra de Ur de los Caldeos; trece siglos después de la salida del pueblo de Israel de Egipto bajo la guía de Moisés; cerca de mil años después la unción real de David; en la sesenta y cinco semana según la profecía de Daniel; en la época de la cientonoventa y cuatro Olimpiada; en el año setecientos cincuenta y dos de la fundación de Roma; en el cuarentasegundo año del imperio de Cesar Octaviano Augusto, mientras sobre toda la tierra reinaba la paz, Jesucristo, Dios eterno e Hijo del eterno Padre, queriendo santificar el mundo con su venida, concebido por obra del Espíritu Santo, pasados nueve meses, nació en Belén de Juda de la Virgen Maria, hecho hombre: Nacimiento de nuestro Señor Jesucristo según la carne.
Pasados innumerables siglos desde de la creación del mundo, cuando en el principio Dios creó el cielo y la tierra y formó al hombre a su imagen; después también de muchos siglos, desde que el Altísimo pusiera su arco en las nubes tras el diluvio como signo de alianza y de paz; veintiún siglos después de la emigración de Abrahán, nuestro padre en la fe, de Ur de Caldea; trece siglos después de la salida del pueblo de Israel de Egipto bajo la guía de Moisés; cerca de mil años después de que David fuera ungido como rey; en la semana sesenta y cinco según la profecía de Daniel; en la Olimpíada ciento noventa y cuatro, el año setecientos cincuenta y dos de la fundación de la Urbe, el año cuarenta y dos del imperio de César Octavio Augusto; estando todo el orbe en paz, Jesucristo, Dios eterno e Hijo del eterno Padre, queriendo consagrar el mundo con su piadosísima venida, concebido del Espíritu Santo, nueve meses después de su concepción, nace en Belén de Judea, hecho hombre, de María Virgen: la Natividad de nuestro Señor Jesucristo según la carne.
Oración:
Oh Dios, que de modo admirable has creado al hombre a tu imagen y semejanza, y de un modo más admirable todavía restableciste su dignidad por Jesucristo, concédenos compartir la vida divina de aquel que hoy se ha dignado compartir con el hombre la condición humana. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén (oración litúrgica).
¿Qué día concreto del año nació el Señor? Es imposible para nosotros saberlo, no se ha conservado ningún documento extrabiblico que dé una precisión al respecto, y los evangelios -siempre parcos y ajustados a los mínimos datos indispensables para la proclamación de la fe- no dan el gusto a nuestros «deseos biografistas», así que no tenemos ni manera de saber, ni de deducir en qué fecha habrá nacido. Gracias a algunas indicaciones del capítulo 2 de San Lucas, podemos calcular que el nacimiento se produjo entre el año 8 y el 6 aC., es decir, una diferencia de entre 6 y 8 años del cálculo realizado por Donisio el Exiguo en el siglo VI basándose en Lc 3,1 (y que dio lugar a nuestra división en «antes de Cristo» y «después de Cristo»). A pesar de este error en las cuentas, el año «752 ab Urbe condita» (es decir, desde la fundación de Roma) ha quedado como marca simbólica del cambio de era.
La fecha del 25 de diciembre en la que lo celebramos en la actualidad está ya atestiguada en documentos del siglo IV (el Cronógrafo del 354), superponiendo el nacimiento del «Sol de Justicia» (símbolo bíblico proveniente de Malaquías 3,20) a la celebración pagana del solsticio de invierno en Roma, con las fiestas Saturnales, que daban, junto con las celebraciones de dios persa Mitra -muy apreciado en Roma- unos días antes, un color festivo peculiar a toda esta semana. Una costumbre de las Saturnales era que los esclavos, por ese día, se sentaban a la mesa de su dueño y comían como personas libres.
Fue sin duda el conjunto de resonancias simbólicas, esta libertad de los esclavos, junto con el comienzo del nuevo vigor solar, junto con la costumbre ya arraigada del fasto divino en estos días, lo que fue llevando a que los cristianos le dieran su peculiar color a este día, hasta reemplazar por completo el origen pagano. Incluso no debe descartarse que la noche del 24 fuera la más apta para que los cristianos consideraran celebrarar el Nacimiento, ya que esa noche era la única sin dioses paganos, puesto que la fiesta de Mitra habia terninado el 23 y Saturno venía el 25, por lo tanto en clave cristiana podía ser considerada una «noche buena». Naturalmente esto es hipótesis, ya que carecemos de documentos que nos cuenten de primera mano cómo y por qué los cristianos reemplazaron la fiesta romana por su propia fiesta. De hecho, en la iglesia de Oriente esta fecha no cuajó nunca, celebrándose más bien la Epifanía (manifestación), el 6 de enero, que aglutina en una fecha única el acontecimiento de la manifestación de Jesús en carne y de la adoración de los pobres y de los paganos.
Sobre la Kalenda de Navidad, es decir, la proclama con la que comienza el martirologio de hoy ("Pasados innumerables siglos...") puede leerse el texto de Alejandro Olivar, pág 22ss, que comenta la versión anterior a la reforma del Martirologio del 2001, pero cuyos elementos están en el origen de la versión actual.
Lo cierto es que los símbolos tienen una vida enteramente propia, que no coincide con lo que queremos racionalmente hacer con ellos. Puede ser que alguien se esfuerce en que «armar el belén» sea una tradición, o que un otro se esfuerce por «quitar crucifijos del espacio público», pero esos esfuerzos nada pueden, absolutamente nada, contra la vida de unos símbolos que nacen, se desarrollan, se transforman, mutan, se resignifican, y también a veces mueren, sin que podamos controlarlos con nuestro poder.
Para el cristiano el 25 de diciembre es la Navidad, pero es mucho más que la navidad de los regalos, de los encuentros familiares -a veces un poco forzados-, de los villancicos y los belenes; sin dejar de ser también todo eso, como fruto de alegría y gratuidad del Nacimiento por excelencia, es por sobre todo la fiesta del misterio de la Encarnación, de ese prodigio admirable, y casi innombrable de un Dios creador del hombre que se have su propia creatura, se have hombre. Tan grande y difícil de formular es este misterio que la misa de Navidad se expande en tres direcciones, y efectivamente ese día hay tres misas que son distintas entre sí: la misa de medianoche (llamada normalmente «Misa de gallo»), la de la aurora, y la del día, que evocan tres aspectos del misterio, que podemos encontrar claramente expuestos en cada unos de los evangelios que se leen en la misa:
-La manifestación gloriosa de Dios en la carne del hombre, escondida a los poderosos y comunicada a los pobres y humildes (Lucas 2,1-14, misa de la noche).
-La humildad de la carne que «muestra y oculta», así que sólo puede verlo y glorirse de ello quien presta atención a lo que «se ha dicho», como los pastores de Belén, que se maravillaban con lo que habían visto y oído (Lucas, 2,15-20, misa de la aurora).
-El misterio eterno de la Encarnación, que elige un momento de la historia, un pueblo particular, unos protagonistas concretos para realizaar un designio y plan escondido desde toda la eternidad (Juan 1,1-18, misa del día).
Todas las lecturas, oraciones y prefacios en la misa, y las antífonas y lecturas en al liturgia de las horas giran a lo largo de este día en torno a estos acentos. Lo que queda claro es que no se trata en ningún caso de la celebración del «cumpleaños de Jesús» en el sentido en que recordamos de cada persona un acontecimiento que se hunde en el pasado; no es la irrupcion de Jesús en aquel momento lejano de la historia humana, sino la irrupción hoy de un Dios que manifiesta toda su plenitud en la realización del plan eterno de ser engendrado en el seno de su propia creatura.
La carta de un amigo es reconfortante, pero lo es mucho más su presencia; un pagaré es útil, pero su pago lo es en mayor grado; las flores son bellas, pero las supera la hermosura de su fruto. Los antiguos padres recibieron las amistosas misivas de Dios, nosotros gozamos de su presencia; ellos tuvieron su promesa, nosotros el cumplimiento; ellos el pagaré, nosotros el pago. Solamente amor nos pide Dios como tributo particular para celebrar este misterio; sólo ese pago pide a cambio de todo lo que ha hecho y de lo que ha sufrido por nosotros. «¡Hijos! -nos llama- ¡Dadme vuestro corazón!» Amarle es nuestra suprema felicidad y la más alta dignidad de la criatura humana. (San Pedro Crisólogo, citado por Butler).
El establecimiento en Roma a mediados del siglo IV del 25 de diciembre como fecha de celebración del Nacimiento, y su extensión a las restantes iglesias, queda apenas esbozado en este escrito. Sobre el tema conviene leer el artículo del Butler-Guinea, tomo IV, pág. 609 y ss., con su bibliografía, en parte vigente.
Los textos de Lucas y Mateo que se refieren al nacimiento están cargados de problemas históricos y teológicos. Una mirada histórica la muestra John Meier en «Un Judio Marginal», tomo I, especialmente Cap. 8, pág 219ss., Verbo Divino, 1998; la problemática desde un punto de vista más teológico puede verse en R. Brown, «El nacimiento del Mesías», Cristiandad, 1982. Charles Perrot tiene un Cuaderno Bíblico (nº 18) dedicado al tema de «Los relatos de la infancia de Jesús», Verbo Divino, 1980, que puede resultar interesante para quien nunca ha tomado contacto con la problemática literaria de los evangeliso de infancia de Mateo y Lucas; Meier y Brown pueden resultar abrumadores para empezar.
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