Santos Potino, Obispo y Blandina con cuarenta y seis compañeros, Mártires
Junio 2
†: 177 - país: Francia
otras formas del nombre: Photino, Pothinos, Fotino, Mártires de Lyon
canonización: pre-congregación
En Lyon, en la Galia, santos mártires Potino, obispo, Blandina y cuarenta y seis compañeros, cuyo valeroso y reiterado combate, que tuvo lugar en tiempo del emperador Marco Aurelio, está atestiguado en la carta que la Iglesia de Lyon envió a las Iglesias de Asia y Frigia.
El obispo Potino, ya nonagenario, falleció al poco de ser encarcelado, y algunos otros también murieron en prisión, mientras que los restantes fueron expuestos como espectáculo en el anfiteatro, ante miles de personas, donde los que eran ciudadanos romanos perecieron decapitados y los demás entregados a las fieras.
Por último, Blandina, reservada para un combate más cruel y prolongado, después de haber estado alentando a sus compañeros, les siguió a la gloria al ser también decapitada, tras padecer prolongadas y crueles torturas. Estos son los nombres: Zacarías, presbítero, Vecio Epagato, Macario, Asclibíades, Silvio, Primo, Ulpio, Vital, Comino, Octubre, Filomeno, Gemino, Julia, Albina, Grata, Emilia, Potamia, Pompeya, Rodana, Biblis, Quarcia, Materna, Helpis; Santo, diácono; Maturo, neófito; Atalo de Pérgamo, Alexander de Frigia, Pontico, Justo, Aristeo, Cornelio, Zosimo, Tito, Julio, Zotico, Apolonio, Geminiano, otra Julia, Ausona, otra Emilia, Jamnica, otra Pompeya, Domna, Justa, Trófima y Antonia.
La carta donde se relatan los sufrimientos de los mártires de Vienne y de
Lyon, durante la terrible persecución de Marco Aurelio, en el año 177, ha sido
calificada por un eminente escritor francés, como «la perla de la literatura
cristiana en el segundo siglo». Los sobrevivientes de la matanza dirigieron
aquella carta a las Iglesias de Asia y de Frigia; gracias a Eusebio de Cesárea,
se conservó para la posteridad. Su mayor mérito radica en su irrefutable
autenticidad, en su interés intrínseco y en el excelso espíritu cristiano que
hay en ella. Además, nos ha proporcionado la prueba más antigua sobre la
existencia de una comunidad de la Iglesia católica en las Galias. La ciudad de
Lyon, sobre la orilla derecha del Ródano, y Vienne, en la ribera izquierda,
marcaban los límites occidentales en la ruta comercial hacia el oriente y, sus
congregaciones cristianas comprendían a muchos griegos y levantinos, incluyendo
a su obispo Potino, quien era posiblemente el más anciano de toda la comunidad,
puesto que su sucesor, san Ireneo, al hablar de él, afirma que «era de los que
escuchó a los que habían visto a los apóstoles».
«Es imposible haceros llegar con palabras o por escrito -dice el preámbulo
de la carta- la magnitud de las tribulaciones, el furor de los herejes contra
los santos y todo lo que soportaron los benditos mártires». La persecución
comenzó extraoficialmente con el ostracismo social a los cristianos: «y se nos
excluía de las casas, de los baños y del mercado»; prosiguió con la violencia
popular: se les apedreaba, atrepellaba, golpeaba, insultaba «y todo lo que una
muchedumbre enfurecida gusta de hacer a los que odia»; después, la persecución
se inició oficialmente: «Los cristianos prominentes fueron llevados al foro,
interrogados en público y sumariamente condenados a prisión.
La forma tan injusta con que el magistrado trató a los que comparecían ante él, provocó la indignación de un joven cristiano, llamado Vetio Epagatho, quien, levantándose entre el auditorio, pidió que se le permitiera defender a sus hermanos contra los cargos de traición y de impiedad que se les imputaban. Al ver la audacia de aquel joven, muy bien conocido en la ciudad, el juez le preguntó si también él era cristiano. La firme respuesta afirmativa de Vetio le valió una promoción en su dignidad y fue a ocupar su puesto en las filas de los mártires. A esta conmoción sucedió un período de crisis que puso a prueba la serenidad de los que estaban encerrados y el celo de algunos valientes que acudían a consolar a los prisioneros».
En esos días, cedieron más o menos diez de los confesores, incapaces de soportar por más tiempo la tensión en que vivían. «Entonces se apoderó de nosotros una gran inquietud -prosigue la carta- no por temor a los tormentos que seguramente nos aguardaban, sino porque aún veíamos lejano el fin de la jornada y nos preocupaba la idea de que otros de los nuestros pudieran fallar. Sin embargo, todos los días llegaban a la prisión aquellos que tenían méritos para ocupar el sitio que los desertores dejaban vacante, hasta que estuvieron reunidos en el calabozo, los miembros más virtuosos y activos de nuestras dos Iglesias» [es decir: Lyon y Vienne].
La forma tan injusta con que el magistrado trató a los que comparecían ante él, provocó la indignación de un joven cristiano, llamado Vetio Epagatho, quien, levantándose entre el auditorio, pidió que se le permitiera defender a sus hermanos contra los cargos de traición y de impiedad que se les imputaban. Al ver la audacia de aquel joven, muy bien conocido en la ciudad, el juez le preguntó si también él era cristiano. La firme respuesta afirmativa de Vetio le valió una promoción en su dignidad y fue a ocupar su puesto en las filas de los mártires. A esta conmoción sucedió un período de crisis que puso a prueba la serenidad de los que estaban encerrados y el celo de algunos valientes que acudían a consolar a los prisioneros».
En esos días, cedieron más o menos diez de los confesores, incapaces de soportar por más tiempo la tensión en que vivían. «Entonces se apoderó de nosotros una gran inquietud -prosigue la carta- no por temor a los tormentos que seguramente nos aguardaban, sino porque aún veíamos lejano el fin de la jornada y nos preocupaba la idea de que otros de los nuestros pudieran fallar. Sin embargo, todos los días llegaban a la prisión aquellos que tenían méritos para ocupar el sitio que los desertores dejaban vacante, hasta que estuvieron reunidos en el calabozo, los miembros más virtuosos y activos de nuestras dos Iglesias» [es decir: Lyon y Vienne].
«El gobernador había dado órdenes estrictas para que ninguno de nosotros
escapase y, a fin de que no pudiésemos recibir ayuda, muchos de nuestros
servidores paganos fueron encarcelados también. Como nuestros esclavos tenían
miedo de que se les infligieran las mismas torturas que a los santos, fueron
instigados por Satanás y por los soldados a lanzar acusaciones de que comíamos
carne humana, lo mismo que Tiestes, de que cometíamos incestos, como Edipo, y de
otras atrocidades sobre las que ni siquiera nos estaba permitido pensar sin
quebrantar la ley, y que nos parecía increíble que alguna vez hubiesen sido
cometidas por los hombres. Al hacerse públicas aquellas cosas, las gentes se
irritaron contra nosotros, aun algunas que nos habían demostrado su amistad...
El furor de la plebe, del gobernador y de los soldados se descargó con toda su fuerza sobre Santos, un diácono de Vienne; sobre Maturo, a quien apenas acababan de bautizar, pero que demostró ser noble luchador; sobre Átalo, natural de Pérgamo, quien siempre había sido un pilar de nuestra Iglesia; y sobre Blandina, la esclava en quien Cristo puso de manifiesto que los seres pequeños, pobres y despreciables para los hombres, tienen muy alto valor a los ojos de Dios, quien los reclama para Su gloria, puesto que Su amor está centrado en la verdad y no en las apariencias. Viéndola como frágil mujer según la carne, a ella que fue una atleta entre los mártires, nos embargó el temor de que Blandina, por simple debilidad corporal, no pudiese llegar a hacer su confesión con firmeza; pero fue dotada con un poder tan grande, que no desmayó, aun cuando los verdugos que la torturaron de la mañana a la noche se fatigaron hasta el extremo de caer rendidos». Todos quedaron maravillados de que Blandina pudiese sobrevivir con todo su cuerpo desgarrado y roto. Pero ella, en medio de los sufrimientos, parecía hacer acopio de bienestar y de paz, al repetir continuamente estas palabras: 'Soy cristiana; nada malo se have entre nosotros'. También el diácono Santos soportó crueles tormentos con un valor indoblegable. A todas las preguntas que se le hicieron, dio la misma respuesta: 'Soy cristiano'. Agotadas en él todas las formas conocidas de tortura, se le aplicaron las hojas de las espadas, calentadas al rojo vivo, en las partes más tiernas de su cuerpo, hasta dejarlas tumefactas, convertidas en una masa informe de carne macerada. Tres días después, cuando el mártir había recuperado el conocimiento, se repitió la tortura.»
El furor de la plebe, del gobernador y de los soldados se descargó con toda su fuerza sobre Santos, un diácono de Vienne; sobre Maturo, a quien apenas acababan de bautizar, pero que demostró ser noble luchador; sobre Átalo, natural de Pérgamo, quien siempre había sido un pilar de nuestra Iglesia; y sobre Blandina, la esclava en quien Cristo puso de manifiesto que los seres pequeños, pobres y despreciables para los hombres, tienen muy alto valor a los ojos de Dios, quien los reclama para Su gloria, puesto que Su amor está centrado en la verdad y no en las apariencias. Viéndola como frágil mujer según la carne, a ella que fue una atleta entre los mártires, nos embargó el temor de que Blandina, por simple debilidad corporal, no pudiese llegar a hacer su confesión con firmeza; pero fue dotada con un poder tan grande, que no desmayó, aun cuando los verdugos que la torturaron de la mañana a la noche se fatigaron hasta el extremo de caer rendidos». Todos quedaron maravillados de que Blandina pudiese sobrevivir con todo su cuerpo desgarrado y roto. Pero ella, en medio de los sufrimientos, parecía hacer acopio de bienestar y de paz, al repetir continuamente estas palabras: 'Soy cristiana; nada malo se have entre nosotros'. También el diácono Santos soportó crueles tormentos con un valor indoblegable. A todas las preguntas que se le hicieron, dio la misma respuesta: 'Soy cristiano'. Agotadas en él todas las formas conocidas de tortura, se le aplicaron las hojas de las espadas, calentadas al rojo vivo, en las partes más tiernas de su cuerpo, hasta dejarlas tumefactas, convertidas en una masa informe de carne macerada. Tres días después, cuando el mártir había recuperado el conocimiento, se repitió la tortura.»
Entre los renegados que seguían en la prisión con la esperanza de que
consiguieran alguna prueba condenatoria en contra de sus antiguos cofrades,
estaba una mujer llamada Biblis, de reconocida fragilidad y timidez. Sin
embargo, cuando fue sometida a la tortura, «pareció despertar de un profundo
sueño y, en seguida, desmintió rotundamente a los calumniadores con estas
palabras: '¿Acaso podéis acusar de comer niños a los que tienen prohibido hasta
probar la sangre de las bestias?' Desde aquel momento, Biblis se confesó
cristiana y fue agregada a la compañía de los mártires».
Muchos de los prisioneros, sobre todo los jóvenes sin experiencias previas,
murieron en la cárcel a causa de las torturas, del ambiente infecto que
respiraban, o por las brutalidades de los carceleros; pero algunos otros que ya
habían sufrido terriblemente y parecían hallarse a punto de sucumbir,
permanecieron con vida para consolar a los demás. El obispo Potino, a pesar de
sus noventa años y sus múltiples achaques, fue arrastrado hacia el tribunal por
la calle abierta entre el populacho. El gobernador le preguntó quién era el Dios
de los cristianos, a lo que el obispo repuso serenamente: «Si fueras digno de
conocerlo, ya lo sabrías». Inmediatamente fue golpeado con las manos, los pies y
los palos, hasta perder la conciencia. Dos días más tarde, murió en la prisión.
Los cristianos que aún quedaban vivos, fueron martirizados de distintas maneras.
Para decirlo con las bellas palabras de la carta: «Entre todos ofrendaron al
Padre una sola guirnalda, pero tejida con diversos colores y toda clase de
flores. Era necesario que los nobles guerreros hicieran frente a los más
variados conflictos y salieran siempre triunfantes para obtener el derecho de
recibir, al lin de la jornada, el premio supremo de la vida eterna».
Maturo, Santos, Blandina y Átalo fueron arrojados a las fieras en el
anfiteatro. Maturo y Santos fueron obligados a participar en luchas con manoplas
y látigos, enfrentados a las fieras y maltratados en todas las formas que el
público exigía. Por fin, se les sujetó a las sillas de hierro que se fueron
calentando gradualmente, hasta que el olor de sus carnes asadas hartó el olfato
de la multitud. Pero no hubo flaqueza en su valor, ni se consiguió convencer a
Santos para que dijera otras palabras, fuera de las que había usado en su
confesión desde un principio. Durante todo aquel día, los mártires no sólo
proporcionaron el entretenimiento que reclamaba el público del circo, sino un
espectáculo para el mundo y después, se les permitió, por fin, ofrendar sus
vidas. Pero el fin misericordioso no había llegado aún para Blandina. A ella se
le colgó de un travesaño para que fuera presa fácil de las fieras hambrientas.
El espectáculo de Blandina colgada por las muñecas, con los brazos extendidos como si la hubiesen crucificado, el murmullo continuo de sus fervientes plegarias, llenó de ardor a los otros combatientes. Ninguno de los animales se atrevió a tocar a la santa, de manera que fue devuelta a la prisión para esperar un nuevo intento. La muchedumbre vociferó para pedir que compareciera Átalo, un hombre de nota en la ciudad y sus clamores fueron atendidos. El reo fue obligado a pasear por la arena del anfiteatro, colgado al cuello un cartel que anunciaba: «Este es Átalo, el cristiano». Pero de ahí no pasó la cosa, puesto que el gobernador se había enterado de que el reo era ciudadano romano y pensó que era conveniente no hacerle daño, por lo menos hasta conocer con certeza los deseos del emperador.
El espectáculo de Blandina colgada por las muñecas, con los brazos extendidos como si la hubiesen crucificado, el murmullo continuo de sus fervientes plegarias, llenó de ardor a los otros combatientes. Ninguno de los animales se atrevió a tocar a la santa, de manera que fue devuelta a la prisión para esperar un nuevo intento. La muchedumbre vociferó para pedir que compareciera Átalo, un hombre de nota en la ciudad y sus clamores fueron atendidos. El reo fue obligado a pasear por la arena del anfiteatro, colgado al cuello un cartel que anunciaba: «Este es Átalo, el cristiano». Pero de ahí no pasó la cosa, puesto que el gobernador se había enterado de que el reo era ciudadano romano y pensó que era conveniente no hacerle daño, por lo menos hasta conocer con certeza los deseos del emperador.
El conjunto de los confesores había dado hasta entonces pruebas
extraordinarias de su caridad y su humildad. Si bien se mostraban dispuestos a
dar explicaciones de su fe ante cualquiera, no acusaban a nadie y, en cambio,
oraban por sus perseguidores, como san Esteban, lo mismo que por sus hermanos
desertores. Lejos de adoptar una actitud de superioridad, solicitaban las
oraciones de los otros cristianos para que Dios les diera la fuerza de
mantenerse firmes. Y al fin de cuentas, aquella firmeza y la amorosa
preocupación que mostraban por los hermanos más débiles, quedaron ampliamente
recompensadas. La carta lo dice con estas palabras: «Por medio de los vivos, los
que estaban muertos recuperaron la vida y, los mártires fortalecieron y animaron
a los que habían fracasado en el martirio». En efecto, cuando llegó el escrito
del emperador que condenaba a muerte a los cristianos confesos y ordenaba poner
en libertad a los que hubiesen abjurado, todos los que antes renegaron de su fe,
la confesaron después resueltamente y se sumaron sin vacilaciones a la orden
santa de aquellos que habían dado testimonio de la verdad. Sólo quedaron fuera
los pocos que nunca fueron cristianos de corazón.
Había un médico llamado Alejandro, frigio por nacimiento, que presenció el
examen de los cristianos ante el tribunal. Vivía desde hacía años en las Galias,
donde se había dado a conocer por su gran amor a Dios y su decisión para
difundir el Evangelio. Permaneció de pie contra el muro en el corredor por donde
tenían que pasar los presos, de manera que todos pudieran verlo y recibir sus
palabras de aliento. La muchedumbre, irritada ante la confesión de los
cristianos que antes renegaban de sus creencias, clamó para que se interrogara
al médico Alejandro, al que acusaba de ser el instigador del cambio en la
actitud de los reos. El gobernador lo hizo comparecer y le interrogó: «Soy
cristiano», fue la única respuesta que obtuvo. Se le condenó a ser arrojado a
las fieras. Al día siguiente, apareció en la arena junto con Átalo, a quien el
gobernador hizo comparecer por segunda vez para complacer al público. Los dos
fueron sometidos a todas las torturas que se practicaban en el anfiteatro y, al
fin, se les sacrificó. Cuando Átalo se asaba en la silla de hierro, exclamó:
«¡Este sí es, en verdad, un banquete de carne humana y eres tú el anfitrión! ¡
Nosotros no devoramos hombres ni hemos cometido nunca una enormidad
semejante!»
«Después de todo esto -dice más adelante la carta- en el último día de los
combates por parejas, Blandina fue presentada de nuevo en el anfiteatro junto
con Póntico, un muchacho de quince años. Hasta entonces, los dos había tenido
que presenciar, día tras día, las torturas de los demás y, se les instaba para
que juraran por los ídolos si no querían sufrir la misma suerte. Como se
negasen, fueron llevados ante la multitud, que no tuvo compasión de la frágil
femineidad de Blandina ni de la juventud de Póntico. Ambos fueron sometidos a
todos los tormentos, con breves períodos de descanso, durante los cuales se les
exhortaba en vano a que juraran. Póntico, alentado por las palabras que Blandina
pronunciaba en alta voz para que todos las escucharan, soportó dignamente las
torturas y murió pronto. La bendita Blandina fue la última; como un madre
valerosa que hubiese alentado y preparado a todos sus hijos para que se
presentaran victoriosos ante su Rey, se dispuso a seguirlos, una vez terminada
su tarea, regocijada y triunfante al emprender la marcha final, como si fuera a
una fiesta de bodas y no a las fauces de las fieras que la aguardaban. Después
de los garfios, los ataques de las bestias, el potro y las parrillas, fue por
fin envuelta en una red y colgada para que la embistiera un toro. Luego de que
la bestia hubo zarandeado el bulto a su placer, como Blandina permaneciese tai
afianzada a su fe y en una comunión tan íntima con Cristo, que ya era insensible
e indiferente a lo que pudieran hacerle, los verdugos decidieron inmolarla,
habiendo llegado a la conclusión de que nunca habían visto a una mujer que
resistiera tanto».
Arrojaron los cuerpos de los mártires al Ródano para que no quedan reliquia
ni recuerdo de ellos sobre la tierra. Sin embargo, los registros del glorioso
triunfo sobre la muerte, iban ya a través del mar hacia el oriente; desde
entonces fueron transmitidos por la Iglesia en el curso de los siglos. Al citar
una vez más las palabras de la epístola, diremos, para terminar, que aquellos
mártires «clamaban por la Vida que Él les concedió; compartiéron la gracia con
sus prójimos y volaron hacia Dios, completamente victoriosos. Así como siempre
amaron la paz y nos la recomendaron, se fueron en paz a la morada de Dios, sin
dejar ninguna pena en el corazón de su Madre ni separación o disgusto entre sus
hermanos, sino alegría, paz, concordia y amor». La personificación de la Iglesia
cristiana con el nombre de «Madre» ilustra de manera interesante la costumbre de
utilizar símbolos, que tan extensamente practicaban los fieles en los primeros
siglos y que mantuvo la disciplina arcana. En otra parte de la carta aparece
esta frase: «Hubo gran regocijo en el corazón de la Virgen Madre (i.e. la
Iglesia), al recuperar vivos a los hijos prematuros que había alumbrado
muertos». Palabras como éstas nos permita comprender que las frases empleadas en
las inscripciones de Abercius y las representaciones de Dios pastor que se
hicieron en las catacumbas, estaban llenas de sentido para los fieles cristianos
de aquellos tiempos.
=
Todo nuestro relato depende principalmente de la Historia Eclesiástica de
Eusebio, libro V, c. I. Para los nombres de los mártires, ver a H. Quentin en
Analecta Bollandiana, vol XXXIX (1921), pp. 113-138. Parece que hubo un total de
cuarenta y ocho mártires cuyos nombres se conservan. Véase también a A. Chagny
Les Martyrs de Lyon (1936).
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Tomado de: El Testigo Fiel
No hay comentarios.:
Publicar un comentario