Beata
María Ana Mogas Fontcuberta, Fundadora
Julio 3
Julio 3
Fundadora de las Franciscanas
Misioneras de la Madre del Divino Pastor
(1827-1886) La beatificación de la venerable María Ana Mogas Fontcuberta [6 de octubre de 1996] incrementa la ya rica constelación de santos y beatos de la diócesis de Madrid.
Catalana de origen, ha merecido por sus méritos el título de Hija adoptiva de la Villa y corte (así se conoce Madrid, la capital de España), lo que, al margen de otras circunstancias, le confiere la filiación de una tierra que la adoptó como hija a título póstumo y que ella en vida consideró como algo muy suyo y en la que volcó durante los 21 últimos años de su existencia –sin duda los más fecundos– todo el entusiasmo de su alma ardiente, todo el amor de caridad que animó su misión y toda la pedagogía de la que fue consumada maestra. María Ana Mogas amó entrañablemente a Madrid, hasta el punto de querer exhalar aquí su último suspiro, cuando acababa de erigirse la diócesis de Madrid-Alcalá, segregada de la metropolitana de Toledo.
Pero ¿cuándo inició su andadura madrileña esta catalana que allá por el año 1850 había renunciado a las comodidades de la vida de la alta burguesía y había abrazado la más absoluta pobreza?... ¿Cuáles fueron sus pasos en la Villa y corte?...
Antes de seguirla en su itinerario, es necesario recordar algo que explícitamente señala el decreto que la proclama venerable y que explica el que, con grandes dificultades y sin medios económicos, haya realizado unas obras de caridad que, aun con la discreción que lo hacía, hayan merecido el aprecio y ayuda de las gentes pudientes y de más de un título de la nobleza madrileña. Dice textualmente el mencionado decreto: «La fe fue luz y fortaleza en su vida y de su celo... Se dedicó totalmente a la educación de las niñas, al cuidado de los enfermos y de los pobres. A todos abría su corazón de madre para que experimentaran su entrega desinteresada y generosa».
Con este espíritu y a instancias del director general, designado por el prelado diocesano, llegó a Ciempozuelos en diciembre de 1865 acompañada de tres hermanas para hacerse cargo de un centro destinado a recoger y regenerar a las jóvenes de la prostitución. Este paso de Cataluña a Castilla supone en su vida no sólo un profundo cambio, una separación de sus orígenes familiares e institucionales, sino un replanteamiento de los fines fundacionales y de la propia vocación de las hermanas, que entra en conflicto en una misión para la que no se sienten llamadas ni preparadas.
Dos años después, deja Ciempozuelos y establece su residencia en Madrid para dirigir una de las escuelas llamadas «de gratitud» ubicada en la calle Juanelo. La calma de que parecen gozar en los primeros tiempos de estancia en la Corte se torna pronto en tempestad y se suceden las dificultades. En María Ana y en las hermanas prima la educación de la juventud y la formación de las niñas sobre los intereses económicos del director de la escuela. Es un ensayo fracasado en una obra ajena que no comparte los valores ni los principios pedagógicos sostenidos por las hermanas.
María Ana vive en un siglo cargado de preguntas y al que se le ofrecen múltiples y problemáticas respuestas y ella, mujer de su tiempo, modestamente quiere también dar la suya. Después del fracasado ensayo, se decide la fundación madrileña por cuenta propia y no al servicio de proyectos ajenos. Pero, prudente, visita a un excepcional consejero, el arzobispo don Antonio María Claret, que residía en el hospital de Montserrat, y es el santo confesor de Isabel II quien va a dar el consejo definitivo, orientando la actividad de la institución hacia el cumplimiento de su vocación: su misión se desarrollará «en alguno de los barrios bajos de la ciudad, que son los más necesitados, puesto que para la gente acomodada del centro ya existen muchos locales educativos». Claret se preocupa de que le busquen casa y con otros bienhechores atiende a las primeras e ingentes necesidades de las hermanas.
A finales de junio de 1868 tenemos a la Beata y a las hermanas en la que será su vivienda y colegio de niñas pobres, una modestísima casa de la calle Palma Alta, número 3, alto, principal. Allí viven con sencillez y pobreza franciscana y, centradas en su misión de educadoras, sienten la plenitud de su identidad vocacional de tal forma, que la fundadora retoma la orientación primera del instituto, la enseñanza, principalmente de los sectores menos favorecidos, y, como pedagoga vocacionada, va marcando la huella de sus virtudes en las jóvenes madrileñas que acuden a su escuela.
El pequeño colegio de la Palma Alta, con todas las autorizaciones legales, se ve concurrido por un considerable número de alumnas que rebasa todas las previsiones y lo hace totalmente insuficiente. Cuando la fundadora intenta buscar un lugar más amplio ocurre un hecho de decisiva repercusión nacional: la revolución de septiembre de 1868, llamada «La Gloriosa», que aparece como perseguidora de la fe, y que va a privar a María Ana de los acertados consejos del padre Claret, que sigue a la reina Isabel II en su destierro a Francia.
Pese a todas las dificultades, la fundadora busca un lugar más amplio en el que poder acoger al alumnado que de todas las clases sociales y en especial de las menos favorecidas acude a su escuela. Un paso más en su andadura madrileña, una huella más de su buen hacer en esta iglesia de Madrid. Se trasladan, ahora, al número 1 de la calle San Andrés, en el mismo barrio madrileño, pero algo más espaciosa. Allí tiene el gran consuelo de tener reservado al santísimo Sacramento, el gran amor de su vida.
Privadas por la revolución de los valiosos apoyos que sostenían la obra, lo pasan ciertamente mal. La fundadora, con un temple que no se dobla ante las dificultades, mantiene la serenidad en el grupo. Les hace sentir que se están cumpliendo en ellas las bienaventuranzas del Reino y por eso deben sentirse felices. Pero mujer práctica, arbitra –como el Maestro– medios para remediar el hambre de colegiadas y religiosas. Por otra parte, el instituto está en vías de crecimiento con el ingreso de algunas jóvenes.
La fundadora alienta entre las hermanas un estilo fraternal muy propio de la espiritualidad franciscana que hace escribir a un testigo: «En aquella casa todo es amor y caridad», y, bajo su dirección, el modestísimo colegio adquiere notoriedad tanto por su organización como por el progreso de sus alumnas en la formación humana, cultural y cristiana. Con preferencia para las necesitadas y sin otra distinción en su relación y trato, acuden a él internas y externas de todas las clases sociales. Allí se acoge a muchas huérfanas por lo que se le conoce en Madrid como «Asilo colegio de niñas desamparadas de la Divina Pastora».
Pero se impone un tercer traslado en la misma zona, muy marginal entonces. Es ahora a la casa número 7 de la calle Sagunto en el barrio de Chamberí. Allí pone la Beata lo mejor de su ser al servicio de hermanas y niñas. Por las circunstancias que vive el país, es esta casa durante varios años el objeto en cierto modo exclusivo de su atención, no sólo referido a su organización y funcionamiento interior sino también en su proyección y en sus relaciones y participación en la vida de la parroquia, que lo es ahora la iglesia de Santa Teresa y Santa Isabel, adonde acuden a la misa dominical y a los actos solemnes, como antes lo hicieran en las de San Cayetano, San Sebastián y San Ildefonso, porque, mujer con ideas muy claras sobre la integración en la «iglesia local» –cuentan las alumnas–, «se nos inculcaba el amor a la parroquia, que, aunque no fuese la nuestra, era su representación».
Pero, en su andadura madrileña, la huella de sus pasos ha quedado marcada en algún otro barrio, como la Corredera Baja, donde abre una escuela para niñas pobres y que ella frecuenta después de oír misa en San Ildefonso.
En cualquier caso, Madrid y concretamente la casita número 7 de la calle Sagunto son la plataforma de la que parte la Beata para sus fundaciones en otros lugares de España y, sobre todo, para una fundación muy singular, realizada en una localidad humilde y pobre, entonces no muy lejana de Madrid, hoy barrio populoso de la capital, y que es la primera salida de la calle Sagunto.
Estamos en el año 1876, en el que España, con la restauración borbónica, parece haber recobrado su fisonomía propia. En ese ambiente llega para la fundadora la primera oferta para dar cauce a sus inquietudes apostólicas. Llega a la calle Sagunto el párroco de Fuencarral, don Juan del Pozo, quien tiene referencia de María Ana por un sacerdote anciano, don Hipólito Martín Sánchez, que había sido capellán en el «Asilo colegio de niñas pobres de la Divina Pastora», y ahora lo es de las Mercedarias de Cuatro Caminos. Comisionado por los vecinos, expone a María Ana la situación de abandono en que se encuentran los niños y jóvenes de aquel pueblecito, distante entonces unos ocho kilómetros de la capital del reino. La necesidad es tal, que la fundadora no precisa muchos más argumentos para decidir la fundación. Pronto llega al pueblo llevando a tres religiosas que, en una pobre casa próxima a la iglesia, en la calle de la Amargura dan comienzo a su labor. María Ana, con el corazón conmovido ante tantas necesidades como allí contempla, vuelca su atención y afecto en Fuencarral. Allá va con la frecuencia posible y su presencia en el carruaje es tan familiar entre los viajeros, que a su invitación la acompañan en el rezo del rosario.
(1827-1886) La beatificación de la venerable María Ana Mogas Fontcuberta [6 de octubre de 1996] incrementa la ya rica constelación de santos y beatos de la diócesis de Madrid.
Catalana de origen, ha merecido por sus méritos el título de Hija adoptiva de la Villa y corte (así se conoce Madrid, la capital de España), lo que, al margen de otras circunstancias, le confiere la filiación de una tierra que la adoptó como hija a título póstumo y que ella en vida consideró como algo muy suyo y en la que volcó durante los 21 últimos años de su existencia –sin duda los más fecundos– todo el entusiasmo de su alma ardiente, todo el amor de caridad que animó su misión y toda la pedagogía de la que fue consumada maestra. María Ana Mogas amó entrañablemente a Madrid, hasta el punto de querer exhalar aquí su último suspiro, cuando acababa de erigirse la diócesis de Madrid-Alcalá, segregada de la metropolitana de Toledo.
Pero ¿cuándo inició su andadura madrileña esta catalana que allá por el año 1850 había renunciado a las comodidades de la vida de la alta burguesía y había abrazado la más absoluta pobreza?... ¿Cuáles fueron sus pasos en la Villa y corte?...
Antes de seguirla en su itinerario, es necesario recordar algo que explícitamente señala el decreto que la proclama venerable y que explica el que, con grandes dificultades y sin medios económicos, haya realizado unas obras de caridad que, aun con la discreción que lo hacía, hayan merecido el aprecio y ayuda de las gentes pudientes y de más de un título de la nobleza madrileña. Dice textualmente el mencionado decreto: «La fe fue luz y fortaleza en su vida y de su celo... Se dedicó totalmente a la educación de las niñas, al cuidado de los enfermos y de los pobres. A todos abría su corazón de madre para que experimentaran su entrega desinteresada y generosa».
Con este espíritu y a instancias del director general, designado por el prelado diocesano, llegó a Ciempozuelos en diciembre de 1865 acompañada de tres hermanas para hacerse cargo de un centro destinado a recoger y regenerar a las jóvenes de la prostitución. Este paso de Cataluña a Castilla supone en su vida no sólo un profundo cambio, una separación de sus orígenes familiares e institucionales, sino un replanteamiento de los fines fundacionales y de la propia vocación de las hermanas, que entra en conflicto en una misión para la que no se sienten llamadas ni preparadas.
Dos años después, deja Ciempozuelos y establece su residencia en Madrid para dirigir una de las escuelas llamadas «de gratitud» ubicada en la calle Juanelo. La calma de que parecen gozar en los primeros tiempos de estancia en la Corte se torna pronto en tempestad y se suceden las dificultades. En María Ana y en las hermanas prima la educación de la juventud y la formación de las niñas sobre los intereses económicos del director de la escuela. Es un ensayo fracasado en una obra ajena que no comparte los valores ni los principios pedagógicos sostenidos por las hermanas.
María Ana vive en un siglo cargado de preguntas y al que se le ofrecen múltiples y problemáticas respuestas y ella, mujer de su tiempo, modestamente quiere también dar la suya. Después del fracasado ensayo, se decide la fundación madrileña por cuenta propia y no al servicio de proyectos ajenos. Pero, prudente, visita a un excepcional consejero, el arzobispo don Antonio María Claret, que residía en el hospital de Montserrat, y es el santo confesor de Isabel II quien va a dar el consejo definitivo, orientando la actividad de la institución hacia el cumplimiento de su vocación: su misión se desarrollará «en alguno de los barrios bajos de la ciudad, que son los más necesitados, puesto que para la gente acomodada del centro ya existen muchos locales educativos». Claret se preocupa de que le busquen casa y con otros bienhechores atiende a las primeras e ingentes necesidades de las hermanas.
A finales de junio de 1868 tenemos a la Beata y a las hermanas en la que será su vivienda y colegio de niñas pobres, una modestísima casa de la calle Palma Alta, número 3, alto, principal. Allí viven con sencillez y pobreza franciscana y, centradas en su misión de educadoras, sienten la plenitud de su identidad vocacional de tal forma, que la fundadora retoma la orientación primera del instituto, la enseñanza, principalmente de los sectores menos favorecidos, y, como pedagoga vocacionada, va marcando la huella de sus virtudes en las jóvenes madrileñas que acuden a su escuela.
El pequeño colegio de la Palma Alta, con todas las autorizaciones legales, se ve concurrido por un considerable número de alumnas que rebasa todas las previsiones y lo hace totalmente insuficiente. Cuando la fundadora intenta buscar un lugar más amplio ocurre un hecho de decisiva repercusión nacional: la revolución de septiembre de 1868, llamada «La Gloriosa», que aparece como perseguidora de la fe, y que va a privar a María Ana de los acertados consejos del padre Claret, que sigue a la reina Isabel II en su destierro a Francia.
Pese a todas las dificultades, la fundadora busca un lugar más amplio en el que poder acoger al alumnado que de todas las clases sociales y en especial de las menos favorecidas acude a su escuela. Un paso más en su andadura madrileña, una huella más de su buen hacer en esta iglesia de Madrid. Se trasladan, ahora, al número 1 de la calle San Andrés, en el mismo barrio madrileño, pero algo más espaciosa. Allí tiene el gran consuelo de tener reservado al santísimo Sacramento, el gran amor de su vida.
Privadas por la revolución de los valiosos apoyos que sostenían la obra, lo pasan ciertamente mal. La fundadora, con un temple que no se dobla ante las dificultades, mantiene la serenidad en el grupo. Les hace sentir que se están cumpliendo en ellas las bienaventuranzas del Reino y por eso deben sentirse felices. Pero mujer práctica, arbitra –como el Maestro– medios para remediar el hambre de colegiadas y religiosas. Por otra parte, el instituto está en vías de crecimiento con el ingreso de algunas jóvenes.
La fundadora alienta entre las hermanas un estilo fraternal muy propio de la espiritualidad franciscana que hace escribir a un testigo: «En aquella casa todo es amor y caridad», y, bajo su dirección, el modestísimo colegio adquiere notoriedad tanto por su organización como por el progreso de sus alumnas en la formación humana, cultural y cristiana. Con preferencia para las necesitadas y sin otra distinción en su relación y trato, acuden a él internas y externas de todas las clases sociales. Allí se acoge a muchas huérfanas por lo que se le conoce en Madrid como «Asilo colegio de niñas desamparadas de la Divina Pastora».
Pero se impone un tercer traslado en la misma zona, muy marginal entonces. Es ahora a la casa número 7 de la calle Sagunto en el barrio de Chamberí. Allí pone la Beata lo mejor de su ser al servicio de hermanas y niñas. Por las circunstancias que vive el país, es esta casa durante varios años el objeto en cierto modo exclusivo de su atención, no sólo referido a su organización y funcionamiento interior sino también en su proyección y en sus relaciones y participación en la vida de la parroquia, que lo es ahora la iglesia de Santa Teresa y Santa Isabel, adonde acuden a la misa dominical y a los actos solemnes, como antes lo hicieran en las de San Cayetano, San Sebastián y San Ildefonso, porque, mujer con ideas muy claras sobre la integración en la «iglesia local» –cuentan las alumnas–, «se nos inculcaba el amor a la parroquia, que, aunque no fuese la nuestra, era su representación».
Pero, en su andadura madrileña, la huella de sus pasos ha quedado marcada en algún otro barrio, como la Corredera Baja, donde abre una escuela para niñas pobres y que ella frecuenta después de oír misa en San Ildefonso.
En cualquier caso, Madrid y concretamente la casita número 7 de la calle Sagunto son la plataforma de la que parte la Beata para sus fundaciones en otros lugares de España y, sobre todo, para una fundación muy singular, realizada en una localidad humilde y pobre, entonces no muy lejana de Madrid, hoy barrio populoso de la capital, y que es la primera salida de la calle Sagunto.
Estamos en el año 1876, en el que España, con la restauración borbónica, parece haber recobrado su fisonomía propia. En ese ambiente llega para la fundadora la primera oferta para dar cauce a sus inquietudes apostólicas. Llega a la calle Sagunto el párroco de Fuencarral, don Juan del Pozo, quien tiene referencia de María Ana por un sacerdote anciano, don Hipólito Martín Sánchez, que había sido capellán en el «Asilo colegio de niñas pobres de la Divina Pastora», y ahora lo es de las Mercedarias de Cuatro Caminos. Comisionado por los vecinos, expone a María Ana la situación de abandono en que se encuentran los niños y jóvenes de aquel pueblecito, distante entonces unos ocho kilómetros de la capital del reino. La necesidad es tal, que la fundadora no precisa muchos más argumentos para decidir la fundación. Pronto llega al pueblo llevando a tres religiosas que, en una pobre casa próxima a la iglesia, en la calle de la Amargura dan comienzo a su labor. María Ana, con el corazón conmovido ante tantas necesidades como allí contempla, vuelca su atención y afecto en Fuencarral. Allá va con la frecuencia posible y su presencia en el carruaje es tan familiar entre los viajeros, que a su invitación la acompañan en el rezo del rosario.
El
pueblo acude a ella en busca de consejo; es entre las gentes una mujer muy
entrañable y muy querida, que busca un lugar mejor para educar a los niños del
pueblo. La noticia o su misma persona llega hasta la casona de los marqueses de
Fuente Chica, en la plaza Grijalba, hoy «María Ana Mogas»; y aquí empieza una
amistosa relación cuyo primer fruto es el traslado de la escuela a la planta
baja de la señorial casa; después ceden la huerta y finalmente instituyen a la
fundadora por su heredera. El colegio tiene como titular al Sagrado Corazón, y
con este título se mantiene hoy llegando a ser un importante complejo
educativo.
Sale, después, de Madrid a otras fundaciones, pero la casita de la calle Sagunto y el colegio de Fuencarral son referencia obligada en la vida de esta catalana de origen y madrileña de adopción.
En Fuencarral termina su andadura terrena y allí tienen lugar los más emotivos momentos de la vida de una mujer que había hecho de la caridad su divisa y del «amor y sacrificio» su lema.
Enferma de apoplejía, un poco doblada bajo el peso de la cruz, camina hacia su final con entrañables gestos de amor, socorriendo a los pobres desde su pobreza con aquello que necesitaban y, en el último año de su vida –1885–, su corazón sensible sufre, sobre todo, con las gentes de Fuencarral, donde la peste de cólera hace grandes estragos y, olvidando su deteriorada salud, derrocha energía y caridad, colaborando con las hermanas en aliviar a los enfermos.
La muerte de los «santos» tiene siempre, aun con la sencillez con que viven, algo de épico: afloran en ella los grandes ideales que profundamente vivió y así nada extraño que el tránsito de María Ana, arropada por los fieles madrileños y sus pastores, haya tenido unas notas que sería largo enumerar.
El 3 de julio de 1886, en Fuencarral, concluye su andadura terrenal y madrileña e inicia la eterna, no sin antes haber hecho allí testamento de pobre y haber dejado a sus hijas como legado lo que había sido lema y práctica de su vida: «Caridad, caridad verdadera. Amor y sacrificio». La noticia de su muerte se difunde en breve mensaje: «Ha muerto la santa», y de Madrid, de Fuencarral, de los barrios de Mamoa y Peña Grande acuden llorosas las gentes a venerar sus restos, a los que tocan rosarios y pañuelos. La nobleza madrileña se mezcla con la gente sencilla en un silencioso cortejo para dejar sus restos en el cementerio de Santa Ana.
La fama de su santidad no se extingue y a su sepulcro se acude pidiendo favores. En 1893, con las debidas licencias, es exhumado su cadáver, encontrado con evidentes signos de incorrupción, y depositado en la capilla del colegio. En la contienda de 1936 desaparecen sus restos y providencialmente son encontrados en 1967, y una vez más hacen camino para ser depositados en el corazón de Madrid, en la casa madre de su instituto.
=
Antonio M.ª Rouco Varela, Arzobispo de Madrid,
La beata María Ana Mogas en la archidiócesis de Madrid,
en L'Osservatore Romano, ed. esp., del 11-10-96
=
Sale, después, de Madrid a otras fundaciones, pero la casita de la calle Sagunto y el colegio de Fuencarral son referencia obligada en la vida de esta catalana de origen y madrileña de adopción.
En Fuencarral termina su andadura terrena y allí tienen lugar los más emotivos momentos de la vida de una mujer que había hecho de la caridad su divisa y del «amor y sacrificio» su lema.
Enferma de apoplejía, un poco doblada bajo el peso de la cruz, camina hacia su final con entrañables gestos de amor, socorriendo a los pobres desde su pobreza con aquello que necesitaban y, en el último año de su vida –1885–, su corazón sensible sufre, sobre todo, con las gentes de Fuencarral, donde la peste de cólera hace grandes estragos y, olvidando su deteriorada salud, derrocha energía y caridad, colaborando con las hermanas en aliviar a los enfermos.
La muerte de los «santos» tiene siempre, aun con la sencillez con que viven, algo de épico: afloran en ella los grandes ideales que profundamente vivió y así nada extraño que el tránsito de María Ana, arropada por los fieles madrileños y sus pastores, haya tenido unas notas que sería largo enumerar.
El 3 de julio de 1886, en Fuencarral, concluye su andadura terrenal y madrileña e inicia la eterna, no sin antes haber hecho allí testamento de pobre y haber dejado a sus hijas como legado lo que había sido lema y práctica de su vida: «Caridad, caridad verdadera. Amor y sacrificio». La noticia de su muerte se difunde en breve mensaje: «Ha muerto la santa», y de Madrid, de Fuencarral, de los barrios de Mamoa y Peña Grande acuden llorosas las gentes a venerar sus restos, a los que tocan rosarios y pañuelos. La nobleza madrileña se mezcla con la gente sencilla en un silencioso cortejo para dejar sus restos en el cementerio de Santa Ana.
La fama de su santidad no se extingue y a su sepulcro se acude pidiendo favores. En 1893, con las debidas licencias, es exhumado su cadáver, encontrado con evidentes signos de incorrupción, y depositado en la capilla del colegio. En la contienda de 1936 desaparecen sus restos y providencialmente son encontrados en 1967, y una vez más hacen camino para ser depositados en el corazón de Madrid, en la casa madre de su instituto.
=
Antonio M.ª Rouco Varela, Arzobispo de Madrid,
La beata María Ana Mogas en la archidiócesis de Madrid,
en L'Osservatore Romano, ed. esp., del 11-10-96
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