†: s. inc. - país: Italia
otras formas del nombre: «Los siete hermanos» «Los siete hijos de Santa Felicitas, (Noviembre 23)»
canonización: pre-congregación
En Roma, santos mártires Félix y Felipe, que están enterrados en el cementerio de Priscila; Vital, Marcial y Alejandro, en el de los Jordanos; Silano, en el de Máximo; y Jenaro, en el de Pretextato, cuya memoria recuerda y conmemora hoy conjuntamente la Iglesia Romana con alegría, sintiéndose honrada con sus triunfos y protegida por la intercesión de tantos y tan ejemplares santos.
refieren a este santo: Santas Donata, Paulina, y cinco compañeras, Los santos mártires Macabeos, junto a su madre y Eleazar, escriba, Santos Sinforosa y siete compañeros
Como lo afirma el
elogio del Martirologio Romano, santa Felicitas es una mártir enterrada en la
catacumba de Máximo, y que ha gozado de culto desde la antigüedad. Sin embargo,
bien sabemos que a la tradición oral y popular no le basta con tan pocos datos,
así que ya desde muy antiguo surgió una leyenda que vincula muy estrechamente a
esta mártir con otros siete que se celebran el 10 de julio, y que pasan por ser
«los siete hijos de santa Felicitas». Este artículo, por tanto, trata de una
forma unificada las dos memorias, la del 10 de julio y la del 23 de noviembre,
sobre todo en atención a que los ocho mártires aparecen unidos en la iconografía
y el culto
ancestral.
Según la leyenda,
Felicitas era una noble cristiana que se había consagrado a Dios en su viudez y
vivía dedicada a la oración y las obras de caridad. Su ejemplo y el de su
familia convirtió a numerosos idólatras a la fe. Ello enfureció a los sacerdotes
paganos, quienes se quejaron al emperador Antonino Pío de que las numerosas
conversiones que obraba Felicitas provocarían la cólera de los dioses y, como
consecuencia, la ciudad y todo el país, sufriría terrible desolación. El
emperador dejó el asunto en manos de Publio, prefecto de Roma, quien mandó que
la santa y sus hijos compareciesen ante él. Tomó aparte a Felicitas y trató por
todos los medios de inducirla a ofrecer sacrificios a los dioses para no verse
obligado a imponer un castigo a ella y a sus hijos. Pero la santa respondió: «No
trates de atemorizarme con tus amenazas ni de ganarme con tus halagos, porque el
Espíritu de Dios, que habita en mí, no permitirá que me venzas, sino que me
sacará victoriosa de todos tus ataques». Publio replicó: «¡Infeliz de ti! ¡Si lo
que quieres es morir, muere en buena hora pero no mates a tus hijos!» «Mis hijos
-respondió Felicitas- vivirán eternamente si permanecen fieles a la fe, pero si
ofrecen sacrificios a los ídolos, les espera la muerte
eterna».
Al día siguiente, el
prefecto mandó llamar de nuevo a Felicitas y sus hijos y dijo a ésta: «Apiádate
de tus hijos, Felicitas, pues están en la flor de la juventud». La santa
replicó: «Tu piedad es impía y tus palabras crueles». En seguida, se volvió
hacia sus hijos y les dijo: «Hijos míos, levantad los ojos al cielo, donde os
esperan Jesucristo y sus santos. Permaneced fieles a su amor y luchad
valientemente por vuestras almas». Publio montó en cólera al oír aquello y
replicó airadamente: «Es una insolencia que hables así a tus hijos en mi
presencia, tanto como tu desobediencia a las órdenes del soberano, por lo tanto
serás castigada».
A continuación, mandó que la azotaran. El prefecto llamó entonces, por separado, a cada uno de los jóvenes y trató de conseguir, con promesas y amenazas, que adorasen a los dioses. Como todos se negasen a ello, ordenó que los azotaran y los encerraran en un calabozo. El prefecto informó del caso al emperador, el cual mandó que fuesen juzgados por jueces diferentes y condenados a diversos géneros de muerte. Jenaro murió destrozado por los látigos; Félix y Felipe perecieron a golpes de mazo; Silvano fue arrojado al Tíber; Alejandro, Vidal y Marcial alcanzaron la corona por la espada. También la madre fue decapitada, después de haber visto morir a sus hijos.
A continuación, mandó que la azotaran. El prefecto llamó entonces, por separado, a cada uno de los jóvenes y trató de conseguir, con promesas y amenazas, que adorasen a los dioses. Como todos se negasen a ello, ordenó que los azotaran y los encerraran en un calabozo. El prefecto informó del caso al emperador, el cual mandó que fuesen juzgados por jueces diferentes y condenados a diversos géneros de muerte. Jenaro murió destrozado por los látigos; Félix y Felipe perecieron a golpes de mazo; Silvano fue arrojado al Tíber; Alejandro, Vidal y Marcial alcanzaron la corona por la espada. También la madre fue decapitada, después de haber visto morir a sus hijos.
A propósito de la
muerte de santa Felicitas, san Agustín dice: «El espectáculo que se presenta a
los ojos de nuestra fe es magnífico. Hemos oído y visto con la imaginación a esa
madre que, contra todos sus instintos humanos, escoge que sus hijos perezcan en
su presencia. Pero Felicitas no abandonó a sus hijos, sino que los envió por
delante, porque consideraba la muerte, no como el fin sino como el principio de
la vida. Estos mártires renunciaron a una existencia que debía terminar
forzosamente, para pasar a una vida que no termina jamás. Pero Felicitas no se
contentó con ver morir a sus hijos, sino que los alentó a ello y, al hacerlo,
consiguió que su valor fuese todavía más fecundo que su seno. Al verlos luchar,
luchó con ellos y la victoria de cada uno de sus hijos fue su propia victoria».
San Gregorio Magno predicó una homilía el día de la fiesta de santa Felicitas,
en la iglesia que se erigió sobre la tumba de la santa en la Vía Salaria.
En dicha homilía dice que Felicitas, «que tenía siete hijos, temía que alguno le sobreviviese, como otras madres temen sobrevivir a sus hijos. Su martirio fue mayor, ya que, al ver morir a todos sus hijos, sufrió el martirio en cada uno de ellos. Felicitas fue la última en morir; pero desde el primer momento sufrió, de suerte que su martirio comenzó con el del primero de sus hijos y terminó con su propia muerte. Así ganó, no sólo su corona, sino la de todos sus hijos. Al presenciar sus tormentos, permaneció constante, sufrió, porque era madre, pero se regocijó porque poseía la esperanza. En santa Felicitas la fe triunfó de la carne y de la sangre, cuando en nosotros no es capaz de vencer las pasiones y arrancar nuestro corazón de este mundo corrompido».
En dicha homilía dice que Felicitas, «que tenía siete hijos, temía que alguno le sobreviviese, como otras madres temen sobrevivir a sus hijos. Su martirio fue mayor, ya que, al ver morir a todos sus hijos, sufrió el martirio en cada uno de ellos. Felicitas fue la última en morir; pero desde el primer momento sufrió, de suerte que su martirio comenzó con el del primero de sus hijos y terminó con su propia muerte. Así ganó, no sólo su corona, sino la de todos sus hijos. Al presenciar sus tormentos, permaneció constante, sufrió, porque era madre, pero se regocijó porque poseía la esperanza. En santa Felicitas la fe triunfó de la carne y de la sangre, cuando en nosotros no es capaz de vencer las pasiones y arrancar nuestro corazón de este mundo corrompido».
A pesar de la
elocuencia de san Agustín y de san Gregorio, de lo dicho por Alban Butler y, no
obstante, el valor moral y religioso de las lecciones que se sacan de este
martirio, no se puede considerar el hecho como histórico. Está fuera de duda que
una mujer llamada Felicitas sufrió el martirio y fue sepultada en el cementerio
de Máximo, en la Vía Salaria. La fiesta de esta mártir se celebraba y se celebra
el 23 de noviembre. Pero sólo unas «Actas» de muy dudoso valor histórico afirman
que los «Siete hermanos» eran sus hijos: a decir verdad, ni siquiera consta que
esos siete mártires fuesen hermanos entre
sí.
Por lo menos desde
mediados del siglo V, se conmemoraba el 10 de julio el triunfo de siete
mártires. Dos de ellos, Félix y Felipe, fueron sepultados en el cementerio de
Priscila; Marcial, Vidal y Alejandro, en el cementerio «de los Jordanos»; Jenaro
en el cementerio de Pretextato, donde de Rossi descubrió, en 1863, una capilla
decorada con frescos y una inscripción en la que se invocaba a dicho santo;
Silano fue sepultado en la catacumba de Máximo. Tal vez, el origen de la leyenda
de que estos siete mártires eran hijos de santa Felicitas fue que la tumba de
Silano (o Silvano) estaba junto a la de dicha
santa.
A fines del siglo
XIX, se discutió mucho sobre santa Felicitas y sus siete hijos. Aunque las
actas, según lo dijimos antes, son muy posteriores y de autoridad dudosa, consta
sin embargo la existencia de un culto muy antiguo por el Calendario Filocaliano,
el epitafio de San Dámaso y el Hieronymianum. El P. Delehaye, que estudió la
cuestión varias veces en su obra, concluye que es indudable que un hagiógrafo
inventó que los siete mártires del 10 de julio eran hermanos para crear un
paralelo cristiano a la narración bíblica de los Macabeos (2Mac
7).
=
El texto de las actas
puede verse en las «Acta Sincera» de Ruinart, así como en las ediciones más
modernas hechas por Doulcet y Künstle. Entre las críticas más destructivas se
cuenta la de J. Führer, Ein Beitrag zur Lösung der Felicitas-Frage (1890), y el
folleto que el mismo autor escribió posteriormente para responder a los
argumentos de Künstle. En favor de la leyenda, cf. el artículo de Duchesne en
Bulletin Critique, 1890, p. 425, y el detalladísimo artículo de Leclrecq en
Dictionnaire d'Archéologie chrétienne et de Liturgie, vol. V, ce. 1259-1298. El
P. Delehaye volvió sobre la cuestión en «Comentario sobre el Martirologium
Hieronymianum» (pp. 362-364) y en «Etude sur le légendier romain» (1936), pp.
116-123.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Tomado de: eltestigofiel.com
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