Este santo es muy querido en la
Compañía de Jesús. Desde muy joven se entregó con gran generosidad al llamado de
Dios. Siempre fue un hombre feliz. En su vida no parece haber una sombra de
tristeza. La consolación espiritual lo acompaña en todas las
etapas.
Nacimiento y patria Carlos Garnier nace el 25 de
mayo de 1606, en la ciudad de París. Sus padres tienen grandes medios
económicos. Son católicos fervorosos y se preocupan por la buena formación de
los hijos. La prudencia del padre y la devoción de la madre fueron su mejor
escuela.
De esa familia, tan religiosa, salieron cuatro hombres
consagrados: Carlos para la Compañía, Enrique para los Carmelitas, José para los
Capuchinos y Antonio para el clero diocesano.
En el Colegio de los
jesuitas Cuando llega la edad de empezar los estudios secundarios,
Carlos es matriculado en el Colegio de Clermont de la Compañía de Jesús, el más
importante de Francia. Es bien acogido. Se siente a gusto y pronto se distingue
en todo. Tiene facilidad para los estudios, y con agrado ingresa a la
Congregación Mariana de los alumnos mayores (hoy, Comunidades de Vida cristiana,
CVX).
Su padre es generoso con el dinero. Carlos recibe siempre una buena
cantidad para sus gastos personales. Pero el muchacho gasta solamente lo
indispensable. El resto, todos los meses, va a parar a la alcancía que los
jesuitas han destinado para la ayuda de los presos de la cárcel.
Un día
pasea por el Puente Nuevo. En los escaparates hay algunos libros inconvenientes.
Los compra todos y los destruye. Cuando le preguntan, dice con natural simpatía:
"Alguno podría comprarlos y al leerlos podría, tal vez, ofender a
Dios".
El ingreso a la Compañía Sin dudar, como algo muy
natural, decide a los 18 años ingresar a la Compañía de Jesús.
Su padre
siente tristeza cuando el buen hijo decide partir. Sufre en silencio. Se
sobrepone y, con entereza, lo acompaña hasta el Noviciado, el 5 de septiembre de
1624.
Las palabras del señor Garnier al Superior le muestran a Carlos el
temple de su padre: "Estoy tranquilo. Si yo no quisiera a la Compañía no daría a
mi hijo. Desde que nació jamás ha desobedecido, jamás ha dado la menor
molestia".
En el Noviciado, Carlos se entrega como él sabe hacerlo, como
es su costumbre. No parece sentir la menor molestia. La vida religiosa le es
agradable. Con suavidad, se acomoda a todo hasta en los pequeños detalles.
Sus compañeros de noviciado pasan a ser, ahora, sus mejores amigos. A
algunos los conoce desde el Colegio. Pedro Chastellain es su compañero de
ingreso, desde el primer día. La amistad va a continuar en las misiones del
Canadá. Francisco José Le Mercier será también su compañero en la misión. En una
carta a su hermano Enrique, el carmelita, le escribe: "Cuando ruegues por mí,
ruega también por Pedro, mi mejor amigo".
La formación
tradicional Carlos con alegría y paz, sin sobresaltos, continúa la
formación que dan los jesuitas a los ingresados para el sacerdocio.
Los
votos de pobreza, castidad y obediencia los hace el 6 de septiembre de 1626, en
la casa del Noviciado. Para él es un día de plena felicidad.
De
inmediato, es destinado al Colegio de Clermont para hacer los estudios de
filosofía. ¿Qué pasa? Todo parece resultarle fácil. Ni siquiera se imagina que
puedan venir dificultades.
En octubre de 1629, está en el Colegio de Eu,
en la Normandía francesa. Es la experiencia del magisterio. Debe enseñar
literatura. Las dificultades tampoco se presentan en esta etapa. Tiene
cualidades y mucho ánimo. Con gusto se entrega a sus alumnos. Él siente que el
Señor le allana los caminos.
El primer contacto con Juan de
Brébeuf En el Colegio de Eu se encuentra con un gigante. Es el P.
Juan de Brébeuf, el fundador de la misión de los hurones, quien ha debido volver
a Francia al ser expulsado por los ingleses después de la caída de
Quebec.
Las conversaciones con Brébeuf son interminables. Con él sigue
las peripecias por el gran río San Lorenzo. Parece ir por los bosques y las
nieves sin fin. Conoce las costumbres, las supersticiones y las guerras de las
tribus. Comparte con Juan el anhelo de convertir a esos pueblos tan abandonados.
El deseo por la misión empieza a anidar en el corazón de Carlos.
La
ordenación sacerdotal Los estudios de teología los hace también en el
Colegio de Clermont. El caminar en la Compañía lo hace dichoso. Ahí madura su
vocación a las misiones del Canadá. La preparación al sacerdocio y a la misión,
para él, corren paralelas.
La ordenación sacerdotal la recibe en París,
al terminar su tercer año de teología. Es una gracia que Carlos recibe con honda
gratitud. Considera como un regalo de Dios el poder asistir al año siguiente, en
ese mismo altar, a la ordenación del P. Isaac Jogues, otro de sus amigos que
quiere ser misionero como él.
Carlos Garnier es destinado al Canadá al
terminar la teología. Él lo ha pedido con insistencia. Los Superiores lo conocen
bien. Saben que la misión es dura, pero él tiene el corazón firme y una virtud
muy bien probada. Le ponen, eso sí, una condición: hablar con su padre y obtener
su aprobación y bendición.
La Misión del Canadá Al señor
Garnier le resulta muy difícil bendecir, por esta separación, al hijo tan
querido. Ha sido muy dura la separación cuando se hizo jesuita, pero esta
segunda es extremadamente dolorosa.
Carlos respeta, siente el cariño del
padre. Pero ante Dios insiste con mucha fuerza. Un año dura el combate. Al fin
obtiene lo que quiere.
El 8 de abril de 1636 sale la flota desde el
puerto de Dieppe. Él va feliz. Su amigo, el P. Isaac Jogues, viaja en la misma
nave. Juntos comienzan la conquista del nuevo mundo.
La travesía resulta
fácil, sin tormentas. Con Isaac tiene el consuelo de decir la misa casi
diariamente. Fueron dos meses. Una carta a su padre encierra sus
sentimientos:
"El viaje podría haber sido duro, pero el capitán lo hizo
fácil. En estos dos meses, solamente, doce días no pudimos celebrar Misa.
Nuestra capilla era la cabina del capitán. Una parte de la tripulación asistía a
la primera misa, la otra a la segunda. A la elevación se disparaban los
mosquetes. En los domingos truena la artillería. El capitán y muchos otros
comulgan. Enseñamos catecismo y leímos a todos las vidas de los
santos".
Su corazón va lleno de alegría. El agradecimiento a Dios es
grande. No sólo porque él va en viaje a la misión, sino también porque sabe que
en otra de las ocho naves de la flota va también su amigo el P. Pedro
Chastellain.
A la Misión de los hurones El 1 de julio de
1636, recibe el encargo de dirigirse a Trois Rivières. Desde allí deberá salir
hacia los hurones. Su compañero de misión es el P. Pedro Chastellain, su gran
amigo. Ambos tienen la misma edad, 29 años. Juntos han ingresado a la Compañía
de Jesús y juntos van a la misión que tanto han deseado. Carlos se siente como
un preferido de Dios.
El viaje resulta también sin mayores tropiezos. Los
hurones se muestran buenos y los tratan con cariño. Pedro y Carlos parecen
encantados. Cada uno va en canoa distinta. A Carlos los hurones lo empiezan a
llamar Uracha.
Escribe Carlos, el 8 de agosto: "Dios sea bendito. Ayer
llegamos a Nipissirinien, sanos y salvos. El Señor se portó bien conmigo. No he
remado en demasía. No he cargado sino mi propio equipaje. Solamente, por dos o
tres días, debí cargar el equipaje de un hurón enfermo. A la isla llegamos en la
vigilia de San Ignacio. Compramos grano. No encontramos enemigos, ni
peligros".
El 13 de agosto, llega a Ihonatiria. El P. Chastellain está
ahí desde el día anterior. El Superior es su amigo el P. Juan de Brébeuf, el más
cariñoso de los padres. En la capilla de troncos agradece al Señor. Después, en
la cabaña de paja comparte con los amigos. Todos cantan, y comen la pobre comida
de los indios hurones.
Las terribles epidemias La alegría
no puede ser eterna. Unos días después de la llegada del P. Isaac Jogues, la
peste irrumpe en la misión. Los jesuitas también caen. Carlos interrumpe los
Ejercicios espirituales, que ha comenzado, y se entrega al cuidado de sus
hermanos. Acompaña al gigante Brébeuf, pero pronto también lo derriba la fiebre.
Fue duro el recibimiento de la misión tanto tiempo apetecida.
Los
primeros apostolados Una vez restablecido, el P. Juan de Brébeuf lo
destina a hacer los primeros recorridos por las aldeas huronas. El 4 de
diciembre, Carlos está en Ossossané, el 14 en Anenatea, para ayudar a una
muchacha moribunda. Este viaje lo hace con su amigo el P. Francisco José Le
Mercier.
Asiste a la fiesta que dan los hurones por su niña enferma,
después a la danza de la muerte. Con los hurones canta y danza golpeando las
ramas. Contempla con pena cómo colocan cenizas ardientes en las manos de la
enferma. Terminada la fiesta, Carlos bautiza a la niña.
Un tiempo
después, es destinado a iniciar la misión de Ossossané. Su trabajo es visitar,
enseñar catecismo y practicar la amistad. No le parece difícil. Con agrado nota
que el idioma de los hurones empieza pronto a perder sus secretos. Cada día lo
habla con más soltura.
A Uracha los hurones no le tienen miedo. Lo dejan
entrar a sus cabañas y bendecir a los niños. Uracha es incansable, cariñoso y un
buen amigo.
Cuando los hurones abandonan a sus parientes moribundos,
incapaces de soportar ellos mismos el hedor de la peste y el terrible temor a la
muerte, ahí está Uracha. Con caridad, Carlos logra acercarse. Los lava, los
acaricia, los alimenta y a los que van a partir los bautiza. Después llora con
sus amigos los hurones.
En una carta a su padre, de 1637, manifiesta su
temple:
"Estamos en las manos de Dios. El cuida de nosotros. Por
supuesto, tenemos dificultades, pero somos felices. Te cuento, en Ossossané
tenemos una fortaleza mejor que la Bastilla. Aquí, no hay cañones españoles que
puedan asustar como en París. Estamos en paz. Nuestra defensa es de madera,
palos de diez y doce pies. Tenemos una torre en un ángulo de la empalizada y
estamos construyendo otras dos para asegurar los caminos de acceso.
¿Te
acuerdas de mi fastidio por los estudios de medicina? Ahora ésta es una de mis
principales ocupaciones. Preparo cataplasmas y suministro polvos. No te
preocupes por mi salud. Nunca me he sentido mejor. Si tus amigos en Francia
vivieran como yo, sé que estarían libres de muchas enfermedades.
Respecto al idioma, hago progresos. Anoto todas las palabras que
escucho. Es cierto, no tengo mucho tiempo para escribir porque dedico casi todo
el tiempo, desde la mañana hasta la noche, a predicar, a visitar a los enfermos,
a recibir a los hurones en mi tienda".
Sobre los gustos artísticos de los
pieles rojas escribe en una carta a su hermano Enrique, el carmelita:
"Necesito una pintura de Jesucristo, pero que no tenga barba. Si no es
posible, que tenga muy poca, como si tuviera dieciocho años. La figura sobre la
cruz debe ser muy clara, sin nadie al lado, para no distraer la atención. Sobre
la cabeza de la Virgen María, haz poner una corona y un cetro en las manos, que
el Niño esté en las rodillas. Esto ayuda a la imaginación de los hurones. No
debes poner ninguna aureola, cámbiala por un sombrero. Los rayos pueden
prestarse a equívocos, las cabezas deben estar siempre cubiertas.
Mándame un cuadro sobre la resurrección del último día, pero haz que las
almas de los bienaventurados aparezcan extraordinariamente felices. Cuando
representes el Juicio final, preocúpate de no confundir. Los muertos resucitados
deben estar fuera de sus tumbas y, si se puede, iluminados. Las caras no deben
pintarse de perfil, sino de frente y con los ojos muy grandes. Los cuerpos no
deben estar completamente vestidos, por lo menos una parte debe estar desnuda.
Los cabellos no deben ser rizados. Ninguna cabeza puede ser calva. Nadie debe
usar barba. Nuestro Señor y Nuestra Señora deben ser muy blancos. Sus vestidos
deben tener colores vivos: rosado, azul, escarlata; nunca verde ni café. Los
santos que descienden del cielo deben ser blancos, como la nieve, con ornamentos
relucientes, con una cara llena de risa y felicidad. Los condenados deben estar
pintados de color negro y asados al fuego. Pon algunas llamas encima y dentro de
la cabeza. Los ojos deben ser como brasas. La boca que esté abierta y de ella
debe salir fuego, también de la nariz y de las orejas. Toda la cara debe
aparecer atormentada, llena de arrugas. Las manos, los pies y los costados deben
tener cadenas de fierro. Pon un terrible dragón, que se retuerza alrededor de
las víctimas, y les muerda las orejas. Recuerda que las escamas de la bestia
deben ser horribles, jamás de color azul. A cada lado de un condenado, pon dos
demonios que lo torturen con arpones de fierro y un tercero que lo tire de los
cabellos".
La Misión entre los petuns Después de establecer
la Residencia central de Santa María para la misión de los hurones, el nuevo
Superior, el P. Pablo Raguenau, destinó a los Padres Isaac Jogues y Carlos
Garnier a la región habitada por los petuns o tribu del Tabaco. Ambos deben
iniciar allí un nuevo campo de evangelización.
El territorio de la nueva
misión dista, hacia el occidente, a unas doce a quince leguas de la región de
los hurones. El nombre de la tribu se debe a las grandes plantaciones de
tabaco.
Los dos misioneros parten en noviembre de 1639. Para Carlos es un
desafío que lo llena de alegría. El camino es duro en el invierno, tanto que
ningún hurón acepta acompañarlos.
Se pierden en el bosque, los senderos
han sido borrados por la nieve. Con hambre llegan a la primera aldea. Ellos la
bautizan con el nombre de los Apóstoles Pedro y Pablo.
El recibimiento es
muy duro. Nadie se atreve a darles hospitalidad. Las mujeres huyen espantadas a
esconderse en las tiendas. Los muchachos siguen a sus madres dando gritos. Todos
piensan que los carapálidas traen enfermedad y hambre. ¿Qué otra cosa pueden
pensar al verlos arrodillados? Sin duda están preparando los
maleficios.
Cada dos días deben seguir a otra aldea. Nadie desea tenerlos
más tiempo. Isaac y Carlos no desmayan. Como les permiten vivir, ellos pueden
continuar recorriendo los pueblos. No se quejan. Sólo están
agradecidos.
Fueron tres meses muy duros. Al fin, regresan a Santa María
con la cara llena de risa. No han logrado casi nada, pero están contentos porque
piensan en el futuro.
El misionero insistente Ocho meses
después, Carlos Garnier regresa a la tribu de los hombres del tabaco. Esta vez,
él es el Superior. Su compañero es el P. Pijart. Sabe que será mal recibido,
pero tiene la decisión de quedarse entre ellos.
Al llegar a la aldea de
los Apóstoles Pedro y Pablo, convoca a los jefes. Les habla con dulzura,
distribuye regalos y solicita quedarse. Es escuchado sin interrupción. Cuando
termina, uno de los sachems le responde:
"No queremos tus regalos. Deja
pronto nuestro país si no quieres sufrir las consecuencias".
Pero
Carlos, a pesar de la amenaza, decide quedarse.
Son otros meses de
trabajo difícil y peligroso. Carlos sabe lo que busca y no desmaya. En dos
ocasiones está a punto de morir, pero Dios parece liberarlo. "Nosotros te
arrancaremos de la tierra, raíz venenosa".
La profesión
solemne En 1642, Carlos queda encargado de la misión de San José, en
la aldea hurona de Teanaustayé. Esta es la época de la cosecha para Carlos
Garnier. Domina el idioma, quiere profundamente a los hurones, sabe su oficio. A
los pocos meses recoge a manos llenas.
"En un mes o dos han progresado
en el conocimiento y en el amor de Dios, más de lo que yo hubiera esperado con
un trabajo de uno o dos años".
La alegría de Carlos se interrumpe con la
noticia terrible de la prisión de sus amigos Isaac Jogues y René Goupil en manos
de los iroqueses. El martirio de René lo llora junto a sus hermanos. La oración,
entonces, la dirige por la preservación de Isaac.
El día 30 de agosto de
1643, en la capilla de la misión de Santa María, Carlos hace su profesión
solemne de cuatro votos en manos del Superior del Canadá, el P. Jerónimo
Lalement. Carlos agradece a Dios la incorporación definitiva a esa Compañía de
Jesús que tanto ama.
El sufrimiento de un gran amigo En el
mes de agosto de 1644, Carlos Garnier recibe las más increíbles noticias de sus
hermanos jesuitas. Isaac Jogues, su entrañable amigo, ha regresado al Canadá.
Sano y salvo. Ha sido torturado por los iroqueses. Ha podido huir gracias a la
ayuda de los holandeses. Estuvo en Francia y ha regresado. ¡Cómo quisiera volar
a su lado para abrazarlo! Con muchas lágrimas de consuelo, agradece a Dios por
la vida del amigo. Pero la obediencia y los trabajos lo obligan a permanecer en
Teanaustayé.
Los detalles de la odisea de Isaac los va sabiendo, uno tras
otro. Ya conocía el hecho de la prisión, en manos iroquesas, el triste día del
30 de junio de 1642. Por la narración entregada por Isaac, ahora se impone del
terrible viaje al interior del país de los mohaws. Una a una le cuentan las
torturas. También los detalles del martirio de San René Goupil. En su interior,
Carlos envidia al joven cirujano.
Isaac Jogues no ha querido decir mucho
sobre su tiempo de esclavitud entre los iroqueses. Algo más ha contado sobre los
holandeses del fuerte de Rensselaerswyck y de New Amsterdam. Han sido palabras
agradecidas hacia esos amigos hugonotes. Ha narrado la huida, el viaje en
velero, la llegada a Francia.
Carlos cree merecida la acogida triunfal
en la corte francesa. Se alegra con la dispensa del Papa y goza con su regreso.
Y ahora, admira el temple de su amigo que ha decidido partir nuevamente al país
de los iroqueses.
De nuevo en la tribu de los petuns En
octubre de 1646, la misión de Teanaustayé es encargada al P. Antonio Daniel.
Carlos Garnier y el P. Leonardo Garreau deben partir a la siempre deseada misión
en la tribu del Tabaco. Esta vez, Carlos ha sido llamado por los sachems. Eso lo
llena de alegría. La aldea Etharita del Clan de los Lobos y la aldea
Ekarenniondi del Clan de los Ciervos solicitan que Uracha sea quien los lleve a
la verdadera fe.
En ese terreno, que bien puede ser considerado virgen,
Carlos siente que ha encontrado el campo y la perla tanto tiempo pesquisados. Es
duro, pero también el consuelo es grande. Muy pronto establece firmemente dos
misiones: la de San Juan y la de San Matías.
Lleva dos meses en su nuevo
puesto. Una carta le trae pronto las noticias del martirio de sus amigos Isaac
Jogues y Juan de La Lande en el país de los iroqueses. Carlos y Leonardo lloran,
pero se consuelan en la fe. Saben que ambos son ahora sus mejores
intercesores.
Una carta escrita al P. General, d el 25 de abril de 1647,
dice casi todo de su trabajo entre los petuns:
"El buen P. Garreau y yo
estamos casi siempre separados, porque él vive en una aldea distante de la mía,
unos diez o doce días de camino. Él viene a mí y yo a él de tanto en tanto. Y
después de permanecer unos días juntos él regresa al poblado donde yo estaba y
yo al de él. Así vivimos".
La guerra de los iroqueses Pero
la cruz del aislamiento no es la más pesada. Las incursiones de los iroqueses
son su mayor preocupación. Carlos sabe que la guerra hace estragos entre los
hurones. No se hace ilusiones. Un día la violencia llegará también a sus dos
misiones de la tribu del Tabaco.
En julio de 1648, con pena conoce la
destrucción de su querida misión de Teanaustayé y la muerte violenta del P.
Antonio Daniel, su sucesor entre los hurones. El Superior, en su carta, les pide
discernir. Carlos y Leonardo deciden quedarse con sus pueblos.
Poco
después, el Superior, al conocer la decisión, determina enviarles compañeros. El
P. Natal Chabanel será el compañero de Carlos en San Juan, y el P.
Adrián Grélon acompañará a Leonardo, en San Matías.
En el mes de marzo de
1649, la amenaza de los iroqueses parece acercarse cada vez más. Hasta el país
de los petuns, con la rapidez del rayo, ha llegado la noticia del martirio de
los PP. Juan de Brébeuf y Gabriel Lalement. Después del incendio, nada queda de
las aldeas huronas.
La muerte de la Misión hurona Ese día
del 16 de marzo de 1649, en Santa María de los hurones, el P. Pablo Raguenau
observa la espiral de humo que se eleva por encima de los bosques. Parece venir
desde la vecina misión de San Luis.
Poco después, llegan las mujeres
llorando y los niños hurones espantados. Con aullidos anuncian el ataque de los
iroqueses. Los PP. Juan de Brébeuf y Gabriel Lalement habían decidido quedarse
con los hurones.
La sangre del P. Raguenau se hiela en las venas. Sin
duda, a estas horas ambos pueden estar en poder de los iroqueses. De inmediato,
el P. Raguenau organiza la defensa de Santa María. Si llegan los iroqueses,
todos pueden perecer.
Al día siguiente, llegan trescientos hurones de la
nación del Oso. Ellos anuncian la llegada de otros doscientos de sus guerreros.
Sigilosamente salen los hurones hacia San Luis y San Ignacio. Primeramente son
vencidos; después, con los socorros, viene la victoria.
El 19 de marzo
llegan a Santa María los hurones que, con el desastre iroqués, se han liberado.
El sachem Esteban Annaotaha cuenta a los horrorizados jesuitas los detalles del
martirio de Juan de Brébeuf y de Gabriel Lalement. Todos lloran.
Al
amanecer del día veinte, los jesuitas con algunos guerreros viajan a San Luis y
a San Ignacio. Sólo encuentran ruinas, silencio y muerte. Sollozando, recogen el
cuerpo ennegrecido de Juan y el cadáver del atormentado Gabriel. Con veneración
los llevan a Santa María.
En una semana, los hurones abandonan quince
aldeas. Algunos buscan refugio en la nación de los neutrales. Otros se dirigen
al norte, hacia los algonquines. Centenares parten hacia la tierra de los
petuns. La nación hurona parece morir.
Los jesuitas deciden, entonces,
acompañarlos. Determinan abandonar la Misión de Santa María y reconstruirla en
otro sitio. Con doce hurones mayores celebran consejo, y deciden trasladarse a
la isla Ahoendoe.
De inmediato, el P. Raguenau organiza los trabajos.
Con sus hurones, construye una barcaza de 16 metros de longitud y una balsa de
troncos de 25 metros. Empaquetan y enfardan todo: ropa, maíz, provisiones,
semillas y pescado ahumado. Con especial cuidado envuelven los vasos sagrados,
ornamentos, imágenes y los libros. Las reliquias de los mártires las ponen en
una caja, con fuertes cerraduras.
El 14 de junio de 1649, después de
asegurarse de que no hay iroqueses en la cercanía, se embarcan todos, aun los
animales. Los hurones los siguen en sus canoas. Santa María es destruida a
fuego.
Desembarcan en Ahoendoe, y febrilmente comienzan a levantar las
construcciones. Los hurones, hambrientos, llegan de todas partes. Los problemas
de alimentación son extremadamente duros y ésta es la primera preocupación del
Superior.
La guerra en el país de los petuns En noviembre,
algunos hurones, que regresan de la tierra de los petuns, comunican la
aterradora noticia de que los iroqueses han levantado también el hacha de guerra
contra la tribu del Tabaco.
El P. Pablo Raguenau queda aterrado, pues
ahora cuatro de sus misioneros viven en los poblados de los petuns. En Etarita,
están los PP. Carlos Garnier y Natal Chabanel y, a 15 kilómetros más lejos, los
PP. Adrián Grélon y Leonardo Garreau.
De inmediato, el P. Raguenau
escribe a Carlos Garnier, ordenándole a él y a los otros tres dirigirse a la
nueva Santa María de Ahoendoe, cuanto antes, a menos que alguna poderosa razón
lo impida.
Otro discernimiento heroico En Etarita, a
principios de diciembre, los PP. Carlos Garnier y Natal Chabanel reciben la
orden del P. Raguenau. Silenciosamente y con tristeza se miran ambos. Cada uno
da sus razones. Sí, el peligro de los iroqueses existe. Pero ése no puede ser un
motivo para abandonar a los cristianos. Conversan, discuten, rezan y disciernen,
como tal vez jamás lo han hecho en sus vidas.
Al fin, Carlos Garnier, el
superior de los dos, toma la decisión. Partirá el P. Natal Chabanel y él se
quedará con los petuns. En carta al P. Pablo Raguenau, explica:
"No
tengo temor alguno por mi vida. Lo que más sentiría sería abandonar a mis
cristianos. Ellos me necesitan en su hambre, miseria y en el terror de la
guerra. Dejaría de utilizar la oportunidad que Dios me da, de morir por Él. Pero
en todo momento estoy dispuesto a dejarlo todo y a morir en la obediencia".
Bajo el doble mandato de la obediencia, el P. Natal Chabanel sale de
Etarita el 5 de diciembre de 1649.
El ansiado martirio El
martes 7 de diciembre, a las tres de la tarde, mientras Carlos hace su
acostumbrada visita apostólica, oye el grito aterrorizado de sus cristianos:
¡Los iroqueses! ¡Los iroqueses!.
De inmediato corre. Ve a los iroqueses,
con sus pinturas de guerra, entrando al poblado y derribando todo. Corre a la
Capilla. Grita a los petuns para que huyan sin tardanza. Bendice a los
cristianos.
"¡Uracha, sálvate! ¡Huye con nosotros! Él hace un gesto,
negándose. De pronto, siente en su pecho la herida de una bala de mosquete.
Después, otra bala le perfora el estómago. Pierde entonces el conocimiento.
Al recobrarlo, se encuentra totalmente desnudo, con la sangre manando de
las heridas. Musita el acto de contrición. A poca distancia ve a un petun que se
retuerce en agonía.
Carlos entonces se levanta, penosamente, y se
desploma. Haciendo un esfuerzo, intenta taponar la sangre y se arrastra hacia el
moribundo. Entonces, un iroqués se precipita sobre él, le corta el cuero
cabelludo y le clava el hacha en la cabeza.
La
glorificación Los restos de Carlos fueron recogidos por los PP.
Adrián Grélon y Leonardo Garreau, dos días después.
Sentados en tierra
permanecieron todo el día, como estatuas de bronce, la cabeza inclinada y los
ojos fijos en el suelo. No debían llorar, porque eso era indigno de un valiente.
Lo enterraron en lo que había sido su Capilla.
San Carlos Garnier fue
canonizado el 26 de junio de 1930, conjuntamente con Juan de Brébeuf, Isaac
Jogues, René Goupil, Juan de La Lande, Antonio Daniel, Gabriel Lalement y Natal
Chabanel.
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