San Elzeario o Elzearo de Sabran, Laico
Septiembre 27
Martirologio Romano: En París, en Francia, san Elzearo de Sabran, conde de Arian, que viviendo la virginidad y todas las virtudes con su esposa, la beata Delfina, murió en la flor de la edad (1323).
Martirologio Romano: En París, en Francia, san Elzearo de Sabran, conde de Arian, que viviendo la virginidad y todas las virtudes con su esposa, la beata Delfina, murió en la flor de la edad (1323).
Fecha de canonización: Fue canonizado solemnemente en la
basílica de San Pedro de Roma por el papa Urbano V el 1 de abril de
1369.
Elzeario de Sabrán y Delfina de Provenza, esposos, vivieron virginalmente el matrimonio. Vistieron el hábito de la Tercera Orden Franciscana, cuyo espíritu orientó y conformó sus vidas. De condición noble y rica, distribuían abundantes limosnas a los pobres, y se dedicaban de continuo a la oración y a las obras buenas. La Beata Delfina vivió 35 años en santa viudez.
Tengamos en cuenta, antes de entrar en la vida de este
matrimonio santo, que también la santidad, como todas las cosas, sufre las
influencias del ambiente. Muchas cosas hay en los santos enteramente acordes con
las ideas del tiempo en que vivieron, y que hoy, o no resultarían imitables, o
en algunos casos podrían llegar a ser perjudiciales. Esto no quita para que
podamos leer con fruto su vida, porque aunque no podamos imitar detalladamente
los ejemplos concretos que nos dieron, podemos y debemos, en cambio, sentir el
estímulo que supone la contemplación de la generosidad con que ellos
respondieron al llamamiento divino. Así, aunque en la vida de este santo
matrimonio haya cosas que choquen con nuestra mentalidad actual, no podemos
menos de reconocer que constituye un magnífico ejemplo de dócil entrega a los
impulsos del Espíritu Santo y que en lo sustancial puede servir como actualísima
lección de lo que ha de ser un hogar
cristiano.
Catorce años tenía Delfina, nacida en Puimichel (Provenza) en
1282, cuando le propusieron el matrimonio con Elzear, quien había nacido en
Aussouis (Provenza) el año 1285, y era dos años más joven que ella. Y a sus
catorce años, rechazó con energía aquella unión que le proponían. Sin embargo, y
cediendo a los consejos de un franciscano, terminó por consentir, y dos años
después se celebró el matrimonio. Los dos jovencitos así unidos, quedaron solos
después de cuatro días de fiesta, y entonces tuvo lugar en realidad,
históricamente demostrado, lo que tantas veces ha sido un elemento claramente
legendario en la vida de los santos. Solos en su cámara nupcial, Delfina mostró
a su esposo el gran deseo que tenía de quedar siempre virgen. Él consintió en
ello, pero sin querer en manera alguna obligarse con voto, como ella se lo
pedía. Entonces ella insistió una y otra vez en los ejemplos de San Alejo y de
Santa Cecilia, en consideraciones sobre la brevedad de esta vida, lo
despreciable del mundo, lo hermoso de la gloria eterna. Con todo, Elzear no
consentía en el voto, aunque continuaba respetando la virginidad de su esposa.
Un día cayó ésta gravemente enferma y declaró de manera rotunda a su esposo que
estaba persuadida de que sólo el doble voto de castidad la curaría. Entonces
Elzear prometió satisfacerle. Ambos hicieron su voto ante un franciscano, que
era su confesor, y entraron en la Tercera
Orden.
Su santidad se inserta de lleno en la maravillosa corriente de
espiritualidad franciscana que recorre toda la Edad Media. Ambos pertenecían a
familias de la primera nobleza, y gozaban, por consiguiente, de gran abundancia
de bienes de fortuna. Pero, como San Luis de Francia, San Fernando de Castilla,
Santa Isabel de Portugal y su homónima la de Hungría, supieron en medio de las
riquezas conservar enteramente libre su corazón, y aplicar, a su vida de
seglares, el admirable contenido evangélico de la regla de los terciarios
franciscanos.
Marido y mujer llevaban la estameña bajo sus nobles vestidos.
Por la noche se reunían para pasarla en oración y disciplinarse. Delfina no tocó
nunca a su marido más que para hacerle pequeños servicios. Elzear había hecho un
reglamento muy preciso y detallado para la buena marcha de la casa, que le
exigía, entre otras cosas, la misa diaria y una especie de círculo de estudios
familiar.
Pero todo esto se hacía sin abandonar la vida propia de un
matrimonio seglar. Así vemos a Elzear abandonar a su esposa para marchar al
reino de Nápoles, en el que había heredado el condado de Ariano Irpino
(Benevento). Allí brillaba, de una parte, la bondad, y, de otra parte, la
firmeza del joven señor provenzal. Encantador en el trato con los pobres, sabía,
sin embargo, hacer frente con valentía a la turbulencia de sus vasallos
italianos. Y al terminar el ejercicio de las armas, retirarse, después del
combate, para disciplinarse. Su destreza en el manejo de las armas brillaba en
la corte napolitana. Un día, Delfina se encontraba entonces con él, hubo una
gran fiesta en Nápoles. Ambos cónyuges supieron hacer un magnífico papel. Elzear
arrebató un anillo con su lanza, desde el caballo lanzado a todo galope, en
pleno torneo. Horas después, en el baile, Delfina se mostraba encantadora,
evolucionando con una gracia enteramente
singular.
Su existencia venía repartiéndose entre la Provenza natal y
aquellas tierras de Italia. Hacia 1317, Elzear ve aumentarse sus
responsabilidades, porque el rey Roberto I le encarga administrar justicia en el
Abruzo citerior. Poco después el matrimonio tiene que marchar a París, nombrado
Elzear embajador extraordinario por el mismo rey Roberto para negociar un
matrimonio de príncipes. Pero sólo Elzear pudo hacer el viaje. Delfina se vio
obligada a quedarse en la corte del rey Roberto, en Aviñón, lejos de pensar que
aquella separación iba a ser
definitiva.
En París, el 27 de septiembre de 1323, cuando solo tenía
treinta y ocho años, moría Elzear. El rey de Francia Carlos IV enviaba
rápidamente un correo que diera la noticia a su esposa. Pero ya ella la había
conocido misteriosamente. Sin vacilar un momento, abandonó la corte del rey y se
volvió a sus
tierras.
Elzear dejaba en pos de sí el recuerdo de una vida
verdaderamente santa. Como el rey San Luis, se le había visto visitar los
hospitales, atender a los leprosos, cuidarles con sus propias manos y besarles.
Verdadero asceta en el mundo, había sido un constante abogado de los pobres, un
mentor ejemplar del joven príncipe Carlos de Calabria, hijo de Roberto I, y un
esposo modelo para su mujer, que confesaba que junto a él sentía una constante
invitación a crecer en la gracia divina, y veía a su esposo como a su ángel
guardián.
Un año después de su muerte, Elzear se apareció a su esposa y
le reprochó con dulzura la pena que mostraba por su muerte. «El lazo se ha roto,
y ahora estamos libres», le dijo recordando las palabras del salmo 123 y la
liturgia de los Santos Inocentes. Delfina sonrió en medio de sus lágrimas,
volvió a su antigua alegría, y se dedicó de lleno a la tarea de santificarse más
y más.
Fiel a la espiritualidad franciscana, quiso abrazarse con la
pobreza. Pero eso no era fácil. Poco a poco fue despojándose de sus bienes.
Abandonó sus tierras de Provenza y se fue a Nápoles. Aunque le ofrecieron
alojamiento en la corte, ella prefirió vivir miserablemente y mendigando. Los
chiquillos la injuriaban por la calle, y ella se gozaba en aquella
humillación.
Pero he aquí que sobreviene algo imprevisto: la reina doña
Sancha había quedado viuda del rey Roberto en 1343 y quería tener junto a sí
alguien que le apoyara en su vida espiritual. Llamó a Delfina y la hizo su
consejera. Por indicación de ella entró la reina en las franciscanas de Santa
Cruz de Nápoles, donde murió el año
1345.
Delfina volvió a la ciudad francesa de Apt, donde ya había
vivido buena parte de la última fase de su vida, y allí pasó sus quince últimos
años. Humilde y pobre, no desatendió, sin embargo, a sus conciudadanos. Cuando
una guerra local amenaza arruinar el país, Delfina, aunque enferma, se interpone
y consigue un apaciguamiento. Es hermoso también verla organizando una caja
rural, en la que ella actuaba de secretaria y de fiadora. Prestando sin interés,
conseguía resolver dificilísimas situaciones de los pobres labradores. La
santidad, bien conocida por todos, de Delfina, era la garantía que permitía que
aquella interesante empresa
funcionara.
Por fin, el 26 de noviembre de 1360, a sus setenta y ocho años,
murió en Apt, donde se la enterró, juntamente con su marido, en la iglesia de
los franciscanos.
El pueblo rodeó aquella tumba bien pronto de una espontánea y
cariñosa veneración. Tres años después de la muerte de Delfina, los comisarios
apostólicos enviaban al Papa un informe sumamente favorable a su causa. Pero el
resultado no fue decisivo por el momento. Había temor de que Delfina, en su
trato con la reina doña Sancha y los franciscanos «espirituales», rebeldes a la
Santa Sede, se hubiera contaminado de algunos de sus errores. Sólo años después
su nombre empieza a aparecer en los martirologios franciscanos, y el Papa
Inocencio XII aprobó su culto el 24 de julio de
1694.
Por lo que hace a Elzear, fue canonizado solemnemente en la
basílica de San Pedro de Roma por el papa Urbano V el 1 de abril de 1369. Se
conserva su proceso de canonización, en el que, desgraciadamente, falta la
declaración, que tan interesante hubiese sido, de su esposa Delfina. La fiesta
de San Elzear se celebraba el 27, y se celebra juntamente con la de su esposa el
26 de septiembre.
A propósito del caso de estos santos esposos escribió Blondel
unas palabras con las que terminamos esta semblanza: «Asociarse (en el
matrimonio) para ayudarse mutuamente en la caridad humana y divina o para
realizar una especie de respetuosa inmolación doblemente meritoria, no es
incompatible con la confianza en gracias excepcionales o en circunstancias
impuestas por estados físicos y morales. Por eso ha sido posible canonizar
vocaciones paradójicas y de una virtud singular, como la de San Elzear y la
Beata Delfina de Provenza, verdaderos esposos, pero unidos en una emulación
virginal».
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Autor: Lamberto de Echeverría | Fuente:
Franciscanos.org
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