San Luis IX, Rey de Francia
Agosto 25
Maartirologio Romano: San Luis IX, rey de Francia, que, tanto en tiempo de paz como durante la guerra para defensa de los cristianos, se distinguió por su fe activa, su justicia en el gobierno, el amor a los pobres y la paciencia en las situaciones adversas. Tuvo once hijos en su matrimonio, a los que educó de una manera inmejorable y piadosa, y gastó sus bienes, fuerzas y su misma vida en la adoración de la Cruz, la Corona y el sepulcro del Señor, hasta que, contagiado de peste, murió en el campamento de Túnez, en la costa de África del Norte (1270).
Maartirologio Romano: San Luis IX, rey de Francia, que, tanto en tiempo de paz como durante la guerra para defensa de los cristianos, se distinguió por su fe activa, su justicia en el gobierno, el amor a los pobres y la paciencia en las situaciones adversas. Tuvo once hijos en su matrimonio, a los que educó de una manera inmejorable y piadosa, y gastó sus bienes, fuerzas y su misma vida en la adoración de la Cruz, la Corona y el sepulcro del Señor, hasta que, contagiado de peste, murió en el campamento de Túnez, en la costa de África del Norte (1270).
Etimología:
Luis = guerrero ilustre. Viene de la lengua
alemana.
Fecha
de canonización: El Papa Bonifacio VIII lo canonizo en el año 1297
San Luis, rey de Francia, es, ante todo, una Santo cuya figura angélica impresionaba a todos con sólo su presencia. Vive en una época de grandes heroísmos cristianos, que él supo aprovechar en medio de los esplendores de la corte para ser un dechado perfecto de todas las virtudes. Nace en Poissy el 25 de abril de 1214, y a los doce años, a la muerte de su padre, Luis VIII, es coronado rey de los franceses bajo la regencia de su madre, la española Doña Blanca de Castilla. Ejemplo raro de dos hermanas, Doña Blanca y Doña Berenguela, que supieron dar sus hijos, más que para reyes de la tierra, para santos y fieles discípulos del Señor. Las madres, las dos princesas hijas del rey Alfonso VIII de Castilla, y los hijos, los santos reyes San Luis y San Fernando.
En
medio de las dificultades de la regencia supo Doña Blanca infundir en el tierno
infante los ideales de una vida pura e inmaculada. No olvida el inculcarle los
deberes propios del oficio que había de desempeñar más tarde, pero ante todo va
haciendo crecer en su alma un anhelo constante de servicio divino, de una
sensible piedad cristiana y de un profundo desprecio a todo aquello que pudiera
suponer en él el menor atisbo de pecado. «Hijo -le venía diciendo
constantemente-, prefiero verte muerto que en desgracia de Dios por el pecado
mortal».
Es
fácil entender la vida que llevaría aquel santo joven ante los ejemplos de una
tan buena y tan delicada madre. Tanto más si consideramos la época difícil en
que a ambos les tocaba vivir, en medio de una nobleza y de unas cortes que
venían a convertirse no pocas veces en hervideros de los más desenfrenados,
rebosantes de turbulencias y de tropelías. Contra éstas tuvo que luchar
denodadamente Doña Blanca, y, cuando el reino había alcanzado ya un poco de
tranquilidad, hace que declaren mayor de edad a su hijo, el futuro Luis IX, el 5
de abril de 1234. Ya rey, no se separa San Luis de la sabia mirada de su madre,
a la que tiene siempre a su lado para tomar las decisiones más importantes. En
este mismo año, y por su consejo, se une en matrimonio con la virtuosa
Margarita, hija de Ramón Berenguer, conde de Provenza. Ella sería la compañera
de su reinado y le ayudaría también a ir subiendo poco a poco los peldaños de la
santidad.
En
lo humano, el reinado de San Luis se tiene como uno de los más ejemplares y
completos de la historia. Su obra favorita, las Cruzadas, son una muestra de su
ideal de caballero cristiano, llevado hasta las últimas consecuencias del
sacrificio y de la abnegación. Por otra parte, tanto en la política interior
como en la exterior San Luis ajustó su conducta a las normas más estrictas de la
moral cristiana. Tenía la noción de que el gobierno es más un deber que un
derecho; de aquí que todas sus actividades obedecieran solamente a esta idea: el
hacer el bien buscando en todo la felicidad de sus
súbditos.
Desde
el principio de su reinado San Luis lucha para que haya paz entre todos, pueblos
y nobleza. Todos los días administra justicia personalmente, atendiendo las
quejas de los oprimidos y desamparados. Desde 1247 comisiones especiales fueron
encargadas de recorrer el país con objeto de enterarse de las más pequeñas
diferencias. Como resultado de tales informaciones fueron las grandes ordenanzas
de 1254, que establecieron un compendio de obligaciones para todos los súbditos
del
reino.
El
reflejo de estas ideas, tanto en Francia como en los países vecinos, dio a San
Luis fama de bueno y justiciero, y a él recurrían a veces en demanda de ayuda y
de consejo. Con sus nobles se muestra decidido para arrancar de una vez la
perturbación que sembraban por los pueblos y ciudades. En 1240 estalló la última
rebelión feudal a cuenta de Hugo de Lusignan y de Raimundo de Tolosa, a los que
se sumó el rey Enrique III de Inglaterra. San Luis combate contra ellos y
derrota a los ingleses en Saintes (22 de julio de 1242). Cuando llegó la hora de
dictar condiciones de paz el vencedor desplegó su caridad y misericordia. Hugo
de Lusignan y Raimundo de Tolosa fueron perdonados, dejándoles en sus
privilegios y posesiones. Si esto hizo con los suyos, aún extremó más su
generosidad con los ingleses: el tratado de París de 1259 entregó a Enrique III
nuevos feudos de Cahors y Périgueux, a fin de que en adelante el agradecimiento
garantizara mejor la paz entre los dos
Estados.
Padre
de su pueblo y sembrador de paz y de justicia, serán los títulos que más han de
brillar en la corona humana de San Luis, rey. Exquisito en su trato, éste lo
extiende, sobre todo, en sus relaciones con el Papa y con la Iglesia. Cuando por
Europa arreciaba la lucha entre el emperador Federico II y el Papa por causa de
las investiduras y regalías, San Luis asume el papel de mediador, defendiendo en
las situaciones más difíciles a la Iglesia. En su reino apoya siempre sus
intereses, aunque a veces ha de intervenir contra los abusos a que se entregaban
algunos clérigos, coordinando de este modo los derechos que como rey tenía sobre
su pueblo con los deberes de fiel cristiano, devoto de la Silla de San Pedro y
de la Jerarquía. Para hacer más eficaz el progreso de la religión en sus Estados
se dedica a proteger las iglesias y los sacerdotes. Lucha denodadamente contra
los blasfemos y perjuros, y hace por que desaparezca la herejía entre los
fieles, para lo que implanta la Inquisición romana, favoreciéndola con sus leyes
y
decisiones.
Personalmente
da un gran ejemplo de piedad y devoción ante su pueblo en las fiestas y
ceremonias religiosas. En este sentido fueron muy celebradas las grandes
solemnidades que llevó a cabo, en ocasión de recibir en su palacio la corona de
espinas, que con su propio dinero había desempeñado del poder de los venecianos,
que de este modo la habían conseguido del empobrecido emperador del Imperio
griego, Balduino II. En 1238 la hace llevar con toda pompa a París y construye
para ella, en su propio palacio, una esplendorosa capilla, que de entonces tomó
el nombre de Capilla Santa, a la que fue adornando después con una serie de
valiosas reliquias entre las que sobresalen una buena porción del santo madero
de la cruz y el hierro de la lanza con que fue atravesado el costado del
Señor.
A
todo ello añadía nuestro Santo una vida admirable de penitencia y de
sacrificios. Tenía una predilección especial para los pobres y desamparados, a
quienes sentaba muchas veces a su mesa, les daba él mismo la comida y les lavaba
con frecuencia los pies, a semejanza del Maestro. Por su cuenta recorre los
hospitales y reparte limosnas, se viste de cilicio y castiga su cuerpo con duros
cilicios y disciplinas. Se pasa grandes ratos en la oración, y en este espíritu,
como antes hiciera con él su madre, Doña Blanca, va educando también a sus
hijos, cumpliendo de modo admirable sus deberes de padre, de rey y de
cristiano.
Sólo
le quedaba a San Luis testimoniar de un modo público y solemne el gran amor que
tenía para con nuestro Señor, y esto le impulsa a alistarse en una de aquellas
Cruzadas, llenas de fe y de heroísmo, donde los cristianos de entonces iban a
luchar por su Dios contra sus enemigos, con ocasión de rescatar los Santos
Lugares de Jerusalén. A San Luis le cabe la gloria de haber dirigido las dos
últimas Cruzadas en unos años en que ya había decaído mucho el sentido noble de
estas empresas, y que él vigoriza de nuevo dándoles el sello primitivo de la
cruz y del
sacrificio.
En
un tiempo en que estaban muy apurados los cristianos del Oriente el papa
Inocencio IV tuvo la suerte de ver en Francia al mejor de los reyes, en quien
podía confiar para organizar en su socorro una nueva empresa. San Luis, que
tenía pena de no amar bastante a Cristo crucificado y de no sufrir bastante por
Él, se muestra cuando le llega la hora, como un magnífico soldado de su causa.
Desde este momento va a vivir siempre con la vista clavada en el Santo Sepulcro,
y morirá murmurando:
«Jerusalén».
En
cuanto a los anteriores esfuerzos para rescatar los Santos Lugares, había
fracasado, o poco menos, la Cruzada de Teobaldo IV, conde de Champagne y rey de
Navarra, emprendida en 1239-1240. Tampoco la de Ricardo de Cornuailles, en
1240-1241, había obtenido otra cosa que la liberación de algunos centenares de
prisioneros.
Ante
la invasión de los mogoles, unos 10.000 kharezmitas vinieron a ponerse al
servicio del sultán de Egipto y en septiembre de 1244 arrebataron la ciudad de
Jerusalén a los cristianos. Conmovido el papa Inocencio IV, exhortó a los reyes
y pueblos en el concilio de Lyón a tomar la cruz, pero sólo el monarca francés
escuchó la voz del Vicario de
Cristo.
Luis
IX, lleno de fe, se entrevista con el Papa en Cluny (noviembre de 1245) y,
mientras Inocencio IV envía embajadas de paz a los tártaros mogoles, el rey
apresta una buena flota contra los turcos. El 12 de junio de 1248 sale de París
para embarcarse en Marsella. Le siguen sus tres hermanos, Carlos de Anjou,
Alfonso de Poitiers y Roberto de Artois, con el duque de Bretaña, el conde de
Flandes y otros caballeros, obispos, etc. Su ejército lo componen 40.000 hombres
y 2.800
caballos.
El
17 de septiembre los hallamos en Chipre, sitio de concentración de los cruzados.
Allí pasan el invierno, pero pronto les atacan la peste y demás enfermedades. El
15 de mayo de 1249, con refuerzos traídos por el duque de Borgoña y por el conde
de Salisbury, se dirigen hacia Egipto. «Con el escudo al cuello -dice un
cronista- y el yelmo a la cabeza, la lanza en el puño y el agua hasta el
sobaco», San Luis, saltando de la nave, arremetió contra los sarracenos. Pronto
era dueño de Damieta (7 de junio de 1249). El sultán propone la paz, pero el
santo rey no se la concede, aconsejado de sus hermanos. En Damieta espera el
ejército durante seis meses, mientras se les van uniendo nuevos refuerzos, y al
fin, en vez de atacar a Alejandría, se decide a internarse más al interior para
avanzar contra El Cairo. La vanguardia, mandada por el conde Roberto de Artois,
se adelanta temerariamente por las calles de un pueblecillo llamado Mansurah,
siendo aniquilada casi totalmente, muriendo allí mismo el hermano de San Luis (8
de febrero de 1250). El rey tuvo que reaccionar fuertemente y al fin logra
vencer en duros encuentros a los infieles. Pero éstos se habían apoderado de los
caminos y de los canales en el delta del Nilo, y cuando el ejército, atacado del
escorbuto, del hambre y de las continuas incursiones del enemigo, decidió, por
fin, retirarse otra vez a Damieta, se vio sorprendido por los sarracenos, que
degollaron a muchísimos cristianos, cogiendo preso al mismo rey, a su hermano
Carlos de Anjou, a Alfonso de Poitiers y a los principales caballeros (6 de
abril).
Era
la ocasión para mostrar el gran temple de alma de San Luis. En medio de su
desgracia aparece ante todos con una serenidad admirable y una suprema
resignación. Hasta sus mismos enemigos le admiran y no pueden menos de tratarle
con deferencia. Obtenida poco después la libertad, que con harta pena para el
Santo llevaba consigo la renuncia de Damieta, San Luis desembarca en San Juan de
Acre con el resto de su ejército. Cuatro años se quedó en Palestina fortificando
las últimas plazas cristianas y peregrinando con profunda piedad y devoción a
los Santos Lugares de Nazaret, Monte Tabor y Caná. Sólo en 1254, cuando supo la
muerte de su madre, Doña Blanca, se decidió a volver a
Francia.
A
su vuelta es recibido con amor y devoción por su pueblo. Sigue administrando
justicia por sí mismo, hace desaparecer los combates judiciarios, persigue el
duelo y favorece cada vez más a la Iglesia. Sigue teniendo un interés especial
por los religiosos, especialmente por los franciscanos y dominicos. Conversa con
San Buenaventura y Santo Tomás de Aquino, visita los monasterios y no pocas
veces hace en ellos oración, como un monje más de la
casa.
Sin
embargo, la idea de Jerusalén seguía permaneciendo viva en el corazón y en el
ideal del Santo. Si no llegaba un nuevo refuerzo de Europa, pocas esperanzas les
iban quedando ya a los cristianos de Oriente. Los mamelucos les molestaban
amenazando con arrojarles de sus últimos reductos. Por si fuera poco, en 1261
había caído a su vez el Imperio Latino, que años antes fundaran los occidentales
en Constantinopla. En Palestina dominaba entonces el feroz Bibars (la Pantera),
mahometano fanático, que se propuso acabar del todo con los cristianos. El papa
Clemente IV instaba por una nueva Cruzada. Y de nuevo San Luis, ayudado esta vez
por su hermano, el rey de Sicilia, Carlos de Anjou, el rey Teobaldo II de
Navarra, por su otro hermano Roberto de Artois, sus tres hijos y gran compañía
de nobles y prelados, se decide a luchar contra los
infieles.
En
esta ocasión, en vez de dirigirse directamente al Oriente, las naves hacen proa
hacia Túnez, enfrente de las costas francesas. Tal vez obedeciera esto a ciertas
noticias que habían llegado a oídos del Santo de parte de algunos misioneros de
aquellas tierras. En un convento de dominicos de Túnez parece que éstos
mantenían buenas relaciones con el sultán, el cual hizo saber a San Luis que
estaba dispuesto a recibir la fe cristiana. El Santo llegó a confiarse de estas
promesas, esperando encontrar con ello una ayuda valiosa para el avance que
proyectaba hacer hacia Egipto y
Palestina.
Pero
todo iba a quedar en un lamentable engaño que iba a ser fatal para el ejército
del rey. El 4 de julio de 1270 zarpó la flota de Aguas Muertas y el 17 se
apoderaba San Luis de la antigua Cartago y de su castillo. Sólo entonces
empezaron los ataques violentos de los
sarracenos.
El
mayor enemigo fue la peste, ocasionada por el calor, la putrefacción del agua y
de los alimentos. Pronto empiezan a sucumbir los soldados y los nobles. El 3 de
agosto muere el segundo hijo del rey, Juan Tristán, cuatro días más tarde el
legado pontificio y el 25 del mismo mes la muerte arrebataba al mismo San Luis,
que, como siempre, se había empeñado en cuidar por sí mismo a los apestados y
moribundos. Tenía entonces cincuenta y seis años de edad y cuarenta de
reinado.
Pocas
horas más tarde arribaban las naves de Carlos de Anjou, que asumió la dirección
de la empresa. El cuerpo del santo rey fue trasladado primeramente a Sicilia y
después a Francia, para ser enterrado en el panteón de San Dionisio, de París.
Desde este momento iba a servir de grande veneración y piedad para todo su
pueblo. Unos años más tarde, el 11 de agosto de 1297, era solemnemente
canonizado por Su Santidad el papa Bonifacio VIII en la iglesia de San Francisco
de Orvieto
(Italia).
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Autor:
Francisco Martín Hernández | Fuente:
Franciscanos.org
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