Santa Emilia de Vialar,
Fundadora
Agosto 24
Virgen y Fundadora de la Congregación de las Hermanas de San José de la Aparición
Agosto 24
Virgen y Fundadora de la Congregación de las Hermanas de San José de la Aparición
Martirologio Romano: En Marsella, en Francia, santa Emilia de Vialar, virgen, que tras haber trabajado con denuedo por difundir el Evangelio en países lejanos, fundó la Congregación de las Hermanas de San José de la Aparición y la propagó ampliamente (1856).
Etimológicamente: Emilia = Aquella
que es amable y gentil, es de origen
griego.
Fecha de canonización: Fue
canonizada el 24 de junio de 1951 por el papa Pío XII.
En agosto de 1835 un navío francés atracaba majestuosamente en el puerto de Argel, “la ciudad blanca". Rompen a tocar las charangas militares, y, entre los vítores guturales que lanza la multitud y el estruendo de la artillería que atruena el espacio, cuatro humildes monjitas descienden al desembarcadero y pasan entre dos filas de soldados que presentan armas. Pero no se vaya a creer que estos honores son precisamente para ellas. Es que han venido en el mismo barco que trae al nuevo gobernador general, mariscal Clauzel. Con él ha hecho también la travesía el barón de Vialar, hermano de Emilia, fundadora de un naciente Instituto —las Hermanas de San José de la Aparición— que, todavía en los primeros balbuceos de su existencia, ya se siente con bríos para llevar a las gentes mahometanas de Africa el mensaje de Cristo, desplegando ante ellas "todas las formas de la caridad".
En agosto de 1835 un navío francés atracaba majestuosamente en el puerto de Argel, “la ciudad blanca". Rompen a tocar las charangas militares, y, entre los vítores guturales que lanza la multitud y el estruendo de la artillería que atruena el espacio, cuatro humildes monjitas descienden al desembarcadero y pasan entre dos filas de soldados que presentan armas. Pero no se vaya a creer que estos honores son precisamente para ellas. Es que han venido en el mismo barco que trae al nuevo gobernador general, mariscal Clauzel. Con él ha hecho también la travesía el barón de Vialar, hermano de Emilia, fundadora de un naciente Instituto —las Hermanas de San José de la Aparición— que, todavía en los primeros balbuceos de su existencia, ya se siente con bríos para llevar a las gentes mahometanas de Africa el mensaje de Cristo, desplegando ante ellas "todas las formas de la caridad".
Emilia Vialar había visto la luz
primera en la graciosa ciudad de Gaillac, que baña con sus aguas el Tarn, en el
Languedoc. La ceremonia del bautizo se celebró el 12 de septiembre de 1797 en la
iglesia parroquial de San Pedro, sin alegría de campanas, toda vez que, por
orden del Comité de Salud Pública, durante el Terror habían sido descolgadas
para fundirlas, convirtiéndolas en cañones, aunque con el boato y esplendidez
que se podían permitir sus acaudalados
padres.
Allí, en una de aquellas quintas
señoriales coronadas de altas azoteas, desde las que se domina un panorama
encantador, se deslizaron suavemente los años de la infancia de Emilia. ¡Con qué
bella plasticidad los sintetiza la escena hogareña que nos ofrece una de sus
biografías! A la sombra de una espléndida acacia, la niña aprende a leer en el
libro que se abre sobre las rodillas de su mamá, la baronesa de Vialar, cuya
delicada salud la obliga a pasar frecuentemente los días estivales al aire libre
tendida en un canapé. "El buen Dios —dice la solícita educadora a su hijita— nos
ha criado. Nos ama. ¿Lo entiendes, querida mía?” "Sí", replica Emilia con todo
el fervor de su alma
pura.
Pero la baronesa no puede continuar
su dulce y duro magisterio, y decide enviar a su hija a la escuela. La elección
no es fácil. Pese al concordato que habían firmado conjuntamente Bonaparte y el
Papa, aún permanecían cerradas en la ciudad las casas de enseñanza religiosa. La
única institutriz de la región era una damisela que había personificado a la
diosa Razón en las sacrílegas mascaradas de los pasados tiempos revolucionarios.
No hubo otro remedio. Y mañana y tarde, durante seis años las calles tortuosas
de Gaillac vieron pasar a una niña de grandes ojos castaños y crenchas doradas,
desbordantes de su blanca cofia, que con el cestillo al brazo, se dirigía a la
escuela, abierta en la ciudad por aquella infeliz. Dicho se está que entre la
nueva maestra y la avisada discípula no pudo establecerse jamás ninguna
corriente de
simpatía.
Una tarde de septiembre de 1810 la
familia de Vialar llegó a París, ebrio a la sazón con el vino espumoso de las
últimas victorias imperiales, para presentar a la jovencita Emilia a las
religiosas de la Congregación de Nuestra Señora, fundada en el siglo XVIII por
San Pedro Fourier, que regentaban el célebre pensionado de l´abbaye-au-Bois,
cuya reapertura era reciente. Cabe afirmar que éste fue el gesto postrero de su
cristiana madre, quien el 17 de aquel mismo mes expiró, rodeada de los suyos, a
la prometedora edad de treinta y cuatro años. Con tan acerbo dolor se inicia el
Viacrucis que tendrá que recorrer intrépidamente la futura fundadora. Sin
embargo, no escalará sola la cuesta del
Calvario.
A los trece años have su primera
comunión en la capilla del convento en que se educa, y Jesús toma posesión del
alma de la niña. No transcurren dos sin que su afligido padre reclame la
presencia de la pensionista en la morada familiar de Gaillac, tan llena de
entrañables recuerdos. La colegiala, hecha ya una mujercita, retorna de París.
Pasa del tibio invernadero de l´abbaye-au-Bois a la vida de frivolidad y de
chismorreo de la pequeña ciudad, con riesgo de que el céfiro engañador pueda
deshojar las flores primerizas de una virtud todavía tierna y de que el
jansenismo reinante corte las alas a los más ambiciosos intentos de
santificación. Por eso dirá Emilia refiriéndose a esta época: "Apenas si
frecuentaba los sacramentos". No importa. Ya se cuidará el Señor de que la
muchacha no le olvide completamente aun en medio de las vanidades y fruslerías
de una existencia más o menos
mundana.
"Un día —escribe—, estando sola en
la habitación, de temporada en el campo, fue como transportada en Dios. De
súbito me sentí dominada, casi deslumbrada, por una luz brillante que me
envolvía. Parecióme que ésta venía del cielo, y allá dirigí mis ojos, poniéndome
de rodillas. Esto duró sólo unos instantes, si bien el gran arrobamiento que me
produjo este toque de la gracia no me hizo perder en absoluto el uso de mis
facultades. El favor señalado que el Señor me concedió me impulsó a tomar la
resolución de pertenecerle a Él
enteramente..."
La misión solemne predicada por
1816 en la iglesia de San Pedro —la primera que se celebraba después de la
revolución— afianzará los generosos propósitos de la jovencita y acabará con
todas las bagatelas seductoras del mundo. A partir de este año las gracias del
Señor irán cayendo en lluvia incesante sobre el alma de Emilia. Una visión
inolvidable pondrá la rúbrica a estos dones maravillosos. "Durante una visita
que hice al Santísimo Sacramento —cuenta M. Vialar— de tres a cuatro de la
tarde, me hallaba sola en la iglesia, orando con calma y fervor. Tenía, a lo que
me parece, la cabeza un poco inclinada, debido al recogimiento. De pronto veo a
Jesucristo sobre el altar. Estaba extendido: su cabeza descansaba al lado del
Evangelio, y sus pies, al de la Epístola. Los brazos del Salvador se abrían en
forma de cruz. Distinguía su figura y su cabellera, que le caía sobre la
espalda. Una sombra cubría parte de su sagrado cuerpo; pero el pecho, costado y
pies se hacían visibles a los ojos de mi alma y no podría precisar si también a
los de mi cuerpo: tan visibles como lo sería una persona que se colocara delante
de mí. Mas lo que atraía más fuertemente mis miradas eran las cinco llagas, que
yo veía con toda claridad, sobre todo la de su costado derecho. Yo clavaba mis
ojos en ella; brotaban de la misma muchas gotas de
sangre”.
Tan grabada se le quedó a la
vidente esta imagen estremecedora, que, en honor de las cinco llagas, prometió
rezar diariamente cinco padrenuestros y otras tantas avemarías, promesa que las
hijas de la fundadora continúan cumpliendo fielmente. Con todo, el horizonte de
su porvenir no se aclara. Mientras tanto, el nuevo cura de San Pedro, reverendo
Mercier, empieza a dirigir aquella alma elegida por los senderos de la
paciencia, de la abnegación y de la caridad. De allí en adelante no se
contentará con soportar los repentinos accesos de ira de su padre, ni las
asperezas y desconsideraciones continuas de Toinon, la antigua sirvienta de la
casa, sino que, dejando poco a poco los salones de Gaillac, se entregará al
ejercicio de la más heroica caridad. Aquellas tertulias galantes —en que sólo se
habla de modas y sucesos políticos— tienen que ceder el puesto a las visitas a
los pobres, avecindados en sórdidos y malolientes tugurios. Y, por si esto fuera
poco, cada mañana se dan cita en el zaguán del aristocrático hotelito de Emilia
todas las miserias de la ciudad a despecho de las protestas exasperadas de la
vieja ama de llaves. Ejercicio de la caridad que llega a su grado más alto en el
terrible invierno de 1830, cuando las aguas del Tarn quedaron convertidas en una
larga cinta de
hielo.
Emilia se ha preparado contra
cualquier contingencia, y, como la caridad es ingeniosa, ha hecho abrir una
puerta con su escalera junto a la calle que bordea el muro de la casa, a fin de
que sus pobres puedan tener acceso a la terraza sin pasar por el interior. Otras
veces es ella, la señorita de Viallar, la que humildemente vestida, como una
muchacha de servicio, recorre trabajosamente las callejas nauseabundas en que se
cobijan sus amigos, acarreando pesados sacos de trigo. De seguro estos violentos
esfuerzos le causaron la hernia, que, mal cuidada, habría de producirle la
muerte años más
tarde...
La noche de Navidad de 1832 será
siempre una fecha histórica en los anales de la Congregación de Hermanas de San
José de la Aparición. Emilia, con otras tres compañeras suyas, se recluye en la
casa que había adquirido, contigua a la iglesia parroquial de San Pedro, dentro
del más riguroso secreto. Para entonces había muerto su abuelo, el barón de
Portal, dejando a su nieta favorita una pingüe herencia de treinta millones de
francos. Cabía financiar con tal suma la fundación que proyectaba. Y, al efecto,
la hija ejemplar, temiendo la injusta oposición de su irritado padre, deposita
sobre la mesa de su escritorio una carta henchida de ternura, con la que se
despide definitivamente de aquel hogar tan querido, pero en el que tanto ha
tenido que sangrar su
corazón.
Desde el primer momento la
fundadora se ha puesto bajo el patrocinio del bendito patriarca. En el Museo de
Toulouse existe un cuadro de mediano mérito que hirió vivamente la imaginación
de Emilia. Representa al arcángel anunciando en sueños a José el gran misterio
de la Encarnación: "No temas tomar a María por esposa tuya, porque lo que de
ella nazca es obra del Espíritu Santo" (Mt. 1,20). También sus hijas, que ansían
practicar la caridad del modo más excelso, llevarán hasta los últimos confines
de la tierra el fausto anuncio de la Encarnación. Así viven por dos años,
protegidas por monseñor De Gualy, nuevo obispo de Albi, mientras afluyen en gran
número las jóvenes "a la Orden de Santa Emilia", como malas lenguas dicen. Es
verdad que el Instituto no tiene todavía reglas ni constituciones. Pero para
tender el vuelo sobre el mundo infiel le basta con el soplo del Espíritu
Santo.
Y es que las misiones habían
ejercido, de antiguo, un influjo perenne y avasallador en el ánimo valeroso a
toda prueba de Emilia. "Sin que me diese cuenta de ello —escribirá—, notaba yo
un sentimiento vivísimo que arrebataba mi corazón a los países infieles." Ya en
las frecuentes visitas que solía hacer a su anciano abuelo en París, nunca
dejaba de entrar en la iglesia de las Misiones de la calle de Bac. Por otra
parte, sin salir de Gaillac, la pensativa joven tenía costumbre de visitar la
iglesia del barrio de San Juan de Cartago, en la que había una capilla dedicada
a San Francisco Javier. "A la edad de dieciocho años —precisa la Santa— hice el
voto de invocar diariamente a este gran santo." ¿Cómo no iba a ser apostólico y
misionero el Instituto de Hermanas de San José de la
Aparición?
Dios se valió de un desengaño
amoroso de Agustín de Vialar, que se trasladó a Argelia, envuelta aún en el halo
de la reciente conquista, para que éste llamase a su hermana por encargo del
Consejo de la Regencia. Y allá se dirigen audazmente las monjitas para
estrenarse, en una lucha desigual, contra la violenta epidemia del cólera que
diezma espantosamente la población. Los musulmanes quedan prendidos en las
mallas de una caridad tan extraordinaria. ¡Qué mejor premio para tantas fatigas
y vencimientos que la frase que uno de ellos dice a Emilia de Vialar, señalando
con el dedo la cruz que campea sobre su hábito, mientras siente la blandura de
la mano que le venda las llagas!: "¡Sin duda alguna es bueno quien te mueve a
hacer estas cosas!" Aquel puñado de almas esforzadas se multiplica. Todo está
por hacer. Por eso, no bien desembarcó en Argel la fundadora, se apresuró a
adquirir una gran casa, que vino a ser un asilo providencial —la "misericordia"—
para los menesterosos y desvalidos. Emilia, como más tarde Carlos de Foucauld,
quiere ser, sobre las arenas de Africa, el "hermano universal" de todos sus
moradores. ¡Cuántas obras emprendidas y coronadas en dos años! Un noviciado, un
hospital, una enfermería-farmacia, una escuela gratuita, un
asilo...
Emilia de Vialar interrumpe
brevemente su estancia en Argel para conseguir la aprobación de las
constituciones y sellar la reconciliación con su apaciguado padre. Sin pérdida
de tiempo regresa al continente africano. Ante ella se abre un esperanzador
rosario de fundaciones y una cadena ininterrumpida de luchas y sufrimientos.
Primero es Bona. "Será la Chantal, la Teresa de nuestros tiempos —escribe,
aludiendo a la fundadora, su amiga Eugenia de Guérin—. Veréis las maravillas que
obra.” Luego, Constantina. Entre los árabes del interior la Santa se pone a
curar al jefe de las tribus del desierto, "Tanta es la confianza que le inspiro
—escribirá Emilia—, que, al presentarle un remedio y probarlo yo antes para
animarle a beberlo, me dijo con acento de persona ofendida: —¿Por qué haces eso?
De tu mano yo lo tomaré sin recelo
alguno.”
A fines de
1839 puede añadir a la lista de sus fundaciones dos casas más: una sobre la
risueña colina de Mustafá y la otra en Ben Aknou. Al año siguiente prepara la
instalación de una comunidad en la regencia de Túnez, fuera de los límites de la
protección francesa. Desde esta ciudad, tan populosa entonces como Marsella, sus
hijas se derramarán por Susa, Sfax, La Marsa y La Goleta. Emilia de Vialar,
andariega incansable —como la virgen de Avila—, después de un largo periplo por
Gaillac, París y Roma —donde echa los cimientos de otra fundación—, vuelve de
Túnez a Argel. Una desatada tormenta zarandea el navío, que, por fin, de
arribada forzosa, fondea en las costas de Malta. Aquí, emulando al apóstol San
Pablo, desembarca y da cima a dos fundaciones más. Once meses permanece Emilia
en aquella isla, floreciente de prometedoras vocaciones.
La voluntad de Dios se le manifiesta de mil maneras distintas. Unas veces será una tempestad. Otras, una simple carta. Como la llamada epistolar apremiante del reverendo Brunoni, misionero de Chipre, que solicita la ayuda de las Hermanas de San José de la Aparición. Las dos almas apostólicas se saludan en Roma junto a la basílica de San Pablo, y, en la imposibilidad de trasladarse ella personalmente, envía a dos religiosas para la isla, cuyos habitantes —cristianos y musulmanes— se apiñan, ávidos de contemplar a aquellos "ángeles bajados del cielo para bien de la humanidad". Ahora es Grecia la que requiere su presencia, y la fundadora no quiere ceder a nadie la gloria de capitanear la expedición. Parte, pues, con rumbo a Syra, Beyrouth y Jerusalén, la Tierra Santa por excelencia, a la que tan particular devoción profesan las Hermanas de San José de la Aparición por los recuerdos que allí se veneran de la Sagrada Familia. A las fundaciones apuntadas seguirán bien pronto las de Chío, Jaffa, Trebizonda, la isla de Creta y Belén. No se han agotado los nombres que resplandecen, como estrellas, sobre las aguas azules del Mediterráneo, Hay que agregar a ellos Saida, Trípoli, Erzerum. Finalmente Alepo, cuya fundación revistió caracteres de inconcebible odisea, y Atenas. Estas dos fueron las últimas, realizadas por la Santa en 1854.
El Próximo Oriente ha podido admirar ya los raros ejemplos de caridad de las hermanas de la nueva Congregación misionera. Pero la mano de San Francisco Javier, el apóstol de las Indias, les señala el mar de sazonadas mieses que amarillean en los remotos campos de Asia. En 1856 el vicario apostólico de Birmania busca afanosamente, por una y otra parte, religiosas que secunden la ímproba tarea de los misioneros. La madre De Vialar escoge a seis de sus hijas. Viaje épico el suyo. Aún no ha sido horadado el istmo de Suez. Y aquí cabalmente es donde los anales de la Congregación se tiñen con el reflejo de una página dorada, que recuerda la deliciosa ingenuidad de las Florecillas de San Francisco. "Durante el viaje de Alejandría a Suez —cuenta una de las hermanas— un buen anciano se presenta a nuestras hermanas cada vez que se detiene el vehículo, diciéndoles: "Soy yo, hijas mías, no temáis; aquí estoy". Este anciano tenía una luenga barba y un bastón en la mano. Les tomaba los bultos y les ayudaba a bajar. Así hasta su embarco en Suez. Ya en el barco, el anciano dice a las hermanas: "¡Adiós, hijas mías, buen viaje! No temáis. Yo estoy con vosotras."
Africa, Asia..., Oceanía, la última parte del mundo, colmará los anhelos bienhechores de Emilia. En junio de 1854 el integérrimo benedictino español monseñor Serra, obispo de Perth (Australia occidental), viene a Europa con el designio de pedir a la madre De Vialar algunas religiosas para establecer un puesto en Fremantle. La fundadora, accediendo a sus deseos, envía cuatro hermanas a Londres. La Santa ha echado la rúbrica a su obra. Pero ¡a costa de cuántas amarguras! Las fundaciones de Hermanas de San José de la Aparición han ido aprisionando el globo terráqueo como en una red de caridad. Que en el corazón de la madre Emilia ha tenido el cerco trágico de una corona de espinas...
Argel fue la primera y acaso la más acerada. Porque la fundadora tuvo que defender así los derechos de su naciente Instituto, no contra las hordas revolucionarias ni contra las autoridades anticlericales, sino contra el pastor de la diócesis. Monseñor Dupuch trata de inmiscuirse en el régimen interno de la Congregación. La Santa no cede, y su resistencia es calificada de abierta rebeldía. El prelado no perdonará medios para doblegarla: desde las amonestaciones más severas hasta el entredicho y la privación de los sacramentos. Tres años interminables de durísimo forcejeo. "Dios me ha dado un corazón fuerte —escribe con toda sencillez la fundadora a su insigne protector, monseñor De Gualy—; ninguna prueba me ha podido abatir en el pasado, y esta que me aflige ahora no have otra cosa que redoblar mi fuerza. Si debo pelear hasta la muerte, yo pelearé..." El prelado, empero, no ceja en su actitud, y las Hermanas de San José de la Aparición se ven obligadas a dejar bruscamente Argel. Otro será el comportamiento de Emilia cuando monseñor Dupuch, a su vez, tenga que salir al destierro.
Gran corazón. Lo necesitaba la fundadora. Ya que, años más tarde, el huracán sacudirá, hasta derribarlos, los muros de la casa madre de Gaillac. Esta otra prueba tendrá una acerbidad singularmente dolorosa. Paulina Gineste, una de las cofundadoras, dilapidará los bienes de la comunidad y, en trance de tener que rendir cuentas de su pésima administración, se alzará contra la madre De Vialar y la llevará a los tribunales, terminando por traicionar a la fundadora y sembrar la cizaña entre las religiosas, varias de las cuales seguirán las tristes huellas de la hija pródiga. Es preciso dejar también aquel nido en que la Congregación ensayó sus primeros vuelos. Hay que partir para el exilio.
En 1847 la reducida comunidad se establece en un modestísimo local de Toulouse. Estrecheces, privaciones, sacrificios de todo género. La cruz seguirá proyectando su sombra sobre la casita de las desterradas. Y otra vez se repetirá la historia de Argel, con los mismos caracteres de incomprensión, reserva, entremetimiento. Se have necesario pensar en otro puerto de refugio. Por fin, en agosto de 1852 la sufrida expedición llega a Marsella, la "tierra prometida”, como la llaman acertadamente los biógrafos de Santa Emilia de Vialar. Dos años más tarde la fundadora, presa en un principio de violentos dolores, efecto no del cólera —como se temió—, sino de la hernia estrangulada, descansará plácidamente en la paz del Señor. Había sido file a su lema: "Entregarse y morir".
Más de cuarenta misiones había fundado a su muerte el Instituto de Hermanas de San José de la Aparición. Y la esclarecida misionera —alma gigante que tan a maravilla supo conciliar, como Santa Teresa de Jesús, las dos vidas activa y contemplativa— ascendió a la gloria de los altares el 24 de junio de 1951, juntamente con Santa María Dominica de Mazzarello, la cofundadora de San Juan Bosco. Los sagrados restos de la fundadora fueron trasladados en 1914 desde el cementerio de San Pedro a la casa madre de Marsella. He aquí el homenaje póstumo de la Congregación de Hermanas de San José de la Aparición, que, según el sentido epitafio, "gobernó (la Santa) durante veinte años con una gran suavidad y un celo admirable".
La voluntad de Dios se le manifiesta de mil maneras distintas. Unas veces será una tempestad. Otras, una simple carta. Como la llamada epistolar apremiante del reverendo Brunoni, misionero de Chipre, que solicita la ayuda de las Hermanas de San José de la Aparición. Las dos almas apostólicas se saludan en Roma junto a la basílica de San Pablo, y, en la imposibilidad de trasladarse ella personalmente, envía a dos religiosas para la isla, cuyos habitantes —cristianos y musulmanes— se apiñan, ávidos de contemplar a aquellos "ángeles bajados del cielo para bien de la humanidad". Ahora es Grecia la que requiere su presencia, y la fundadora no quiere ceder a nadie la gloria de capitanear la expedición. Parte, pues, con rumbo a Syra, Beyrouth y Jerusalén, la Tierra Santa por excelencia, a la que tan particular devoción profesan las Hermanas de San José de la Aparición por los recuerdos que allí se veneran de la Sagrada Familia. A las fundaciones apuntadas seguirán bien pronto las de Chío, Jaffa, Trebizonda, la isla de Creta y Belén. No se han agotado los nombres que resplandecen, como estrellas, sobre las aguas azules del Mediterráneo, Hay que agregar a ellos Saida, Trípoli, Erzerum. Finalmente Alepo, cuya fundación revistió caracteres de inconcebible odisea, y Atenas. Estas dos fueron las últimas, realizadas por la Santa en 1854.
El Próximo Oriente ha podido admirar ya los raros ejemplos de caridad de las hermanas de la nueva Congregación misionera. Pero la mano de San Francisco Javier, el apóstol de las Indias, les señala el mar de sazonadas mieses que amarillean en los remotos campos de Asia. En 1856 el vicario apostólico de Birmania busca afanosamente, por una y otra parte, religiosas que secunden la ímproba tarea de los misioneros. La madre De Vialar escoge a seis de sus hijas. Viaje épico el suyo. Aún no ha sido horadado el istmo de Suez. Y aquí cabalmente es donde los anales de la Congregación se tiñen con el reflejo de una página dorada, que recuerda la deliciosa ingenuidad de las Florecillas de San Francisco. "Durante el viaje de Alejandría a Suez —cuenta una de las hermanas— un buen anciano se presenta a nuestras hermanas cada vez que se detiene el vehículo, diciéndoles: "Soy yo, hijas mías, no temáis; aquí estoy". Este anciano tenía una luenga barba y un bastón en la mano. Les tomaba los bultos y les ayudaba a bajar. Así hasta su embarco en Suez. Ya en el barco, el anciano dice a las hermanas: "¡Adiós, hijas mías, buen viaje! No temáis. Yo estoy con vosotras."
Africa, Asia..., Oceanía, la última parte del mundo, colmará los anhelos bienhechores de Emilia. En junio de 1854 el integérrimo benedictino español monseñor Serra, obispo de Perth (Australia occidental), viene a Europa con el designio de pedir a la madre De Vialar algunas religiosas para establecer un puesto en Fremantle. La fundadora, accediendo a sus deseos, envía cuatro hermanas a Londres. La Santa ha echado la rúbrica a su obra. Pero ¡a costa de cuántas amarguras! Las fundaciones de Hermanas de San José de la Aparición han ido aprisionando el globo terráqueo como en una red de caridad. Que en el corazón de la madre Emilia ha tenido el cerco trágico de una corona de espinas...
Argel fue la primera y acaso la más acerada. Porque la fundadora tuvo que defender así los derechos de su naciente Instituto, no contra las hordas revolucionarias ni contra las autoridades anticlericales, sino contra el pastor de la diócesis. Monseñor Dupuch trata de inmiscuirse en el régimen interno de la Congregación. La Santa no cede, y su resistencia es calificada de abierta rebeldía. El prelado no perdonará medios para doblegarla: desde las amonestaciones más severas hasta el entredicho y la privación de los sacramentos. Tres años interminables de durísimo forcejeo. "Dios me ha dado un corazón fuerte —escribe con toda sencillez la fundadora a su insigne protector, monseñor De Gualy—; ninguna prueba me ha podido abatir en el pasado, y esta que me aflige ahora no have otra cosa que redoblar mi fuerza. Si debo pelear hasta la muerte, yo pelearé..." El prelado, empero, no ceja en su actitud, y las Hermanas de San José de la Aparición se ven obligadas a dejar bruscamente Argel. Otro será el comportamiento de Emilia cuando monseñor Dupuch, a su vez, tenga que salir al destierro.
Gran corazón. Lo necesitaba la fundadora. Ya que, años más tarde, el huracán sacudirá, hasta derribarlos, los muros de la casa madre de Gaillac. Esta otra prueba tendrá una acerbidad singularmente dolorosa. Paulina Gineste, una de las cofundadoras, dilapidará los bienes de la comunidad y, en trance de tener que rendir cuentas de su pésima administración, se alzará contra la madre De Vialar y la llevará a los tribunales, terminando por traicionar a la fundadora y sembrar la cizaña entre las religiosas, varias de las cuales seguirán las tristes huellas de la hija pródiga. Es preciso dejar también aquel nido en que la Congregación ensayó sus primeros vuelos. Hay que partir para el exilio.
En 1847 la reducida comunidad se establece en un modestísimo local de Toulouse. Estrecheces, privaciones, sacrificios de todo género. La cruz seguirá proyectando su sombra sobre la casita de las desterradas. Y otra vez se repetirá la historia de Argel, con los mismos caracteres de incomprensión, reserva, entremetimiento. Se have necesario pensar en otro puerto de refugio. Por fin, en agosto de 1852 la sufrida expedición llega a Marsella, la "tierra prometida”, como la llaman acertadamente los biógrafos de Santa Emilia de Vialar. Dos años más tarde la fundadora, presa en un principio de violentos dolores, efecto no del cólera —como se temió—, sino de la hernia estrangulada, descansará plácidamente en la paz del Señor. Había sido file a su lema: "Entregarse y morir".
Más de cuarenta misiones había fundado a su muerte el Instituto de Hermanas de San José de la Aparición. Y la esclarecida misionera —alma gigante que tan a maravilla supo conciliar, como Santa Teresa de Jesús, las dos vidas activa y contemplativa— ascendió a la gloria de los altares el 24 de junio de 1951, juntamente con Santa María Dominica de Mazzarello, la cofundadora de San Juan Bosco. Los sagrados restos de la fundadora fueron trasladados en 1914 desde el cementerio de San Pedro a la casa madre de Marsella. He aquí el homenaje póstumo de la Congregación de Hermanas de San José de la Aparición, que, según el sentido epitafio, "gobernó (la Santa) durante veinte años con una gran suavidad y un celo admirable".
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Autor: Juan
José Pérez Ormazábal | Fuente:
Mercaba.org
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