Beato Buenaventura de Barcelona (Miguel Butista Gran), Religioso
Franciscano
Septiembre 11
Martirologio Romano: En Roma, beato Buenaventura de Barcelona (Miguel) Gran, religioso de la Orden de Hermanos Menores, que, amante de la observancia regular, instituyó conventos para retiros espirituales en muchos lugares del territorio romano, mostrando siempre máxima austeridad de vida y caridad para con los pobres (1648).
Martirologio Romano: En Roma, beato Buenaventura de Barcelona (Miguel) Gran, religioso de la Orden de Hermanos Menores, que, amante de la observancia regular, instituyó conventos para retiros espirituales en muchos lugares del territorio romano, mostrando siempre máxima austeridad de vida y caridad para con los pobres (1648).
Fecha de beatificación: El Sumo
Pontífice Pío X beatificó a fray Buenaventura Gran de Barcelona el 10 de junio
del año 1906.
El Beato Buenaventura Gran vino al mundo en Riudoms, pueblecito de Cataluña cercano a Tarragona, el 24 de noviembre de 1620. Sus padres eran labradores pobres, pero muy temerosos de Dios. Lo llamaron Miguel Bautista, nombre que mudó más adelante en el convento por el de Buenaventura. Al paso que crecía en edad, sus padres le enseñaban las grandes verdades de nuestra fe, y excitaban en su corazón vivos sentimientos de amor a Dios, al par que una tierna y filial devoción a la Virgen María.
Frecuentó algunos años la escuela
del pueblo; después, lo emplearon sus padres en las labores del campo. No
obstante sus muchas ocupaciones, el piadoso joven hallaba tiempo para cumplir
fielmente los ejercicios devotos que se había impuesto para cada día. Antes y
después de la tarea cotidiana, solía entrar en la iglesia a visitar al Señor
sacramentado, y muchas veces, sobre todo en la víspera de las fiestas
principales, permanecía en oración ante el Santísimo toda la
noche.
Ya en su juventud hubiera deseado
Miguel entregarse de todo en todo al Señor en la vida religiosa; pero tales
razones alegó su padre para disuadirle, que Miguel se convenció de que Dios le
quería todavía en el siglo. Contrajo matrimonio con una doncella muy virtuosa;
pero el día de la boda, después de la ceremonia religiosa, se quedó en la
iglesia por espacio de largas horas; cuando fueron a buscarle, lo hallaron
totalmente absorto en altísima contemplación, y fue menester hacerle volver en
sí.
Ambos esposos determinaron vivir
como hermanos guardando virginidad perfecta, y así lo hicieron con la gracia de
Dios. A los dieciséis meses de matrimonio, murió la virtuosa compañera de
Miguel; antes de morir declaró formalmente a su madre que el Señor le había
otorgado la insigne merced de guardar intacta su
virginidad.
Lego
franciscano
Rotos ya los lazos que le tenían
atado al siglo, partió Miguel de casa con licencia de sus padres, y fue a llamar
a las puertas del convento franciscano de San Miguel de Escornalbou. Se echó a
los pies del Padre Provincial y le suplicó que lo admitiese como fraile
converso. El buen Padre se negó a ello, alegando falta de salud y estudios en el
pretendiente. Entonces le dijo Miguel: «Razón tenéis de despedirme; pero al fin
y al cabo menester será cumplir lo que el Señor ha determinado». Viendo el
Superior su constancia, lo admitió en el convento, donde tomó el hábito el día
14 de julio, entonces fiesta de San Buenaventura, cuyo nombre quiso llevar para
merecer la protección del seráfico Doctor
franciscano.
Recién entrado en la religión,
dio muestras del celo con que se proponía observar la pobreza de la Orden. Al
hallar en el bolsillo cierta moneda que guardaba sin advertirlo, la tiró por la
ventana tan lejos como pudo, exclamando: «Maldígame Dios si en los días que me
quedan de vida llego a apropiarme semejante
moneda».
El fervor de los principios no se
desmintió en todo el tiempo de su noviciado. Tanto sus compañeros como los
religiosos antiguos le miraban como a modelo. Al año de probación, profesó con
los votos
religiosos.
Celo apostólico.
Persecuciones del
diablo
Los superiores eligieron a fray
Buenaventura para que, en compañía de otros religiosos, fuese a fundar en Mora
un convento de la Reforma franciscana. En esta nueva residencia llevó el Beato
vida todavía más devota y mortificada, a pesar del mucho trabajo que suele
acarrear una nueva fundación. Por sus cargos de limosnero y cocinero, tenía
trato continuo con el mundo, pero sabía enderezarlo todo a la mayor gloria de
Dios.
Lo que más le afligía era ver que
el libertinaje se cebaba en poblaciones fieles hasta entonces a su fe y de sanas
costumbres. Les llegaba el contagio de los ejércitos franceses que ocuparon
Cataluña en el último período de la guerra de los Treinta
Años.
Aunque mero fraile converso,
llevado de celo ardiente, se presentaba sin temor en medio de los concursos y
saraos del mundo, y con sus palabras traía al sendero del bien a los extraviados
y trocaba en "Magdalenas" a las mayores
pecadoras.
Casi todos los soldados franceses
eran calvinistas. Fray Buenaventura intentó convertirlos, y tuvo la dicha de
traer a muchos de ellos al seno de la Iglesia Católica. Notable fue la
conversión de uno de los principales jefes de aquel ejército. Cierto día se
llegó a él fray Buenaventura en ademán de pedirle limosna. El oficial mandó a su
ordenanza que le diese
algo.
-- No es esa limosna la que te
pido -exclamó el siervo de
Dios.
-- ¿Pues qué quieres? -preguntó
el hereje.
-- La limosna que deseo no es
para el convento -repuso el fraile-, sino para la salvación de tu
alma.
No se enojó el oficial con las
palabras del fraile; al contrario, habiéndose mostrado hasta entonces rebelde a
todas las exhortaciones, ahora oyó los consejos de fray Buenaventura con
docilidad y mansedumbre y, movido de la gracia, abjuró de la herejía al poco
tiempo.
Con malos ojos veía el demonio
escapársele tantas almas que creía poseer para siempre. Para vengarse del santo
fraile, empezó a aparecérsele de noche en figuras espantosas, amenazándole,
persiguiéndole y dándole recios golpes y toda suerte de malos tratos. Pero
Buenaventura, confiando en el Señor y escudándose en su fe, menospreciaba la
violencia del infierno embravecido. «Nada podrás contra mí, espíritu maligno,
porque Dios me ampara y defiende», solía decirle al demonio. Con hacer entonces
la señal de la santa Cruz e invocar los sagrados nombres de Jesús y María,
ahuyentaba a los espíritus
infernales.
Éxtasis y
milagros
Frente a las violentas
persecuciones del infierno, el Señor solía consolar a Buenaventura con mercedes
y dones realmente
admirables.
Yendo un día de camino, se paró a
hablar con algunos amigos y, en la conversación, vinieron a tratar de las
glorias de la Virgen María. De repente, apareció el Beato cercado de
extraordinario resplandor; se alzó en el aire y recorrió unos cien pasos
gritando con toda su
fuerza:
-- ¡Virgen Santísima! ¡Virgen
Santísima! ¡Viva la Virgen
Santísima!
Un hecho más maravilloso todavía
ocurrió un día de fiesta en la iglesia del convento, donde por mandato del
superior explicaba la doctrina a los niños. Mientras hablaba con fervor de los
misterios de nuestra fe, miró un instante a un cuadro de la Inmaculada colocado
en el altar mayor. Lo mismo fue verlo que lanzarse disparado como una flecha por
el aire hasta besar con sus labios el purísimo rostro de la Virgen. Los niños
empezaron a gritar asustados; acudieron los frailes y muchísimas personas
vecinas de la iglesia, y todos contemplaron admirados aquel éxtasis maravilloso,
hasta que el padre superior, para acabar con aquel alboroto de la gente, mandó
al Beato que bajase. Al punto obedeció fray Buenaventura; pero extrañado y
corrido a vista de la muchedumbre, se retiró a su celda para no oír las voces
del pueblo, que le aclamaba ya como a
santo.
El Señor le favoreció asimismo
con el don de milagros. Siendo cocinero, dejó un día la comida en el fogón y se
fue a la iglesia a hacer una visita corta. Pero, estando allí, quedó arrobado en
éxtasis, y se olvidó totalmente de las ollas y del fogón. Entretanto la comida
de la comunidad quedó del todo quemada y echada a
perder.
-- ¿Qué hacéis, fray
Buenaventura? -le dijo el hermano campanero, antes de tocar a comer-; la comida
está totalmente quemada, y así tendrán que contentarse hoy los frailes con pan y
agua.
-- No tema, hermano -repuso
humildemente el siervo de Dios-, todo se arreglará. Toque a comer como de
costumbre, y el Señor proveerá al sustento de sus
siervos.
Fue a tocar el campanero,
riéndose para sus adentros de la ingenuidad de fray Buenaventura. Pero, ¡cosa
maravillosa!, llevaron al comedor aquellos alimentos carbonizados, y los frailes
los hallaron tan exquisitos y en su punto, que declararon no haberlos comido
nunca tan
sabrosos.
Otro día recibió el Beato dos
hermosos peces para la comida de los frailes. Se ausentó unos instantes y al
volver no halló sino las espinas. Los culpables habían sido los gatitos del
convento. Buenaventura los llamó a todos sin enfadarse y, tomando mansamente en
sus rodillas al más viejo, le echó un sermoncillo de encantadora sencillez: «¡Ah
goloso! -le dijo-; tú, que eres el más viejo y deberías dar buen ejemplo a los
gatitos tus compañeros, les enseñas a robar y comerse el pescado de los pobres
franciscanos. Mira, no tengo más remedio que castigarte delante de todos tus
compañeros para que escarmienten». Diciendo esto, le dio unos golpecitos con la
mano, pero con tanta suavidad, que más parecían caricias. Hallábase entonces en
la cocina un tal Salmerón; al ver aquella escena, no pudo menos de reírse a
carcajada limpia. Pero aquella risa se trocó en admiración cuando al mirar al
plato vio, en lugar de las raspas, otros dos peces tan grandes y hermosos como
los de antes.
Una señora llamada Isabel Vila
criaba gusanos de seda; pero llegó a faltarle hoja de morera, con lo que temió
perder el fruto de su labor. Acudió a fray Buenaventura, y éste fue con ella a
ver de qué se trataba. Ante aquellos gusanillos muertos de hambre que levantaban
sus cabecitas como pidiendo el sustento de que habían menester, dijo a la
señora:
-- No os aflijáis, doña Isabel;
estos minúsculos hermanitos nuestros están ahora alabando al
Señor.
Y mirando a los gusanitos les
dijo:
-- Vaya, hermanos gusanos; puesto
que ya no hay hojas que comer, haced vuestros
capullos.
No en balde les dijo el Beato
estas palabras, porque la misma noche hicieron capullos tan grandes y de tan
excelente calidad, que la señora logró beneficio mayor que si la hoja no hubiera
faltado.
Salió cierto día a pedir limosna,
y advirtió de pronto que el Ebro arrastraba a una mujer con su borriquillo. Ya
estaban a punto de perecer ahogados, cuando Buenaventura se fue a ellos andando
sobre las aguas, y los trajo a la
orilla.
-- ¡Prodigio, prodigio!
-empezaron a gritar los
transeúntes.
-- ¿A esto llamáis prodigio? -les
dijo el Beato; y cándidamente añadió-: La prueba de que no es un milagro, es que
todos podéis hacer lo mismo si tenéis
fe.
En el convento de
Tarrasa
Al humilde fray Buenaventura le
pareció que no era nada cuanto hasta entonces había hecho en la religión. Pensó
reformar su vida, y para ello no vio mejor camino que fundar un convento donde
se observase rigurosamente la primitiva Regla de San Francisco. Un día estaba el
Beato suplicando a la Virgen María que le diese a conocer cuál era la voluntad
divina. La Reina del cielo se le apareció entonces y le
dijo:
-- Buscas, hijo, cómo fundar un
convento de la perfecta observancia. Yo te lo diré. Parte para Roma. Allí quiere
Dios fundar por tu medio un Instituto más
austero.
Aquel mismo día se le apareció
Nuestro Señor, y le volvió a decir que partiese para Roma, donde podría llevar a
efecto la reforma.
Manifestó Buenaventura a sus
superiores la orden celestial y, como era modelo de obediencia, aguardó con
sosiego que le llegase la licencia de embarcarse para Italia. Mucho le costó al
padre Provincial dar el permiso, porque no quería perder un fraile tan virtuoso;
y así, en vez de dejarle ir a Roma, lo envió como limosnero al convento de
Tarrasa.
Aquí tuvo ocasión de desplegar
todo su celo. Cierto día se llegó hasta el puerto de la cercana ciudad de
Barcelona. Entró en una galera y, al ver a los cautivos moros que hacían de
remeros, movióse a compasión. Empezó a hablarles, y lo hizo con tanta
mansedumbre y caridad, que todos ellos, movidos y persuadidos con las palabras
de Buenaventura, acabaron pidiendo el
bautismo.
Finalmente, le dieron licencia
para embarcarse. Pronto cundió la noticia por Tarrasa y sus alrededores, y se
afligieron sobremanera todas aquellas gentes. Llegó el día del embarco, y
entonces se vio cuánto apreciaban todos al humilde fraile limosnero; porque al
llegar al puerto, fue tal la aglomeración de gente que cercó a fray
Buenaventura, que no podía dar un paso. Esta demostración popular le conmovió
vivamente. «Hermanos míos -les dijo-, si no fuera porque así lo quiere el Señor,
nunca me separaría de vosotros. Ofrezcámosle todos el sacrificio de nuestra
propia voluntad». Diciendo esto, se levantó en el aire, donde permaneció
suspendido una hora a vista de la
gente.
Entendieron con este prodigio que
no debían oponerse más tiempo a que se embarcase el siervo de Dios y, en cuanto
hubo bajado al suelo, se apartaron y le dejaron libre el paso. En medio de las
lágrimas y gemidos de los presentes, entró Buenaventura en un navío que se hacía
a la vela con rumbo a
Italia.
Reformador y apóstol. Su
muerte
A punto estuvo el navío de caer
en manos de los holandeses, enemigos entonces de España. El Beato lo salvó
milagrosamente, porque con el Santo Cristo en la mano gritó a los perseguidores
que se acercaban:
-- Deteneos, enemigos de nuestra
fe, y no os acerquéis
más.
Al punto se levantó un viento
huracanado que barrió lejos los cuatro grandes veleros holandeses, y empujó al
navío español hacia las costas italianas. También sosegó una furiosa tempestad
con sólo una
palabra.
Desembarcó en Génova, y prosiguió
a pie hasta Roma, pasando por Loreto y Asís. Primero se hospedó en el convento
de Ara Coeli. De allí pasó al de San Mauricio, con el cargo de limosnero. Pero,
a poco de llegar, se ganó de tal manera el aprecio de las gentes, que en tropel
acudían a verle, lo que determinó a los superiores a enviarle a Capránica
(Viterbo). Aquí premió el Señor la obediencia de su siervo, permitiendo que la
sagrada Hostia volase de los dedos del sacerdote a los labios del Beato después
del Dómine non sum
dignus.
La noticia de este milagro llegó
hasta Roma. Los cardenales Facchinetti y Barberini -este último protector de la
Orden-, con intento de asegurarse del hecho y estudiar de cerca el espíritu del
Beato, le hicieron ir al convento de San Isidoro, en Roma, del que fue cocinero.
Los dos príncipes de la Iglesia acudieron a verle, hablaron con él largo rato y
quedaron convencidos de la eminente santidad del humilde lego franciscano. A
menudo iban a verle o le llamaban a palacio. Estas amistades fueron de gran
provecho a Buenaventura para llevar a efecto la anhelada
Reforma.
Merced a la intervención de tan
poderosos protectores, tuvo el humilde fraile una larga entrevista con el Sumo
Pontífice Alejandro VII, el cual, maravillado de que un hermano lego le hablase
con elocuencia tan extraordinaria, encargó al cardenal Barberini que apresurase
la ejecución de aquella
empresa.
El cardenal llamó a Buenaventura.
Le dijo que redactase una súplica a la Congregación de Obispos y Regulares, y el
mismo prelado la presentó a los Padres, que la aprobaron. Alejandro VII
sancionó, el 8 de marzo de 1662, la fundación de la Reforma, y el Capítulo
provincial franciscano celebrado en Roma aquel mismo año cedió al Beato y a sus
compañeros el convento de Santa María de las Gracias, sito en Ponticelli
(Rieti).
Quince religiosos, entre padres y
hermanos legos, acudieron al llamamiento de fray Buenaventura. Su vida fue copia
de la del santo Fundador; ni almacenaban provisiones, ni aceptaban estipendios
por la predicación, misas u otros ejercicios del santo ministerio, y se
contentaban con lo que la Providencia les enviaba por mano de los
bienhechores.
Buenaventura no aceptó el cargo
de superior sino por imposición del cardenal Barberini; y por cierto que lo
ejerció con vigilancia, prudencia y caridad tales, que todos se hacían lenguas
ensalzando las virtudes de su amado
Guardián.
-- ¿Dónde habéis estudiado, fray
Buenaventura? -le preguntó cierto día un
hermano.
-- En las llagas de Jesucristo
-le contestó el
Beato.
Tanto prosperó la Reforma, que
fue menester fundar otros conventos para recibir a los muchos que deseaban
entrar en ella. El más famoso fue el de Roma, en el Palatino, llamado convento
de San Buenaventura, fundado el 8 de diciembre de 1677 con veinticinco
frailes.
Durante su estancia en Roma, fue
este santo y humilde religioso otro San Felipe Neri. Solía enviar a los padres a
dar misiones en todas las iglesias de la ciudad y parroquias vecinas. Enseñaba
la doctrina a los niños en el portal del convento; visitaba a los enfermos en
los hospitales, y a muchos los curaba milagrosamente con sólo rezar por ellos.
Por eso, cuando alguien caía enfermo, solían decir: «Llamemos a fray
Buenaventura»; y también: «Llevémosle a fray
Buenaventura».
Le agradaba sobremanera dar
limosna a los pobres. Quería que cada mañana se les repartiese abundante sopa;
cuando los mendigos eran más numerosos, las provisiones se multiplicaban
milagrosamente en las manos del Beato. Cierto día que volvía al convento
llevando a cuestas el pan de la comunidad, se vio cercado de tantos pobres, que
se le llevaron todo el
pan.
--Señor -dijo entonces fray
Buenaventura-, así como yo atiendo a las necesidades de vuestros pobres, Vos
proveeréis a las de mis
frailes.
Y así fue, porque, al llegar al
convento, el cesto se halló lleno de tanto y mejor pan que
antes.
Al conde Tomás Barberini le
predijo que tendría pronto un heredero, como así sucedió el mismo año; y al
cardenal Francisco Barberini le libró de gravísimo peligro, porque, a pesar de
cierta prohibición, entró el Beato en el aposento del prelado y, para
despedirse, le acompañó el cardenal hasta la puerta de palacio; y no bien habían
salido del aposento, se derrumbó el techo del mismo
estrepitosamente.
Llegó el Beato a la edad de
sesenta y cuatro años. Previendo ya su próximo fin, solía repetir amorosamente:
«¡Paraíso, paraíso! ». El 15 de agosto de 1684, le sobrevino una recia
calentura. Los médicos esperaban vencerla, pero Buenaventura aseguraba que no
sanaría. El 11 de septiembre recibió los santos Sacramentos con admirable
devoción, bendijo a los frailes, y fue arrebatado al éxtasis eterno de la vida
perdurable.
=
Fuente:
Franciscanos.org
No hay comentarios.:
Publicar un comentario