San Casiano de Imola, Maestro y Mártir
Agosto 13
Martirologio Romano: En Foro Cornelio (hoy Imola), en la provincia de Flaminia, san Casiano, mártir, que, habiéndose negado a adorar a los ídolos, fue entregado a manos de niños, a los que enseñaba como maestro, para que le torturaran con sus punzones hasta la muerte y así resultara tanto más duro el dolor de su martirio, cuanto más débiles eran las manos que le torturaban (c. 300).
Martirologio Romano: En Foro Cornelio (hoy Imola), en la provincia de Flaminia, san Casiano, mártir, que, habiéndose negado a adorar a los ídolos, fue entregado a manos de niños, a los que enseñaba como maestro, para que le torturaran con sus punzones hasta la muerte y así resultara tanto más duro el dolor de su martirio, cuanto más débiles eran las manos que le torturaban (c. 300).
Un día el poeta Aurelio Prudencio va a Roma. Es en los primeros años del
siglo V. En su paso para la capital del Imperio se detiene en el Foro Cornelio,
hoy Imola. Lleva el corazón angustiado, porque de la solución del negocio,
motivo del viaje, depende tal vez la seguridad de su porvenir y el de su
familia. Espíritu profundamente cristiano, se siente acuciado a encomendarse al
Redentor y entra a orar en una iglesia. Se postra ante el sepulcro del mártir
Casiano, cuyas reliquias se veneran allí, y se abisma en profunda oración. Una
oración que es un contrito recuento de pecados y sufrimientos.
Cuando, entre lágrimas, levanta los ojos al cielo, su vista queda prendida
en la contemplación de un cuadro pintado de vivos colores. Se ve en él la imagen
de un hombre semidesnudo, cubierto de llagas y sangre, rasgada su piel por mil
sitios. A su derredor una turba de chiquillos exaltados esgrimen contra él los
instrumentos escolares y se afanan por clavarle en las ya laceradas carnes los
estiletes usados para escribir.
Conmovido el poeta por esta trágica visión pictórica, en la que, sin duda,
ve un traslado de su propio desgarramiento interior, pregunta al sacristán de la
iglesia por su significado. Este, tal vez con voz indiferente por la costumbre,
le explica que el cuadro representa el martirio de San Casiano, y le cuenta la
historia y pormenores de su muerte, acaecida bastante anteriormente y
testimoniada por documentos. Termina recordándole que se acoja a sus súplicas si
tiene alguna necesidad, pues el mártir concede benignísimo las que considera
dignas de ser escuchadas.
Prudencio lo hace así y comprueba la veracidad de las palabras del
sacristán, pues su negocio de Roma se resuelve satisfactoriamente. Vuelto a
España, compone en honor de San Casiano, como exvoto de agradecimiento, un
precioso himno, que es el IX de su Peristephanon.
En él nos explica la historia de este su viaje a Roma y pone en labios del
sacristán la narración del martirio del Santo. Es indudable que las palabras del
sacristán, a pesar del tono de suficiencia que pudieron tener, debieron de ser
más sencillas. Pero Prudencio es poeta. Es el más excelso cantor de los mártires
cristianos. Su espíritu se deja arrebatar en alas de su numen y de su
entusiasmo. Y nos da una espléndida versión poético-dramática.
Casiano era maestro de escuela. Un maestro severo y eficiente, según esta
interpretación. Enseña a sus niños los rudimentos de la gramática, al mismo
tiempo que un arte especial: el de la taquigrafía, ese arte de condensar en
breves signos las palabras. Es acusado de cristiano. Y los perseguidores tienen
la maligna ocurrencia de ponerle en manos de los mismos niños, sus discípulos,
para que muera atormentado por ellos, y que los instrumentos del martirio sean
los mismos de que antes se valían para aprender. Estas circunstancias, con toda
su carga dramática, son aprovechadas por el poeta para resaltar la crudeza del
martirio:
"Unos le arrojan las frágiles tablillas y las rompen en su cabeza; la
madera salta, dejándole herida la frente. Le golpean las sangrientas mejillas
con las enceradas tabletas, y la pequeña página se humedece en sangre con el
golpe. Otros blanden sus punzones... Por unas partes es taladrado el mártir de
Jesucristo, por otras es desgarrado; unos hincan hasta lo recóndito de las
entrañas, otros se entretienen en desgarrar la piel. Todos los miembros, incluso
las manos, recibieron mil pinchazos, y mil gotas de sangre fluyen al momento de
cada miembro. Más cruel era el verduguito que se entretenía en surcar a flor de
carne que el que hincaba hasta el fondo de las entrañas".
El lector se estremece, no tanto por los tormentos en sí cuanto por verlos
venir de quien vienen: de niños y discípulos. Pero el poeta parece llevado en
brazos de un fuego trágico. Se complace en pintarnos el estado de ánimo de los
pequeños verdugos, imaginándolos llenos de una horrenda malicia con aires de
sarcasmo:
"¿Por qué lloras? —le pregunta uno—; tú mismo, maestro, nos diste estos
hierros y nos armaste las manos. Mira, no hemos hecho más que devolver los miles
de letras que recibimos de pie y llorando en tu escuela. No tienes razón para
airarte porque escribamos en tu cuerpo; tú mismo lo mandabas: que nunca esté
inactivo el estilete en la mano. Ya no te pedimos, maestro tacaño, las
vacaciones que siempre nos negabas. Ahora nos gusta puntear con el estilo y
trazar paralelos unos surcos a otros, y trenzar en cadenita las rayas truncadas.
Ya puedes enmendar los versos asoplados en larga tiramira, si en algo erró la
mano infiel. Ejerce tu autoridad; tienes derecho a castigar la culpa si alguno
de tus alumnos ha sido remiso en trazar sus rasgos".
Cuesta trabajo imaginar tal cantidad de perfidia en los tiernos corazones
infantiles. Prudencio parece haberlo presentido; por eso antes nos ha dado unas
explicaciones de esta actitud, como si quisiera justificarla o, al menos,
motivarla:
"Ya es sabido que el maestro es siempre intolerable para el joven escolar,
y que las asignaturas son siempre insoportables para los niños... Gusta
sobremanera a los niños que el mismo severo maestro sea el escarnio de los
discípulos a quienes contuvo con dura disciplina.
Sin embargo, a pesar de estos motivos, nuestro corazón sigue anonadado. Y
es que Prudencio canta, sobre todo, aquí, la horripilante crudeza del martirio.
Absorbido tal vez sólo por el impresionante verismo del cuadro, y transportado
en alas de su fuerza trágica, no ha visto más que el montón de dolores que se
multiplicaban indefinidamente sobre el cuerpo del mártir. Y alrededor de este
eje ha construido, en círculos concéntricos, la mágica unidad de su poema: los
dolores adquieren magnitud porque vienen de unos niños airados; los niños están
exacerbados porque sienten un negro placer en vengarse de la severidad del
maestro.
No hay duda que esta disposición íntima contribuye a la grandiosidad del
poema, y, consecuentemente, del mártir. Pero, ¿no se habrá dejado llevar el
poeta por el afán de la exageración?
En primer lugar, respecto de los niños. Es verdad que hay en el corazón
humano recónditos rencores que añoran en ocasiones excepcionales. Es verdad que
también pueden existir, que existen indudablemente, en el corazón de los niños.
La imagen de la inocencia infantil no absorbe todos los repliegues de sombra. Es
verosímil, por tanto, que en las circunstancias de este martirio las obscuras
fuerzas represadas desbordasen todos los diques de bondad. Añádase a esto la
presión ejercida por la presencia animadora y el enérgico mandato del juez
perseguidor, y la facilidad de contaminación del furor colectivo. Pero, aun así,
uno se resiste a la generalización. ¿Es posible que todos los niños estuviesen
poseídos de esa furia diabólica, que en ninguno de ellos hubiese siquiera un
destello de compasión, de resistencia, de lágrimas?
En segundo lugar, respecto del mismo maestro. La imagen que nos ofrece
Prudencio de San Casiano como maestro, ¿no es excesivamente severa? Son unos
rasgos acusadamente llenos de aristas:
"Muchas veces los duros preceptos y el severo rostro habían agitado con ira
y miedo a sus alumnos impúberes”.
Naturalmente, en ocasiones habría tenido que hacer uso de la seriedad y
hasta del castigo. Pero ¿siempre? ¿Era solamente el gigante enemigo, imponente
ante la pequeñez e impericia de los débiles niños? ¿No se diferenciaría
precisamente, por su calidad de cristiano con vocación de amor, por una suavidad
mayor de la corriente en las demás escuelas? Se habría excedido, sin duda,
alguna vez, arrastrado por la cólera o la impaciencia. ¿Quién no? ¡Y es tan
fácil en los que mandan este arrebato de suficiencia, que no soporta ser vencido
por la insolencia o la valía de los subordinados! Pero, sin duda también, en los
ratos de oración y de humilde reconocimiento de pecados habría sacado impulso
para un trato más dulce, más paternal, más cariñoso.
Además de esto, y sobre todo, echamos de ver, en el magnífico himno de
Prudencio, que nos falta algo: el alma de Casiano. La íntima actitud de su
espíritu en el trance doloroso del martirio. El poeta, obsesionado por el cuerpo
lacerado, por la sangre bullendo a borbotones, por la piel rota en mil
rasgaduras, nos ha escamoteado la fuente. Ese rico venero escondido en el fondo
del ser, receptáculo de todas las impresiones y manantial de toda la
fuerza.
Sólo en una ocasión pone en labios de San Casiano todas las impresiones y
manantial de toda la fuerza.
"Sed valientes, os ruego, y venced los pocos años con vuestros esfuerzos;
que supla la fiereza lo que falta a la edad".
Pero esto no es más que un trozo de espíritu: la punta del ánimo heroico
que late en el pecho del mártir. Y está empleado sólo como apoyatura para la
exaltación de lo externo.
Tenía que haber más. El mártir no podía menos de ver a los niños. Un
enjambre de enfurecidas avispas pugnando por hendir en la blandura de su carne
la acerada lanza de los aguijones. Un confuso griterío; un montón de encrespadas
cabelleras; un bosque de manos, tiernas manos, agitadas; un llamear de ojos,
miles de ojos multiplicándose en aquel baile frenético. También algunas manos
remisas, vacilantes, tímidamente escondidas, y algunos ojos húmedos,
temblorosos, asustados, dolientes... Y no podía menos de ver en los niños a sus
discípulos. Eran ellos, los mismos a quienes estaba dedicando su paciencia, su
saber, su vida.
Todos allí. ¿Tendría vigor para recorrerlos uno a uno? Ese, el de la tez
bruna, que tan expresivamente recitaba a Homero; ese otro, cuya manecita rebelde
tantas veces hubo el maestro de guiar sobre la encerada tablilla; y aquél, que
tanta paciencia le hizo gastar hasta que aprendió las declinaciones griegas; y
éste de más acá, el reconcentrado, que ahora esgrimía el punzón medio a ocultas,
pero con golpes secos y profundos; y el otro, el travieso rubicundo, el más
castigado, aunque no el menos querido; y este pequeñito, que participaba en la
matanza como en un juego... Y uno, y otro y otro. Todos pasarían en rápidas
oleadas por la imaginación del maestro, con sus rostros, sus almas, sus nombres
tan sabidos y tantas veces repetidos en mil tonos diferentes. Tal vez los
gemidos que se escapaban de los labios del mártir no fuesen sino nombres de
alumnos, pronunciados silenciosamente con aire de asombro, de queja, con
palpitaciones de última agridulzura.
Y este vértigo de nombres y rostros, en la prolongación de su agonía, tenía
que ser para el maestro martirizado como un espejo donde se reflejaba su vida:
esfuerzos, ilusiones, gozos, fallos. Días llenos de la más rutinaria monotonía,
momentos de desesperada sensación de inutilidad, ramalazos de ira o impotencia,
minutos rebosantes de nitidísima alegría, impaciencias, lágrimas, voces
imperiosas, palabras persuasivas, multiplicándose a lo largo de generaciones de
chiquillos, que pasaban por sus manos como masa informe y salían de ellas con
una luz encendida en la frente. Todo para desembocar en este fracaso final:
sentirse matar lentamente por los mismos a los que él se había afanado en educar
para la rectitud y el amor.
Aunque ¿era esto, efectivamente, un fracaso? Humanamente, desde luego. Pero
era a través de este tormento como Casiano conseguía su verdadera gloria. Porque
el final no era esto, la muerte atroz y desalentadora. El final estaba más allá
de la frontera de la muerte, en un campo que se abría con claros horizontes de
sosiego. El blanco al que se dirigía esta flecha de carne dolorida era el mismo
Dios. Solamente Dios daba sentido a su muerte, como había dado sentido a su
vida. Por eso no podemos pensar que el alma de Casiano estuviese ausente de Dios
en estos terribles momentos. Había de estar necesariamente anclada en Él. Cada
latido de sus venas, cada gemido de su garganta, cada pensamiento de su mente
serían una aspiración y una súplica al Señor. El mismo transitar de su
imaginación por caras, y manos, y nombres, y días, tendría su eco en Dios. No
podía menos de resumir en apretada síntesis de gracias y fervores, de pecados y
contriciones, de sequedades y esfuerzos, el caminar de su vida hacia la casa del
Padre.
¿Y los dolores? Estos agudos dolores de ahora, que se sucedían
atropelladamente, sin dejar lugar al respiro, eran ya de por sí una oración con
fuerza de sangre. Y Casiano los recibiría con sentido de holocausto. Y los
ofrecería humildemente al Redentor como reparación por ese reguero de sombras
que, entre destellos de luces, deja el hombre sobre la tierra.
Y se acordaría de Jesús muriendo en el Calvario. Esa turba de chiquillos en
danza loca buscando su cuerpo le sugerirían aquella otra masa imponente de
judíos vociferantes atronando con insultos los oídos del Crucificado. Aquéllos
eran el pueblo de Dios. Estos eran la familia del maestro. Y, lo mismo que
Cristo rezaba al Padre por sus verdugos, Casiano pediría por sus niños: que Dios
los perdonase, que no sabían lo que estaban haciendo, que él los quería de
verdad, que Dios limpiase sus almas de la honda grieta de negrura abierta por
este crimen, que los transformase, que él entregaba su propia inmolación por
ellos, que...
Y luego, también como Jesús, pondría su espíritu en manos del Padre. Un
aliento interminable que nacía del fondo y le arrastraba hasta el seno de Dios.
No es que quisiese romper con la vida, con este su final de fracaso, como quien
tira a la cuneta del camino los desperdicios o lo desagradable, la desgarradura
del vestido. No. El mismo fracaso —lo que su martirio tenía de fracaso humano—
era lo que él quería asumir, como el último sorbo del cáliz amargo, y, con él en
la misma punta de los labios, subir hasta Dios, hasta esa gloria que él veía
inviolable: el mismo corazón del Padre.
Y de esa manera entregaría su alma. Prudencio nos lo dice con estas
bellísimas, ingenuas palabras:
"Por fin, compadecido Cristo del mártir desde el cielo, manda desatar los
lazos del pecho, y corta las dolorosas tardanzas y los vínculos de la vida,
dejando expeditos todos sus escondites. La sangre, siguiendo los caminos
abiertos de las venas desde su más íntima fuente, deja el corazón, y el alma
anhelante salió por todos los agujeros de las fibras del acribillado
cuerpo".
¿Queda así ya completa la imagen de San Casiano? El poeta Prudencio nos ha
descrito con magistral sentido realista y dramático los tormentos físicos del
mártir y la embravecida animosidad infantil. Nosotros hemos intentado acercarnos
a su alma. Es un osado atrevimiento, aunque pocas veces tan justificadamente
verosímil como aquí.
En realidad, lo que sabemos de San Casiano puede reducirse a unas simples
afirmaciones: que era maestro de escuela, perito en taquigrafía, que murió a
manos de sus discípulos, y que seguramente sucedió el martirio bajo la
persecución de Diocleciano (303-304). Pero siempre es lícita al hombre la
aventura de comprender al hombre. Más aún: es humana. Y cuando se hace con
respeto y justicia, a pesar de todos los riesgos, llega al fondo de la realidad
con una precisión mayor tal vez que una multiplicación de datos escuetos.
De la narración de la historia y martirio de San Casiano Prudencio ha
sacado también una conclusión. Una conclusión muy sencilla, pero deliciosamente
confortadora: la de que el mártir escucha benignísimo las súplicas del corazón
angustiado de los hombres. A nosotros, después de eso, nos bastaría con habernos
adentrado —bien tímidamente, desde luego— en el lago interior de esta alma
humana, y en unos momentos de tan profundas resonancias, cuando las aguas del
ser están todas conmovidas por un estremecimiento de íntegra decisión. Nos
bastaría con ello, porque esto conmueve, ahonda y purifica nuestro propio
ser.
Y, si no nos conformamos con esta purificación esencial, aún podemos
deducir una lección de prolongada estela práctica. San Casiano no fue
atormentado por haber cumplido mal su misión de magisterio, ni la rebeldía de
los niños y su encarnizado afán homicida fue una explosión directa, sino
provocada por un fuego atizado desde fuera. Sin embargo, la realidad de su
muerte representó para él la herida en el punto más doloroso. En su martirio no
hubo nada que supiese a satisfacción humana. Lo que a otros mártires les da
cierta aureola de triunfadores terrenos —la heroicidad, la altivez con que
soportan, el mismo reto erguido frente a los jueces o verdugos...— está aquí
ensombrecido. Porque Casiano, después de negarse a sacrificar a los ídolos, ya
no tiene delante un tirano a quien increpar, frente a quien afirmarse, sino a
sus niños, a sus queridos alumnos, a sus frágiles niños. ¿Contra qué fuerza
oponer su fuerza? No le queda más que dejarse llevar, vencer, destrozar,
hundirse.
Y aquí está la lección. El libro abierto de este martirio nos enseña cómo
puede Dios, para subirnos hasta El, herirnos en lo más querido, barrer de un
soplo nuestras más acariciadas ilusiones, hundirnos en la apariencia de la
inutilidad, izar en nuestra persona la bandera del fracaso. Y todo eso tal vez
sin sangre, en la más pura vulgaridad del anonimato. Aunque ello no sería excusa
para el desaliento, sino motivo para una total decisión de lucha, al mismo
tiempo que para una activa y vital oblación. Y eso hasta el final. Ese final que
sólo está en manos de Dios y que siempre lo ejecutan las manos de Dios.
Las reliquias de San Casiano se veneran en la catedral de la ciudad
italiana de Imola, que se enorgullece con su patrocinio. Honradas primeramente
en una basílica, fueron trasladadas a la catedral, recientemente construida, en
el siglo XIII, y luego encerradas en una caja de plomo y colocadas bajo la
cripta, en el centro del presbiterio, al restaurarse la catedral en 1704.
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Autor: Servando Montaña Pelaez | Fuente: www.mercaba.org
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