San Edmundo Arrowsmith, Presbítero y Mártir
Agosto 28
Martirologio Romano: En Lancaster, Inglaterra, san Edmundo Arrowsmith, presbítero de la Compañía de Jesús y mártir, oriundo del mismo ducado, que, después de pasar muchos años entregado al cuidado pastoral en su patria, por ser sacerdote y haber llevado a muchos a la fe católica, con la oposición de los mismos protestantes del lugar, murió en la horca durante el reinado de Carlos I (1628).
Martirologio Romano: En Lancaster, Inglaterra, san Edmundo Arrowsmith, presbítero de la Compañía de Jesús y mártir, oriundo del mismo ducado, que, después de pasar muchos años entregado al cuidado pastoral en su patria, por ser sacerdote y haber llevado a muchos a la fe católica, con la oposición de los mismos protestantes del lugar, murió en la horca durante el reinado de Carlos I (1628).
Fecha de
canonización: El 25 de octubre de 1970, el papa Pablo VI, en Roma, canonizó
solemnemente a cuarenta mártires de Inglaterra y Gales. De ellos, diez
pertenecen a la Compañía de Jesús, veinticuatro al clero diocesano, tres laicos
y tres son mujeres. Entre los jesuitas, figura San Edmundo
Arrowsmith.
Edmundo nace en Haydock, cerca de St. Helens, en Inglaterra, el año 1585. En el bautismo católico recibe el nombre de Brian.
Edmundo nace en Haydock, cerca de St. Helens, en Inglaterra, el año 1585. En el bautismo católico recibe el nombre de Brian.
A los 20
años, pasa al continente y se inscribe en el célebre Colegio Inglés de Douai,
fundado por Sir William Allen para formar a los sacerdotes que necesita
Inglaterra.
En el día
de la Confirmación, él mismo agrega a su nombre bautismal el de Edmundo, en
honor y recuerdo de San Edmundo Campion, el primero de los mártires ingleses de
la Compañía de Jesús.
En el
Colegio de Douai, es un buen estudiante y recibe el grado en Arte y Divinidad.
Esto lo prepara para un mejor trabajo sacerdotal en la patria. Es ordenado en la
ciudad de Arrás, Francia, en diciembre de 1612.
Al año
siguiente, es destinado a Inglaterra. Ejercita el ministerio apostólico en
Lancaster y en toda la zona ubicada en sus alrededores: Salmesbury, Brindle,
Clayton Green y Blackburn.
Usa el
nombre de Rigby como seudónimo. Sin embargo, por sospechas, es llevado a los
tribunales y sufre en la cárcel. Es obligado a tener una discusión teológica con
John Bridgeman, el obispo de Chester. Con valentía y erudición, defiende la
religión católica y la autoridad de la Santa Sede. Logra ocultar, eso sí, su
sacerdocio.
Una vez en
libertad, completa su discernimiento vocacional iniciado en el continente.
Ingresa a la Compañía de Jesús, en 1624. Have el noviciado en Clerkenwell,
Inglaterra.
Después de
la controversia con el obispo de Chester, los superiores de la Compañía de Jesús
toman conciencia del peligro que puede presentarse. Es cierto, su calidad de
sacerdote no es conocida, pero deciden que debe permanecer en un segundo y
oculto plano. Su apostolado es serio, pero debe ejercitarlo con extremada
prudencia.
Prisión y Muerte
¡Qué tonto
soy!, se dijo el P. Edmundo, sentado en su prisión. Confío demasiado en las
personas. ¿Cuándo voy a aprender a desconfiar?
Y apoyado
en el marco de la ventana, contempla el cielo de esa calurosa noche de agosto.
Un incidente muy desgraciado lo ha hecho caer en la
cárcel.
Él iba a
caballo con su pariente, Mr. Holden, el ahora ministro anglicano. Había estado
con él, unos días, como su huésped en el castillo de Walton. Los dos se conocían
bien, desde los años en que Holden era católico. Este le había consultado, como
a sacerdote, acerca de su proyectado matrimonio con su sobrina. Edmundo, por
supuesto, le había señalado los impedimentos canónicos de la Iglesia. Eso era
todo. Es cierto, Mr. Holden no había querido escuchar. Pero Edmundo no creía
haberse ganado un enemigo.
En el
castillo de Walton, la madre de Mr. Holden había sido descortés. Edmundo lo
atribuye ahora a que ella hizo causa común con su hijo. Pero jamás pensó que
ambos podrían denunciarlo al juez de paz, pasando por encima de las normas
ancestrales de la hospitalidad y del parentesco.
Durante un
buen rato, Edmundo permanece inclinado apretando su frente en la ventana. Siente
una profunda pena por Mr. Holden. Después, se endereza y repasa, una vez más, el
momento de la detención.
Los dos
iban a caballo. El, con sus libros y ropa en las alforjas y el bastón de paseo
en la mano. Mr. Holden, con gallardía y fuerza, en un vigoroso animal. A Edmundo
le extrañó que nada hiciera cuando llegó el policía armado. Nada hizo Mr.
Holden. Él podía hacerlo, porque era el señor del castillo y, además, un
ministro de la Iglesia protestante.
Mr. Holden
aceptó que se acusara a Edmundo de no querer pronunciar el Juramento de
Supremacía y el Juramento de Fidelidad. Nada dijo Mr. Holden cuando el policía
afirmó que el juez de paz de Lancaster tenía la sospecha de que Edmundo era
sacerdote y además jesuita.
Edmundo decide escribir una carta a sus amigos jesuitas. Es su obligación y ha tenido mucho tiempo para orar.
Edmundo decide escribir una carta a sus amigos jesuitas. Es su obligación y ha tenido mucho tiempo para orar.
Anota en
paz sus pensamientos: "Todo ha contribuido a mi aprehensión, y esto me have
pensar y discernir que hay en ella algo más que una ordinaria providencia del
Señor".
Es cierto,
lo ha pensado muchas veces. El rey Carlos tiene aversión a derramar sangre por
causas religiosas. Pero sabe también que el monarca es débil e incapaz de
contener a sus ministros. Edmundo no siente miedo y decide prepararse para la
muerte.
En la
cárcel, Edmundo se entrega al trabajo que sabe hacer. Con paciencia y caridad,
recuerda a los presos los deberes cristianos. Entre sus compañeros de prisión
hay católicos y anglicanos. Las palabras de Edmundo hacen amigos. Explica el
Evangelio con tanto fervor, que un prisionero se convierte. Más tarde lo seguirá
en la muerte.
Ante el tribunal
El 26 de
agosto de 1628, Edmundo recibe la orden de comparecer ante el tribunal. El Juez,
Sir Henry Yelverton, ha llegado a la ciudad de Lancaster y tiene prisa. Edmundo
solamente dice: "Que se haga la voluntad de Dios".
En los
días anteriores Edmundo ha pensado mucho. No se cree digno del martirio. Pero
sabe que el Señor quiere de él un testimonio muy
valiente.
¿Será
capaz de darlo? Ha pedido mucha fuerza para no ser cobarde. No debe defraudar a
los católicos que creen en él. Pero debe ser inteligente. Sus respuestas serán
sinceras. No debe exponer a nadie. La prudencia, que tantas veces le ha
aconsejado la Compañía de Jesús, debe tenerla siempre
presente.
Ante el
jurado, el Juez inicia el interrogatorio: ¿Es Ud.
sacerdote?
Edmundo
have el signo de la cruz y contesta con extrema prudencia: "Yo quisiera que Dios
me considerara digno".
No está
afirmando nada. No está mintiendo. Edmundo se admira de haber sido
prudente.
El Juez,
molesto, nuevamente repite la pregunta. Esta vez, Edmundo con voz más firme
dice: "Yo quisiera serlo".
El Juez,
de inmediato, acota: "Sí, señor. Aunque Ud. no lo afirme, está diciendo que
desea ser un traidor".
Edmundo se
calla y piensa que ha hablado más de la cuenta. Recuerda, una vez más, que la
Compañía de Jesús le ha pedido ser prudente.
El Juez,
entonces, decide cambiar de método. Le pregunta si es laico. Edmundo guarda
silencio, sorprendido por la astucia del magistrado. No contesta, porque no
quiere mentir.
Entonces
el Juez, dejando a un lado su papel neutral, se dirige al jurado: "Uds. pueden
ver fácilmente que el prisionero es sacerdote. Yo les aseguro que él no podrá
negar su condición, ante ningún tribunal de
Inglaterra".
Edmundo
repasa, entonces, todas las instrucciones que ha recibido de parte de la Iglesia
y de la Compañía. En la persecución, los sacerdotes jamás deben afirmar que han
sido ordenados. El guardar silencio no es mentir. Esto es necesario porque
existe el peligro de comprometer a los católicos que los han protegido. Por lo
demás, los sacerdotes no están obligados a ser sus propios acusadores. Conforme
a la ley, el cargo debe ser probado por la justicia y no debe ser tomada en
cuenta la confesión propia. Si no hay pruebas, la Justicia debe considerar al
prisionero como inocente.
Pero el
derecho no se da en el juicio de Edmundo. El señor Leigh, el clérigo que actúa
en el doble papel de pastor y Juez de paz, toma la palabra. Se dirige al
tribunal y da comienzo a un discurso lleno de
injurias.
Edmundo se
sorprende, porque apenas ha visto alguna vez al señor Leigh. Este afirma que
Edmundo es un seductor y, si no se tiene buen cuidado de él, bien podría hacer
papista a media ciudad de Lancaster. Entretanto, Edmundo piensa su respuesta. Le
gustaría ser tan buen sacerdote como dice el señor
Leigh.
Con
modestia, Edmundo insinúa que se le podría dar permiso para defender su fe en
una discusión. Él indica que, con la gracia de Dios, podría vencer a su
oponente. El Juez rechaza la petición. Entonces Edmundo parece perder la
prudencia, tantas veces meditada. Con vigor, afirma que él es capaz de defender
su fe, no sólo con la palabra sino también sellarla con su
sangre.
El Juez se
enfurece. Pierde toda compostura y grita con todas sus fuerzas: "Sí, señor, Ud.
la sellará con su propia sangre".
Y fuera de
control, el Juez jura, por todo lo que considera más sagrado, que no se irá de
Lancaster antes de la ejecución de Edmundo y sin ver, con sus propios ojos, que
sus huesos sean quemados. De una manera furiosa, repite su amenaza varias veces:
"Sí, Ud. va a morir".
Apenas
puede, Edmundo contesta, esta vez con más calma: "Sí, mi Lord, pero Ud. también
va a morir algún día".
Con
verdadera exasperación, el Juez ordena a Edmundo que conteste directamente cómo
puede justificar el que haya podido ir al continente y recibir la ordenación
sacerdotal en desobediencia a las leyes del reino.
A esto,
Edmundo, con toda paz, da su respuesta: "Si alguien quiere legalmente acusarme,
estoy pronto a contestar". Él sabe que el Juez está consciente de que no hay
pruebas suficientes. El tribunal tiene indicios, pero no
evidencias.
Al fin, el
Juez declara, con firmeza, que Edmundo es sacerdote y jesuita. Así lo dice al
jurado que escucha atentamente. La evidencia estaría en la carta de Mr. Holden y
su madre, quienes lo acusan de ser un hombre religioso
convencido.
El Juez
señala los crímenes: haber celebrado misa y estar consagrado con votos
religiosos. Y como testigo, have comparecer a un muchacho de doce años, hijo del
juez de paz de Lancaster que detuvo a Edmundo.
Sin
pronunciar el juramento prescrito, el niño afirma que Edmundo quiso convertirlo
a la fe católica. El detenido habría dicho que la fe actual de Inglaterra es
herejía y que tuvo comienzos en los tiempos de Lutero. Todo esto lo habría dicho
Edmundo, contra los deseos expresos del muchacho.
La
defensa de Edmundo
Cuando
Edmundo oye la acusación, solicita ser escuchado. Es su derecho. El Juez le
permite hablar.
"Mi Lord,
yo estaba en el camino, cuando un hombre me atacó desde la ladera y me amenazó
con una espada. Él estaba armado y montado en su caballo. Yo hice lo que pude
por defenderme, pero siendo débil y enfermo, él me hizo caer a tierra. Dejé mi
caballo y huí con toda la prisa que pude. No me sirvió de mucho, porque yo iba
vestido con ropas pesadas y portaba libros y otras cosas. Al fin él me alcanzó
junto a una zanja sucia. Se arrojó sobre mí. Yo no tenía cómo defenderme.
Solamente llevaba mi pequeño bastón y una espada que no saqué de la vaina. De un
tirón él arrancó el bastón que estaba atado a mi muñeca y me hizo una herida. Yo
entonces le pregunté si su propósito era tomar mi bolsa o mi vida. Él me
contestó con evasivas.
De nuevo
huí, pero muy pronto fui detenido. Entonces llegaron este hombre, el juez de
paz, el que ha ofrecido dar evidencias en contra mía, y también otros que lo
ayudaron. Me trataron muy mal y me llevaron primero a una posada. Tocaron mi
cuerpo y me ofrecieron hacer cosas indignas que el pudor me impide relatar. Yo
resistí con todas mis fuerzas. Después ellos fueron a beber. Gastaron, en una
hora, nueve chelines de mi dinero. Me dijeron que la Justicia, con cuya
autorización yo había sido apresado, eran ellos. Pero yo fui incapaz de
creerles.
En esa
ocasión, mis Lores, yo consideré falsas la conducta y la violencia de este
hombre. Yo le supliqué por el amor de Jesucristo que ordenara su vida, pues
bebiendo y hablando disolutamente, ofendía al Dios todopoderoso. Sobre mi
palabra y sobre mi vida, esto es todo lo que yo le dije. Déjenlo venir aquí y
que en mi presencia me contradiga si es capaz de hacerlo. En cuanto al niño, yo
no niego que haya hablado con él. Le manifesté mi esperanza de que en sus años
adultos él pudiera mirar en su interior y llegar a ser un buen católico, pues
esto solamente puede salvar el alma. A mis palabras, él no dio respuesta. Yo
estoy seguro, mis Lores, de que ellos, y cualquier otro, no pueden probar algo
torcido en mi contra".
Después de
oír la declaración de Edmundo, el Juez de la Corte da comienzo a una amarga
invectiva. Trata al detenido como a peligroso seductor y formalmente declara que
no se le hará ningún favor.
Por el
contrario, afirma que si el tribunal concediera en este caso la libertad, la
Justicia temería más bien estar haciendo un verdadero daño al acusado. Ante
estas increíbles palabras, Edmundo no puede hacer otra cosa que
sonreír.
El Juez
continúa: "Nosotros tenemos el cometido de mirar por los prisioneros y
protegerlos con el alcance que permite la ley. Pero reprobamos a este descarado,
pues él no conoce otra mejor manera de comportarse sino la de despreciar y
reírse de los que estamos aquí en lugar del rey".
El P.
Edmundo, sin mucha prudencia, le suplica que no cambie esa opinión sobre él.
Pero de inmediato, se arrodilla y eleva una oración pidiendo por el rey, por el
tribunal y por todos sus miembros. Ruega para que Dios, en su misericordia,
aleje la herejía y los haga a todos vivir en la misma
fe.
"Miren
Uds., señores del jurado", dice el Juez de la Corte. "Este hombre desea que Dios
nos confunda y arranque la herejía. Con esto se está refiriendo a nuestra
religión".
El
veredicto y la sentencia
El jurado
se retira entonces a deliberar, y el prisionero es nuevamente enviado a la
cárcel en espera de la sentencia.
Impresionado por el Juez, el jurado logra muy pronto un acuerdo
y solicita que Edmundo regrese para oír su veredicto. Cuando el jurado pronuncia
la declaración de culpabilidad, el Juez se sienta muy tranquilo en la
cátedra.
Según la
costumbre, éste pregunta al prisionero si tiene algo que decir en su defensa y
cuál podría ser el argumento que lo excluyera de morir conforme a la ley. Esta
vez, Edmundo no contesta la pregunta.
Entonces
el Juez, después de deliberar con su colega, pronuncia la
sentencia.
"Ud. irá,
desde aquí, a la cárcel de donde vino. Desde ahí Ud. será conducido al sitio de
la ejecución, en una rastra de cañas. Allí será colgado por el cuello hasta que
esté medio muerto. Sus miembros serán cortados ante sus ojos y echados al fuego,
donde también serán quemadas sus entrañas. Su cabeza será cortada y colocada en
una estaca. Su cuerpo será dividido en cuatro partes y cada cuarto quedará
expuesto en cada una de las esquinas del castillo. Y Dios tenga piedad de
Ud.".
Edmundo,
lejos de conmoverse por la atroz injusticia de la sentencia, inclina la cabeza.
Reza un momento, adorando a Dios, y pide con toda el alma la bendición del
Señor.
Después de
la oración, Edmundo muestra una cara alegre y en voz alta dice: "Deo gratias".
Inmediatamente traduce las palabras latinas al inglés: "A Dios le doy las
gracias".
En espera
de ejecutar la sentencia, el Juez agrega una crueldad adicional. El carcelero
recibe, de él, órdenes especiales.
Edmundo
debe permanecer encadenado. Además, el Juez exige que el prisionero quede en un
calabozo sin luz. Cuando el carcelero indica que un lugar así no existe en la
prisión, el magistrado ordena que Edmundo sea colocado en el peor sitio
disponible.
Después de
ser encadenado, Edmundo recita, con una voz bastante fuerte, el salmo Miserere,
ofreciéndose a Dios y rogando ser recibido en el número de los elegidos. Fue
confinado en un pequeño lugar y de poca luz. Allí él no puede tenderse.
Solamente puede sentarse en un pequeño piso que el carcelero tiene la amabilidad
de entregarle, porque lo ve muy débil.
La noticia
de la condenación conmueve a todos los compañeros de prisión, entre los cuales
hay muchos malhechores. Reprueban la crueldad del Juez, convencidos de la
inocencia de Edmundo. Este es vigilado día y noche por tres o cuatro hombres. A
nadie le está permitido tener acceso a él, según las órdenes de
Juez.
La
ejecución
La
conducta de los ciudadanos de Lancaster es admirable. Para demostrar que se
detesta el crimen, nadie se deja convencer para ejercer el papel de
verdugo.
Un
carnicero obliga a su ayudante a reemplazarlo por cinco libras esterlinas. El
sirviente, cuando conoce el contrato que ha hecho su patrón, huye y no se sabe
más de él. Ningún prisionero de la cárcel quiere salvar la propia vida a cambio
de ese acto injusto.
Finalmente
un desertor, que tiene pena de muerte, se ofrece para ejecutar la sentencia, por
cuarenta chelines, la ropa del prisionero y su propia libertad. Este es
rechazado por la buena gente de Lancaster, de tal manera que nadie presta a ese
verdugo el hacha que necesita.
Es
necesario anotar que este pobre hombre, después de ejecutar la sentencia, fue
llevado nuevamente a la cárcel, a pesar de que se le había prometido la
libertad. Allí los prisioneros quisieron cobrar venganza contra él. Tuvo que ser
protegido de una manera muy especial. Algún tiempo después, fue dejado en
libertad con las ropas del mártir: el premio de su
servicio.
El día
jueves 28 de agosto, se comunicó a Edmundo que debía morir dentro de cuatro
horas.
Edmundo
recibe la noticia con mucha calma y solamente dice: "Suplico a mi Redentor que
me haga digno". El Juez desea, entonces, frustrar al pueblo, que podría
edificarse con la vista del martirio. Propone ejecutar a Edmundo en las primeras
horas de la mañana. Pero se atrasan las cosas necesarias para la ejecución.
Entonces el Juez decide que se haga a la hora del almuerzo, con la esperanza de
que la gente esté en sus casas.
La
curiosidad del pueblo, o la confianza que tienen los católicos en su virtud, o
tal vez la esperanza de los protestantes de verlo vacilar, hacen que una inmensa
multitud se congregue en el lugar de la ejecución.
En la
plaza de Lancaster hay gente de toda edad, sexo o religión, que espera la última
escena de esa tremenda tragedia.
Cuando el
P. Edmundo Arrowsmith es conducido a través del patio de la prisión, el
venerable y digno sacerdote John Southworth lo acompaña desde la ventana de su
celda. También él ha sido condenado, por su sacerdocio, y espera la ejecución.
Será canonizado el mismo día que Edmundo.
El P.
Arrowsmith lo divisa, le have señas, con el gesto acordado para pedir la
absolución. El P. John Southworth lo absuelve a la vista de todo el pueblo, y
Edmundo se siente feliz. Un joven católico que es testigo no puede contenerse.
Se abre paso, abraza fuertemente a Edmundo y besa sus manos con verdadera
devoción. El capitán da orden de separar, por la fuerza, a ese
católico.
Edmundo es
entonces atado en la rastra de cañas, con la cabeza dirigida a la cola de los
caballos como signo de mayor afrenta.
Es
arrastrado a través de las calles hacia el patíbulo ubicado a unos quinientos
metros de la cárcel. A ninguno de sus amigos le es permitido acercarse. Todos
son mantenidos alejados por los hombres del capitán y sus
lanceros.
El verdugo
va delante de los caballos y la rastra, con un estandarte negro en la mano;
mientras que Edmundo, atado, tiene dos papeles en los que, con el título de "Las
dos llaves que abren el cielo", ha escrito un acto de amor a Dios y otro de
contrición. Hasta en el camino hacia la muerte desea predicar la
fe.
Cuando
llegan al lugar de la ejecución, Mr. Leigh, el clérigo cojo y también juez de
paz, le muestra a Arrowsmith el caldero hirviente y el enorme fuego, y le
dice:
"Mira lo
que se ha preparado para tu muerte. ¿Te resignarás a ella, o te dejarás llevar
por la misericordia del rey?
Edmundo
sonríe al tentador y le dice: "Buen señor, no se moleste en tentarme. La
misericordia que yo espero está en el cielo por la pasión y la muerte de
Jesucristo. Yo humildemente a Él le suplico me haga digno de esta
muerte".
Oración
ante la muerte
Entonces,
es arrastrado al pie de la escalera. Cuando lo desatan, él se arrodilla y reza
por un largo cuarto de hora.
"Yo, con
libertad y aceptación, te ofrezco, dulce Jesús, mi muerte en satisfacción de mis
ofensas. Deseo que esta pobre sangre mía sea un sacrificio por mis
pecados".
Aquí lo
interrumpe un clérigo protestante afirmando que Edmundo dice blasfemias. Este lo
refuta con muy pocas palabras y con gran paciencia.
Después
continúa: "Jesús, mi vida y mi gloria, alegremente te devuelvo la vida que
recibí. Es una gracia tuya el que yo pueda devolverla. Yo siempre he deseado,
Señor, entregarte mi vida. La pérdida de ella, por tu causa, es ganancia; el
conservarla, sin Ti, es mi ruina.
Yo muero
por tu amor, por nuestra Fe. Muero por sostener la autoridad de tu Vicario en la
tierra, el sucesor de Pedro, cabeza verdadera de la Iglesia que Tú fundaste y
estableciste. Mis pecados, Señor, fueron la causa de tu muerte. En la mía, yo
sólo te deseo a Ti, que eres verdadera vida. Permíteme, Jesús, por tu
misericordia, que yo me libre de estar sin Ti. La vida no sirve para nada si Tú
no estás. Dame, Jesús, constancia en el último momento. No me dejes vivir un
instante sin Ti; pues ya que eres la verdadera vida, yo no puedo vivir a no ser
que Tú vivas en mí. Cuando pienso que te he ofendido, sufro por haber perdido la
vida. Oh Vida, te he ofendido tanto. Sin embargo, con verdadero dolor me entrego
a Ti. Te pido, con todo el corazón, que olvides mis pecados. Dame la oportunidad
de entregarme en tus manos".
Varias
veces lo interrumpen. Pero él continúa, inconmovible. Al fin, el capitán le
ordena terminar.
Edmundo
obedece. Se levanta y dice: "Que se haga lo que Dios quiera". Besa la escalera y
empieza a caminar con valor y envidiable firmeza. Al subir los escalones,
suplica a los católicos que unan sus oraciones para que él pueda tener la gracia
necesaria en el último momento. Mr. Leigh, clérigo y juez de paz, le indica,
falsamente, que no hay católicos presentes, pero que él dirá las oraciones.
Edmundo le contesta: "Señor, no busco sus plegarias y tampoco debo rezar con Ud.
Yo no puedo participar con su fe. Si es verdad, como Ud. dice, que aquí no hay
católicos, yo deseo morir muchas muertes para que todos lo
sean".
Terminado
este diálogo, Edmundo reza por Inglaterra y por el rey. Perdona a sus
perseguidores y, humildemente, les pide perdón por si en algo los hubiere
ofendido.
Entonces
el verdugo le pone la soga al cuello. Edmundo está preparado. Sin embargo, en
ese supremo momento, Mr. Leigh, clérigo y juez, se atreve a decir: "Le suplico,
señor. Acepte la merced del rey. Preste el juramento de supremacía. Buen señor,
acepte su vida. Yo deseo que Ud. viva. Aquí ha venido un emisario de parte del
Rey, que ha venido para ofrecer este favor. Ud. puede vivir, señor, si acepta la
religión protestante".
Edmundo
suavemente mueve su cabeza. Con firmeza responde: Oh señor, estoy muy lejos de
todo eso. Por favor, no continúe. Soy un moribundo. Yo no haré lo que Ud. me
propone, en ningún caso y bajo ninguna condición. Llegará un día en el que,
lejos de arrepentirse por el retorno a la Iglesia católica, Uds. se sentirán
felices de haber ganado la paz".
Entonces,
un grupo de clérigos protestantes comienza a gritar: "Basta. No más sermones.
Terminen con él".
Edmundo se
recoge un instante. Cierra los ojos, sus labios pronuncian el nombre de Jesús.
Retiran la escalera, y Edmundo queda suspendido en el
aire.
El resto
de la cruel sentencia es ejecutado inmediatamente.
=
Autor: Jaime Correa
Castelblanco, S.J. | Fuente:
CPALSJ.org
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