San Luis (Ludovico) de Anjou, Obispo
Agosto 19
Martirologio Romano: En Brignoles, en la Provenza, de Francia, muerte de san Luis, obispo. Sobrino del rey san Luis, prefirió la pobreza evangélica a las alabanzas y honores del mundo, y joven en años, pero maduro en virtud, fue elevado a la sede de Tolosa. Debido a su delicada salud, descansó piadosamente en el Señor (1297).
Martirologio Romano: En Brignoles, en la Provenza, de Francia, muerte de san Luis, obispo. Sobrino del rey san Luis, prefirió la pobreza evangélica a las alabanzas y honores del mundo, y joven en años, pero maduro en virtud, fue elevado a la sede de Tolosa. Debido a su delicada salud, descansó piadosamente en el Señor (1297).
Fecha
de canonización: El papa Juan XXII lo canonizó el año
1317.
San Luis de Anjou-Sicilia, que murió siendo obispo de Toulouse a los veintitrés años, nació el año 1274 en Brignoles, hermosa villa de Provenza. Su madre, María de Hungría, era sobrina de Santa Isabel y hermana de tres príncipes que también llegaron a ser reyes y santos: Esteban, Ladislao y Enrique. Su padre, Carlos II de Anjou, rey de Nápoles, Sicilia, Jerusalén y Hungría, era el propio sobrino de San Luis de Francia. El príncipe don Luis brilló desde su infancia por la seguridad de su juicio, su piedad sólida, el desprecio de los honores del siglo y una gravedad que le conciliaban el amor y el respeto de todos. Desde luego, Dios le llamaba para más alto destino que el que la historia política de su tiempo parecía reservarle.
Fue
testigo, en sus primeros años, de las sangrientas luchas que oponían su familia
a los reyes de Aragón. Su abuelo Carlos, al que el papa Inocencio IV había
adjudicado el reino de Nápoles, había soñado con reinar en Italia entera. Fue
víctima del odio de los sicilianos, sublevados contra su tiranía en las
terribles matanzas ocurridas en Palermo conocidas en la historia por Vísperas
Sicilianas, el 31 de marzo de 1282. Fracasados los planes de conquista de su
abuelo, dos años más tarde, cuando don Luis no tenía más que diez años, su
padre, que trataba de resistir en Nápoles, era hecho prisionero. Durante tres
años iba a permanecer en Barcelona encarcelado en el castillo Siurana por orden
del rey Don Pedro III. Cuando fue puesto en libertad le llegaba a don Luis la
hora de los trabajos y sufrimientos más duros: Don Alfonso III de Aragón
consentía en libertar a su padre, pero a condición de que sus tres hijos fuesen
mandados a Barcelona como
rehenes.
El
cautiverio de los tres príncipes, don Luis, don Roberto y don Raimundo, hubo de
durar siete años. El príncipe don Luis, el mayor de los hermanos, tenía entonces
trece años; fue tratado con aspereza, tanto más cuanto que tuvo que pagar el
rencor que animaba al rey de Aragón contra la política del Papa, que se negaba a
revocar la donación e investidura de los reinos de Aragón, Valencia y condado de
Barcelona a Carlos de Valois, el hijo segundo del rey de Francia, y acabó
coronando al padre de los príncipes encarcelados como rey de Sicilia,
absolviéndole de todas las garantías que había dado al rey de Aragón cuando le
puso en libertad. El príncipe don Luis aguantó los sufrimientos de su larga
prisión con admirable paciencia. Estaba acostumbrado desde hacía años a una vida
penitente. La reina Doña María, su madre, declaró que desde la edad de siete
años se salía de noche de su cama para echarse a dormir en el suelo de su
habitación.
En
los años transcurridos en Barcelona se acrisoló la santidad del joven príncipe.
Sus guardianes le trataban duramente, pero él se estimaba feliz sobremanera en
padecer algo a imitación de Jesucristo, su Señor. Les solía decir a sus hermanos
que, según el espíritu del Evangelio, la adversa fortuna valía más que la
próspera, y que tenían que amar su prisión y alegrarse de que Dios les
proporcionara el medio de darle prueba del amor que le tenían sufriendo algo por
Él. Palabras éstas de verdadero amor iluminado por el divino sentido de la cruz.
Aprovechó su cautiverio para dedicarse también al estudio, aconsejándose con dos
varones sabios y piadosos de la Orden de San Francisco, especialmente con el
padre Jacques Deuze, que había de ser más tarde Papa bajo el nombre de Juan
XXII. Frecuentaba la meditación de las cosas de Dios y los misterios de Cristo
Nuestro Señor. Confesaba casi todos los días antes de oír misa y no dejaba de
rezar el oficio divino. Era especialmente devoto de la cruz y de la Virgen
Santísima. Cuando le concedían libertad la empleaba en visitar a los pobres
enfermos de la Ciudad
Condal.
Cierto día reunió a los leprosos para lavarles los pies
y servirles la comida; dicen que uno de éstos estaba tan llagado que a su vista
se desmayaron los otros príncipes. Al día siguiente, queriendo volverle a ver,
resultó imposible encontrarle en toda la ciudad, de donde se creyó que el mismo
Señor se les había aparecido para recibir los amorosos servicios del joven don
Luis, su file discípulo. Entre estas obras de misericordia se deslizaban los
años de su adolescencia, dedicada al estudio y a la meditación divina, hasta que
cayó gravemente enfermo. Entendió que el Señor le llamaba y le quería todo para
sí en el momento en que se aproximaba el fin de su cautividad. Entonces hizo
voto de ingresar en la seráfica Orden de San Francisco si se
reponía.
Pronto Dios iba a permitir que realizara su voto.
Después de una larga enfermedad curó como de milagro. Seguidamente llegó la hora
de su liberación: Don Jaime II de Aragón, hijo y sucesor de Don Alfonso III,
buscando la paz con el Papa y con las casas de Francia y Nápoles decidió poner
en libertad a los hijos de Carlos II, a condición de que la hija de éste, doña
Blanca, casase con él. Se habló igualmente en estas conversaciones de Anagni
(junio de 1295) de casar al príncipe don Luis con la princesa Violante, hermana
del aragonés. Pero Luis, deseoso de realizar su promesa de entrar en religión,
se negó, a pesar de las instancias de su padre y de las dos cortes interesadas
en que se cumpliera el enlace que robusteciera la unión y la paz entre los dos
Estados. Entonces fue cuando pronunció estas palabras en las que se retrata su
alma santa: «Jesucristo –dijo– es mi reino. Poseyéndole a Él, lo tengo todo.
Desposeído de Él, lo pierdo
todo».
De
vuelta a Italia con su padre, renunció a la corona de Nápoles a favor de su
hermano Roberto (enero de 1296), con ganas de realizar cuanto antes sus deseos
de vida retirada, después de recibir las sagradas órdenes. Pensaba vivir
escondido en un convento de la Orden franciscana en Alemania. Pero la
Providencia divina le tenía preparada otra prueba. Pronunció, efectivamente, sus
votos en el convento de Ara Coeli, de los padres franciscanos de Roma,
recibiendo seguidamente las sagradas órdenes en Nápoles (20 de mayo de 1296).
Pero cuando volvió a Roma, el papa Bonifacio VIII le había designado para ocupar
el obispado de Toulouse. El día de Santa Águeda, habiendo revestido el hábito de
su Orden, atravesó las calles de Roma descalzo desde el Capitolio hasta San
Pedro, donde predicó y fue
consagrado.
En
Toulouse su administración fue cortísima, pero muy provechosa: reformó el clero,
poniendo todo su cuidado en examinar con esmero a sus sacerdotes; predicaba a
menudo dos veces al día y su palabra encendida, que convertía las almas, era
acompañada de prodigios que curaban los cuerpos; llevaba una vida austera de
ayunos y disciplinas; visitaba, por fin, a los pobres enfermos, recibiendo a
diario veinticinco de ellos en su casa. A pesar de su santo celo apostólico, al
joven obispo le atemorizaba la dignidad de su cargo. Llevado de su profunda
humildad parece que pensó pedir su dimisión e implorar del Papa que le diera
permiso para llevar una vida retirada lejos de los hombres. Otra vez tenían que
cumplirse sus anhelos de perfección de manera impensada, por divina disposición
de la
Providencia.
Camino de Roma, donde iba a presenciar los solemnes
actos de la canonización de su pariente San Luis de Francia, cayó enfermo en
Brignoles, donde había nacido veintitrés años antes. Tuvo pronto la revelación
de que allí mismo se le iban a abrir las puertas del cielo. Veía aproximarse la
muerte sin temor, preparándose a rendir su alma al Señor, como suelen hacerlo
los varones santos, por una profunda meditación de los misterios sagrados y un
abandono total y confiado a la divina voluntad: «Voy a morir –decía a su
compañero de viaje–, voy a morir, y me alegro como el marinero que vuelve a
divisar la tierra y se prepara a abordar al puerto después de una larga
navegación. Ya voy a dejar un cargo demasiado pesado para mis hombros, que no me
permitía consagrarme a mí mismo y a Dios». El día de la Asunción recibió los
santos óleos y, a pesar de que estaba muy débil por la enfermedad y las
austeridades, cuando vio a su Señor que entraba a visitarle se levantó de su
lecho y, adelantándose a él, puesto de rodillas, recibió por última vez al
huésped amado que le tenía preparada una unión eterna en los cielos. Sus labios
repetían sin parar: «Te adoramos, Jesucristo Señor nuestro, y te damos gracias
por haber querido rescatar el mundo por tu santa cruz». Pronunciaba también las
palabras de la salutación angélica, y contestaba a su compañero que le
preguntaba por qué: «No tardaré en morir; la Virgen Santísima acudirá a mi
amparo».
Murió
el 19 de agosto de 1297. Su santidad, su pureza heroica fueron puestas de
manifiesto por los milagros que acompañaron su tránsito: uno de los religiosos
que le asistían vio a su alma subir al cielo en medio de los espíritus
bienaventurados que cantaban: «Así suele tratar el Señor a los que han vivido
con tanta inocencia y pureza». El prodigio más sonado fue el de la rosa que se
le apareció en la boca para pública manifestación de su pureza y encendida
caridad. Fue sepultado en el coro de la iglesia de los padres franciscanos de
Marsella, multiplicándose los milagros en su sepulcro. Fueron tantos los
enfermos curados por su intercesión, que el papa Juan XXII no tardó en
canonizarle
(1317).
El
día 11 de noviembre del año siguiente, los padres del convento de Marsella
levantaron el cuerpo del Santo del coro de la iglesia, y lo depositaron en un
relicario de plata puesto en el altar mayor. Presenciaba el acto el rey de
Nápoles y Sicilia, su hermano menor Roberto, al que había cedido sus derechos a
la corona. La devoción que el pueblo cristiano tributaba al santo príncipe se
extendió a los mismos reinos de la casa de Aragón, secularmente enemistada con
la suya. En 1443, don Alfonso V, que acababa de conquistar el reino de Nápoles,
tomaba la ciudad de Marsella. Dicen que en ella no hizo ningún botín,
contentándose con llevar en su galera las preciosas reliquias del Santo.
Depositó su tesoro en Valencia, donde la memoria de San Luis de Anjou fue objeto
de gran veneración. Por fin, el año 1862, el arzobispo de Valencia concedió a la
Iglesia de Toulouse una reliquia del que había sido su
obispo.
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Autor: Jean Krynen | Fuente:
Franciscanos.org
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