Día litúrgico: Lunes XIV del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Mt 9,18-26): En aquel tiempo, Jesús
les estaba hablando, cuando se acercó un magistrado y se postró ante Él
diciendo: «Mi hija acaba de morir, pero ven, impón tu mano sobre ella y vivirá».
Jesús se levantó y le siguió junto con sus discípulos. En esto, una mujer que
padecía flujo de sangre desde hacía doce años se acercó por detrás y tocó la
orla de su manto. Pues se decía para sí: «Con sólo tocar su manto, me salvaré».
Jesús se volvió, y al verla le dijo: «¡Ánimo!, hija, tu fe te ha salvado». Y se
salvó la mujer desde aquel momento.
Al llegar Jesús a casa del magistrado y ver a los flautistas y la gente
alborotando, decía: «¡Retiraos! La muchacha no ha muerto; está dormida». Y se
burlaban de Él. Mas, echada fuera la gente, entró Él, la tomó de la mano, y la
muchacha se levantó. Y la noticia del suceso se divulgó por toda aquella
comarca.
«Tu fe te ha salvado»
Rev. D. Antoni CAROL i Hostench - (Sant Cugat del Vallès, Barcelona,
España)
Hoy, la liturgia de la Palabra nos invita a admirar dos magníficas
manifestaciones de fe. Tan magníficas que merecieron conmover el corazón de
Jesucristo y provocar —inmediatamente— su respuesta. ¡El Señor no se deja ganar
en generosidad!
«Mi hija acaba de morir, pero ven, impón tu mano sobre ella y vivirá» (Mt
9,18). Casi podríamos decir que con fe firme “obligamos” a Dios. A Él le gusta
esta especie de obligación. El otro testimonio de fe del Evangelio de hoy
también es impresionante: «Con sólo tocar su manto, me salvaré» (Mt 9,22).
Se podría afirmar que Dios, incluso, se deja “manipular” de buen grado por
nuestra buena fe. Lo que no admite es que le tentemos por desconfianza. Éste fue
el caso de Zacarías, quien pidió una prueba al arcángel Gabriel: «Zacarías dijo
al ángel: ‘¿En qué lo conoceré?’» (Lc 1,18). El Arcángel no se arredró ni un
pelo: «Yo soy Gabriel, el que está delante de Dios (...). Mira, te vas a quedar
mudo y no podrás hablar hasta el día en que sucedan estas cosas, porque no diste
crédito a mis palabras, las cuales se cumplirán a su tiempo» (Lc 1,19-20). Y así
fue.
Es Él mismo quien quiere “obligarse” y “atarse” con nuestra fe: «Yo os
digo: Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá» (Lc 11,9).
Él es nuestro Padre y no quiere negar nada de lo que conviene a sus hijos.
Pero es necesario manifestarle confiadamente nuestras peticiones; la
confianza y connaturalizar con Dios requieren trato: para confiar en alguien le
hemos de conocer; y para conocerle hay que tratarle. Así, «la fe hace brotar la
oración, y la oración —en cuanto brota— alcanza la firmeza de la fe» (San
Agustín). No olvidemos la alabanza que mereció Santa María: «¡Feliz la que ha
creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc
1,45).
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Fuente: evangeli.net
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