lunes, septiembre 02, 2013

Mártires de Septiembre

Mártires de Septiembre
Septiembre 2


No cabe la menor duda de que en el tiempo de la Revolución Francesa, existían en la iglesia de Francia situaciones y condiciones que, para decirlo con la mayor suavidad posible, eran lamentables: los obispos y otros clérigos de alta jerarquía eran mundanos y ambiciosos, indiferentes a los sufrimientos del pueblo; se contaban por centenares los párrocos y rectores ignorantes, egoístas y débiles que, a la hora de la prueba, no titubearon en pronunciar un juramento y aceptar una constitución que habían condenado la Santa Sede y sus propios obispos. Eso, por el lado del clero, porque por parte de los laicos casi todos eran indiferentes o abiertamente hostiles a la religión.
 
El reverso de la medalla podía encontrarse en un reducido grupo de sacerdotes locales e inmigrados y de gente que colaboraba con ellos para la causa de la emancipación católica, y a los que no podemos dejar de sumar a los cientos que dieron sus vidas antes que cooperar con las fuerzas antirreligiosas. En este último grupo se encontraban los mártires que murieron en París el 2 y el 3 de septiembre de 1792.
 
En el año 1790, la Asamblea Constituyente aprobó la constitución civil para los clérigos, condenada inmediatamente por la jerarquía, como ilegal. Todos los diocesanos, a excepción de cuatro, así como la mayoría del clero urbano, se negaron a prestar el juramento que les imponía la nueva constitución. Al año siguiente, el Papa Pío VI confirmó la condena a la constitución, a la que calificó de "hereje, contraria a las enseñanzas católicas, sacrílega y contraria a los derechos de la Iglesia".
 
A fines de agosto de 1792, los revolucionarios en toda Francia se enfurecieron por el levantamiento de los campesinos en La Vendée y los éxitos de las armas de Prusia, Austria y Suecia, en Longwy. Inflamados por los fogosos discursos contra los realistas y el clero, unos mil quinientos hombres de iglesia, laicos, mujeres y niños, perecieron en una matanza gigantesca. Ciento noventa y una de estas víctimas fueron beatificadas mártires en 1926.

En las primeras horas de la tarde del 2 de septiembre, varios cientos de rebeldes atacaron la "Abbaye", el antiguo monasterio donde los sacerdotes, los soldados leales y algunas otras personas se hallaban prisioneros. La horda de maleantes, con un rufián llamado Maillard a la cabeza, exigieron a numerosos sacerdotes que pronunciaran el juramento constitucional; todos se negaron y fueron muertos ahí mismo. Después se formó un tribunal para condenar al resto los prisioneros en masa. Entre este segundo grupo de mártires, se hallaba el ex-jesuíta (la Compañía de Jesús se encontraba suprimida por entonces) el Beato Alejandro Lenfant. Había sido confesor del rey y un file amigo de la familia real en desgracia. Eso bastó para que, no obstante los esfuerzos de un sacerdote apóstata, fuese condenado y martirizado.
 
Monseñor de Salomon nos dice en sus memorias que observó al padre Lenfant cuando escuchaba serenamente la confesión de otro sacerdote, minutos antes de que el confesor y el penitente fueran arrastrados al lugar de su ejecución.

El alcalde de París enardeció con vino y alentó con propinas a un grupo de pilluelos y vagabundos para que atacaran la iglesia de los carmelitas en la "Rue de Rennes". Ahí se hallaban presos más de ciento cincuenta eclesiásticos y un laico, el Beato Carlos de la Calmette, conde de Valfons, un oficial de caballería que había acompañado voluntariamente al cura de su parroquia a la prisión cuando se lo llevaron preso.
 
Aquélla compañía de valientes hidalgos encabezada por el beato Juan María de Lau, arzobispo de Arles, por el el Beato Francisco José de La Rochefoucaluld, obispo de Beauvais y su hermano el Beato Pedro Louis, obispo de Saintes, llevaba en la prisión una vida de regularidad monástica y no cesaba de asombrar a sus carceleros por su alegría y su buen humor.
 
Era una sombría tarde de domingo, con ráfagas de vientos helados y amenaza de tempestad; a los prisioneros se les había permitido tomar el aire en el jardín y los obispos y otros clérigos rezaban las vísperas en la capilla, cuando la horda de asesinos irrumpió en el jardín y mató a puñaladas al primer sacerdote que se cruzó en su camino. Al ruido del tumulto, Monseñor de Lau salió tranquilamente de la capilla. "¿Eres tú el arzobispo?", le preguntó alguno de los rufianes. "Si, señores. Yo soy el arzobispo". Fue derribado con un golpe de espada sobre el hombro y, ya en el suelo, se le atravesó el pecho de parte a parte con una pica. Entre aullidos de excitación, horror y salvajismo, comenzaron a tronar las salvas de los disparos; las balas cayeron en lluvia cerrada; la pierna del obispo de Beauvais quedó destrozada. En un instante algunos murieron y otros cayeron heridos.

Pero el fuego cesó súbitamente. Los franceses tienen el sentido del orden y, tal vez, aquélla matanza les pareció desordenada. Por lo tanto, se procedió al nombramiento de un "juez" que instaló su tribunal en el pasillo entre la iglesia y la sacristía. Los acusados comparecían ante él de dos en dos. Con ambas manos, el "juez" les presentaba sendos pliegos con el juramento constitucional para que lo prestaran; pero todos lo rechazaron sin la más mínima vacilación. Entonces, la pareja de condenados descendía por la estrecha escalera que conducía al exterior y, al salir, la muchedumbre desaforada los hacían pedazos. En el pasillo el juez gritó el nombre del obispo de Bauvais; desde el rincón donde yacía, inmovilizado, repuso: "No me niego a morir con los demás, pero no puedo andar. Ruego a vuestra señoría que tenga a bien mandar que me lleven a donde deba de ir".
 
No podía haberse hecho una demostración más clara de aquélla monstruosa injusticia que la réplica breve y cortés del obispo. Pero no le salvó la vida, aunque ninguno de los verdugos se atrevió decir palabra cuando dos hombres le cargaron en vilo y lo llevaron ante el juez para que rechazara el juramento constitucional. El Beato Jacobo Galais, quien estaba a cargo de la cocina para los prisioneros, le entregó al juez trescientos veinticinco francos que le debía al carnicero, porque no quería llegar al cielo con aquella deuda. el Beato Jacobo Friteyre-Durvé, ex-jesuíta, fue apuñalado por un vecino suyo a quien conocía desde que eran pequeños; otros tres ex-jesuítas y cuatro sacerdotes seglares eran ancianos sacados de una casa de descanso en Issy para ser encerrados en la iglesia de los carmelitas; el conde de Valfon y su confesor, el Beato Juan Guilleminet, murieron uno junto al otro; y así, todos perecieron hasta no quedar ninguno.
 
A estos mártires se les les llama "des Carmes" por el lugar donde padecieron. Ahí mismo había otras cuarenta personas, más o menos, que conservaron la vida gracias a que no fueron vistas pudieron escapar en las narices de guardias complacientes o compadecidos. Entre las víctimas se hallaba también el Beato Ambrosio Agustín Chevreux, superior general de los benedictinos mauristas y otros dos monjes; el Beato Francisco Luis Hebert, confesor de Luis XVI; tres franciscanos, catorce ex-jesuitas, seis vicarios generales diocesanos, treinta y ocho estudiantes o ex-alumnos del seminario de San Sulpicio, tres diáconos, un acólito y un hermano maestro. Los cadáveres fueron enterrados en una fosa común del río de Veaugirard, aunque muchos fueron arrojados también a un pozo en el jardín de la iglesia del Carmen.

El 3 de septiembre, la horda de asesinos irrumpió en el seminario lazarista de Fermín, convertido también en prisión, donde su primera víctima fue el Beato Pedro Guérin du Rocher, un ex-jesuíta de sesenta años. Se le pidió que eligiera entre el juramento y la muerte y, tan pronto como rehusó someterse a la constitución, fue arrojado por la ventana más próxima y, al caer en el patio, fue acribillado a puñaladas. Su hermano, el Beato Roberto du Rocher, fue también una de las víctimas, y hubo otros tres ex-jesuítas entre los noventa clérigos que se hallaban presos ahí, de los cuales sólo cuatro escaparon con vida.
 
El superior del seminario era el Beato Luis José François. En su capacidad de gobernante, había avisado a su comunidad que el juramento era ilegal para los clérigos. Era un hombre de tanta fama por su bondad y tan querido en París que, a pesar de los riesgos, un oficial del ejército le advirtió el peligro que corría y se ofreció a ayudarle a escapar. Por supuesto, se negó a abandonar a sus compañeros de prisión, muchos de los cuales habían llegado voluntariamente a San Fermín, confiados en salvarse. Entre los que murieron con él se hallaban el Beato Enrique Guyer y otros lazaristas; el Beato Yyves Guillon de Keranrun, vicecanciller de la Universidad de París, y tres laicos.
 
En la prisión de La Forcé, en la "Rué Saint-Antoine", no quedó ningún sobreviviente para describir los últimos momentos de cualquiera de sus compañeros de infortunio.
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