Beato Sante de Urbino Brancoisini, Laico Franciscano
Agosto 14
Martirologio Romano: Cerca de Montebaroccio, en el Piceno, en Italia, beato Sante de Urbino Brancoisini, hermano converso de la Orden de los Hermanos Menores (1390).
Martirologio Romano: Cerca de Montebaroccio, en el Piceno, en Italia, beato Sante de Urbino Brancoisini, hermano converso de la Orden de los Hermanos Menores (1390).
Hermano profeso franciscano, del que no sabemos con exactitud el año en
que nació ni el año en que murió. En su juventud, noble estudiante y militar;
luego, en el convento, maestro de postulantes y hermanos laicos, cocinero y
hortelano, o dedicado a otros humildes menesteres. Destacó por su vida penitente
y oculta a los ojos de los hombres, en la intimidad del retiro y en el trato
continuo con Dios.
La vida del Beato Sante de
Urbino ofrece admirables contrastes. Noble retoño de la ilustre familia de los
Brancaccini, conocida más tarde con el nombre de Giuliani, morirá como humilde
hermano lego en el seno de la familia franciscana; y el hombre que en los
umbrales de la vida manejó la espada para ejercer el derecho de legítima
defensa, no conocerá, al final de su carrera, más armas que una pobre cruz de
palo que le recuerde la Pasión del divino Redentor.
Nació en el pueblo de Monte
Fabbri, diócesis de Urbino (Italia). Ilustre por su sangre, no lo fue menos por
la piedad e inocencia de costumbres, a la par que por su inteligencia despejada
y por los rápidos progresos que hizo en las ciencias y en las artes
humanas.
Sintió especial atractivo por la
carrera de las armas y se prometía brillante porvenir, cuando quiso Dios que
cambiara radicalmente de idea y de género de vida; la Providencia le tenía
destinado un lugar humanamente más humilde, pero de realidades mucho más
espléndidas: la vocación religiosa. Aquel cambio repentino le sobrevino a
consecuencia de un desagradable suceso que imprevistamente le ocurrió cuando
contaba unos veinte años de edad.
Penitencia por un
homicidio involuntario
Un día, por motivos y en
circunstancias que la historia desconoce, se encontró frente a frente con su
padrino que, armado de espada, le amenazó de muerte. Puesto nuestro joven en
trance de legítima defensa, echó rápidamente mano de su propia espada, y más
ágil sin duda que su contrario, trató de reducirlo, para lo cual le hirió en la
pierna. Sin embargo, a consecuencia de la herida, murió el padrino pocos días
después.
En realidad, nuestro joven no
era culpable, pues se había limitado a rechazar al injusto agresor; sin embargo,
experimentó por ello tales remordimientos que determinó abandonar el mundo y el
brillante y lisonjero porvenir que la vida le ofrecía, para consagrarse
enteramente al servicio del Señor, lejos de aquellos peligros que suelen
acarrear las pasiones.
La Orden Franciscana le pareció
la más conforme con las aspiraciones de su alma, que no eran otras que vivir
vida penitente y desconocida de los hombres, en la intimidad del retiro y en el
trato continuo con Dios.
El hermano
converso
Nadie ignora que en las órdenes
religiosas, especialmente en las antiguas, hay religiosos sacerdotes dedicados a
las funciones de su ministerio y otros religiosos, llamados conversos o legos,
que no reciben las órdenes sagradas, y viven ocupados en los diferentes empleos
y trabajos manuales propios del monasterio.
San Francisco de Asís dispuso
que entre sus religiosos no hubiera categorías, y que, por consiguiente, tanto
los miembros investidos de la dignidad sacerdotal, como los simples hermanos
legos, vistieran el mismo sayal, se sentaran a la misma mesa y tuvieran igual
lecho. Sin embargo, es natural que, debido a sus ocupaciones, el religioso
sacerdote lleve vida más ostensible que el simple lego; y por lo mismo, puede
ocurrir que las virtudes de éste permanezcan más fácilmente ignoradas o que sean
menos conocidas, como consecuencia de aquella vida más retirada y
humilde.
Esto era cabalmente lo que
deseaba Santos; y a pesar de la nobleza de su familia y haciendo caso omiso de
los estudios cursados y de los conocimientos adquiridos, pidió y obtuvo ser
admitido en calidad de hermano lego. Pensaba valerse de la humildad de aquella
vida para realizar los anhelos de santidad que el Señor le infundía. Temía el
peligro de lo exterior y por nada del mundo hubiera dejado la seguridad que a
sus inquietudes espirituales ofrecía aquel retraimiento
conventual.
Ardientes deseos de
austeridad
Al hablar del hermano Santos,
nos dicen sus historiadores que desde los comienzos se distinguió por su
santísima vida y que muy presto adelantó en perfección a los más fervorosos. Se
ha dicho que ayunar a pan y agua es llevar la penitencia al último grado; pues
bien, Santos fue más lejos, si cabe, ya que pasó largos años sin probar un
bocado de pan, contentándose con tomar algunas legumbres y frutas en la cantidad
absolutamente indispensable para conservar la existencia.
Llevado de los ardientes deseos
de austeridad que llenaban su alma, suplicó a Dios que le hiciera sentir vivos
dolores en su cuerpo, y en el preciso lugar en que había herido a su adversario,
el recuerdo de cuya muerte no se apartaba de su memoria. Oyó el Señor el ruego
de su siervo, el cual tuvo que soportar, hasta la muerte, las molestias de una
dolorosísima úlcera, aparecida en el muslo, sin que, humanamente hablando, nadie
pudiera explicar su origen. Cuantos medios tomaron los superiores para curarle o
al menos aliviar al paciente, resultaron inútiles.
Cinco siglos han pasado desde
entonces, y todavía puede observarse, en el cuerpo incorrupto del siervo de
Dios, la señal de aquella llaga que fue para él señal pesadísima, pero muy
gloriosa y amada cruz.
El maestro de los
novicios legos
Generalmente, ya antes lo hemos
apuntado, la vida del hermano lego se desliza en la oscuridad y en el silencio
del claustro; incluso sus virtudes parecen tener menos brillo. Sin embargo, Dios
quiere a veces colocar la luz sobre el candelero a fin de que su fulgor irradie
a todas partes; y fue de su divino beneplácito hacerlo así con fray Santos, cuya
magnitud espiritual no podía pasar fácilmente inadvertida.
Fue fácil ver desde el principio
que era hombre de Dios, a quien una profunda humildad ponía al abrigo de muchos
peligros. Considerándole sus superiores con sólida virtud y suficiente
capacidad, no quisieron reparar en la costumbre hasta allí seguida de no
conferir cargos a los simples hermanos, y le confiaron la difícil misión de
formar en la vida y costumbres religiosas a los postulantes legos en calidad de
maestro.
«Así como la verdadera sencillez
rehúsa humildemente los cargos -dice San Francisco de Sales-, la verdadera
humildad los ejerce sin jactancia». Esta sentencia del santo obispo de Ginebra
tuvo exacta realidad en la persona de fray Santos. La confianza que en él habían
depositado los superiores, no salió fallida, y lo hubieran dejado en el cargo
mucho más tiempo, si su humildad no se hubiera resistido ante el espanto que tal
responsabilidad le producía. Suplicó, pues, encarecidamente a los que le habían
impuesto aquella obligación, le aliviaran de ella y la depositaran en otros
hombros más fuertes y robustos, ya que él quería trabajar en oficios más
adecuados a su condición y a la vida de oración y silencio que, guiado por luz
superior, había venido a buscar en el claustro.
Un cocinero
prodigioso
Pocos pormenores de la vida del
Beato nos dan sus biógrafos, aunque nos lo muestran empleado en el humilde
oficio de cocinero. Sin reparar en trabajos y fatigas, Santos se entregó de
lleno a su ocupación, convencido de que «trabajar es rezar», como afirma el
doctor seráfico San Buenaventura. Por lo demás, los trabajos manuales no le
impedían el ejercicio de la oración, y su gran espíritu de fe le ayudaba a
sobrenaturalizar todas las obras. Esta intensa vida espiritual constituía el
secreto de los favores que recibía de Dios. Hubiérase dicho que el Todopoderoso
había abandonado en manos del humilde hermano su dominio sobre la naturaleza,
hasta el punto de permitirle obrar estupendos milagros, siempre que las
necesidades del convento o la conveniencia lo demandaban.
Cierto día en que la santa
pobreza, tan amada de San Francisco, visitó el convento con la más completa
penuria, era llegada ya la hora de preparar la comida y no había en la cocina
ninguna provisión de boca. Recogióse el santo cocinero en la presencia de Dios
por breves momentos, y luego, con la mayor naturalidad del mundo, mandó al
religioso ayudante que fuera a buscar hortalizas a la huerta. El sumiso hermano
se abstuvo de hacer la menor observación, pero no pudo reprimir una sonrisa
pensado en la candidez del cocinero, que le mandaba traer lo que habían sembrado
juntos el día anterior.
Pero su sorpresa fue enorme al
ver que las hortalizas ofrecían hermosísimo aspecto. La comida de la comunidad
fue aquel día excelente, al decir del padre Waddingo, célebre cronista de la
Orden Franciscana.
Una mañana, después de poner la
olla al fuego, se retiró a un rincón de la huerta para entregarse a la oración.
Como se acercara la hora de comer, se volvió a la cocina, pero halló la marmita
rota. Puesto de rodillas suplicó al Señor le socorriera en aquel aprieto; luego,
se levantó y vio que en uno de los trozos quedaba como media escudilla de caldo.
Sólo Aquel que en el desierto sació el hambre de cinco mil personas con cinco
panes y dos peces, puede decirnos cómo pudieron alimentarse, con caldo, los
dieciocho religiosos y varios forasteros que fueron comensales aquel
día.
Sus devociones
favoritas
Dice el Breviario
Romano-Seráfico el día 14 de agosto [ó 6 de septiembre], que el siervo de Dios
honraba con culto particular a la Santísima Virgen. Siempre ha sido la devoción
a María Santísima una tradición en la Orden Franciscana. «Su amor más intenso
-se ha dicho de San Francisco-, después del profesado a Nuestro Señor, era para
su benditísima Madre»; como él solía decir, «al Dios de majestad, la Virgen lo
ha hecho nuestro hermano...». Francisco la había constituido patrona de la
Orden, y a medida que avanzaba en edad aumentaba en deseos de ver a sus
religiosos protegidos por el cariñoso manto de la celestial
Madre.
No menor era la devoción del
seráfico Padre a la Pasión del Salvador; a su ejemplo, su file discípulo fray
Santos, meditaba asiduamente los sufrimientos del Hombre Dios, y en esa
meditación profunda encontraba los medios de crecer en el amor divino con
extraordinario aprovechamiento.
Su amor a la Sagrada
Eucaristía
Nuestro Beato honraba también de
un modo especial a la Sagrada Eucaristía, centro donde convergen los amores de
todos los santos. A ello contribuyó no poco el ejemplo de su Fundador, el
Estigmatizado de Alvernia, gran amante e inflamado apóstol del Dios
sacramentado.
No le fue dado al humilde lego
permanecer al pie de los altares largos ratos, como puede hacerlo, por regla
general, el religioso sacerdote con la celebración y administración de los
sacrosantos misterios, ni siquiera el acercarse a ellos con la frecuencia de
otros legos, por ejemplo, el sacristán; antes al contrario, ¡cuántas veces, con
gran dolor de su alma, tuvo que alejarse del santuario durante la celebración de
algún oficio! ¡Cuántas otras hubiera prolongado sus adoraciones profundas y sus
fervientes plegarias de no habérselo impedido la voz del deber que le llamaba a
otra parte! Pero la obediencia era para él expresión de la voluntad de Dios, y
acudía gozoso doquiera el deber le esperaba. Mas si su cuerpo se alejaba del
Sagrario, su corazón no se apartaba de allí ni interrumpía los amorosos
coloquios con el Divino Prisionero. Dios recompensó aquella obediencia y
sacrificio con favores maravillosos, tales como el
siguiente.
Era un día de fiesta. En la
iglesia del convento se celebraba una misa solemne; pero, retenido en la cocina
para el servicio de la comunidad, no podía fray Santos contemplar la pompa y
magnificencia de las ceremonias ni repetir sus coloquios con el Señor, que iba a
descender de nuevo al altar. Sin embargo, el recuerdo del Dios tres veces Santo
le acompañaba en medio de sus quehaceres. Súbitamente oye el tañido de la
campanilla que anuncia el solemne momento de la elevación; en seguida se postra
vuelto del lado del altar y adora... Mas, ¡oh prodigio!, en aquel instante se
entreabren las paredes, y puede ver en las manos del celebrante la Sagrada
Hostia, imán de sus amores. La visión no duró mucho, pero fue lo suficiente para
inundar el alma del cocinero de consuelos inefables.
El lobo que acarrea
leña
No siempre tuvo que responder
fray Santos de los trabajos de la cocina, sino que fue empleado en otros
menesteres.
Durante un tiempo había sido
encargado de proveer de leña al convento, y para transportarla desde las casas
de los bienhechores o desde el bosque, tenía a su disposición un borriquillo. En
cierta ocasión, al declinar de la tarde, dejó la acémila al raso, pues se
presentaba una noche tranquila y serena, y además tenía que volver al bosque muy
de mañana para proseguir su trabajo. Acudió, en efecto, a primera hora conforme
a sus propósitos; pero en vez del borrico se encontró con un lobo que acababa de
darle muerte y se refocilaba devorando satisfecho los despojos de su víctima.
Huyó la fiera a la vista del hermano, pero éste la llamó como si de un ser
racional se tratara; le recriminó el perjuicio y daño que había ocasionado a la
comunidad, le puso el ronzal al cuello, cargó sobre sus lomos la leña y se la
hizo llevar al convento. Dícese que el lobo, más o menos domesticado, siguió en
adelante prestando buenos servicios a los religiosos. Caso éste muy semejante a
otros varios de santos.
Un cerezo con fruto en
invierno
Algunos se figuran que los
santos desconocen en esta vida las dificultades y molestias propias de todos los
hijos de Adán. Los santos no se ven exentos de los dolores, enfermedades y demás
pruebas que pesan sobre todos los mortales; pero saben soportarlas con paciencia
y por amor de Dios, y así sobrenaturalizadas, se les tornan más llevaderas, y
acaban por amarlas y abrazarlas cual si de verdaderos regalos se
tratase.
El mismo cronista padre Waddingo
nos muestra a fray Santos en el crisol del sufrimiento. Ya hemos visto con qué
espíritu de sacrificio soportaba la misteriosa llaga del muslo. En otra
circunstancia, y sólo cediendo a los ardores de la fiebre, tuvo que guardar cama
muy a pesar suyo; sentía, además, extremada inapetencia. En tan triste situación
manifestó sencillamente al enfermero que quizás comiendo cerezas muy maduras se
apagaría la ardiente sed que le devoraba; en consecuencia le rogaba que le
procurase algunas que le sería fácil encontrar en el mismo
convento.
El enfermero le advirtió que en
aquella época era de todo punto imposible acceder a su demanda. Como insistiera
fray Santos, bajó el enfermero al huerto, y con gran asombro vio un árbol del
que pendían cerezas hermosísimas. No dudó que Dios había obrado un milagro para
aliviar los dolores de su file siervo. Añade Waddingo que, para perpetuar el
recuerdo de ese prodigio, los religiosos que fueron testigos de él pusieron en
un frasco algunas de aquellas frutas y las guardaron por espacio de largos
años.
Preciosa
muerte
Trabajosa y mortificada en sumo
grado había sido la vida del hermano Santos, que nunca regateó sacrificios
cuando se los exigía el servicio de Dios; además, la llaga de la pierna, fruto
de ardientes plegarias, le fatigaba mucho. Todos cuantos esfuerzos se hacían
para mejorar su salud y fortalecerle, resultaban inútiles. Dios nuestro Señor lo
quería para sí, y las humanas medicinas carecían de verdadera eficacia. Fue,
pues, debilitándose gradualmente hasta sentirse agotado.
Tendría unos cuarenta años
cuando, a mediados de agosto de 1390, se durmió en la paz del Señor, en el
convento de Santa María de Scotaneto, sito en las cercanías de Montebaraccio,
diócesis de Pésaro en las Marcas, lugar apacible donde había pasado casi toda su
vida religiosa. A pesar de la fama y general reputación de santidad de que
gozaba mientras vivió, fue inhumado, después de muerto, en el cementerio común
de los religiosos.
Un lirio sobre su
tumba
Un lirio de extraordinaria
hermosura, que floreció espontáneamente sobre su tumba, atrajo la atención de
los fieles, que en ello vieron un signo patente del valimiento de que ante Dios
gozaba. Muchos recurrieron a su intercesión y experimentaron muy pronto los
efectos de su poder y patrocinio. Ante pruebas de santidad tan manifiestas, se
preparó un sepulcro de piedra junto al altar dedicado a la Natividad de Nuestra
Señora en la iglesia del convento, para llevar el cuerpo
allí.
Cuando se quiso trasladar a
dicho sepulcro el santo cadáver, hallaron que estaba intacto y sin la menor
traza de corrupción. Este hecho sorprendente sirvió para acrecentar la devoción
popular al bendito lego, y Dios recompensó la confianza de los fieles obrando
por intercesión de su siervo innumerables prodigios que hicieron del sepulcro
lugar de piadosa romería.
El cuerpo del Beato Sante de
Urbino se conserva todavía incorrupto y tan flexible, que aún después de más de
cinco siglos, se pueden mover fácilmente sus miembros para revestirlo de ropas
nuevas. En su tumba se conservan dos botellas que contienen bálsamo del que
servía para aliviar a nuestro Santo. Hay, además, una cruz de madera labrada por
él mismo y enriquecida con preciosas reliquias, un trozo del cilicio con que
afligía sus carnes y una estera que le servía de lecho.
Seríamos excesivamente prolijos
si nos pusiésemos a contar sus milagros. Sólo referimos dos que relatan los
historiadores franciscanos sin entrar en pormenores.
Una pobre mujer recibió de un
caballo fogoso tan tremenda coz en la cara, que quedó tendida en el camino como
muerta. Sus parientes, que acudieron prestos a socorrerla, invocaron confiados a
fray Santos, y la mujer se levantó completamente curada y sin rastro de la
herida.
El segundo milagro lo realizó a
favor de un pobre hombre que padecía fortísimos dolores de cabeza; había perdido
un ojo y corría peligro de perder el otro. En tan grave aprieto tuvo la feliz
idea de acercarse al sepulcro del santo, apoyó en él la cabeza y quedó
instantáneamente curado.
El papa Clemente XIV aprobó, el
18 de agosto de 1770, el culto que desde largo tiempo atrás se le tributaba.
Celebrase la fiesta el 14 de agosto.
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Fuente: Franciscanos.org
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