San Antonio Primaldo, y ochocientos compañeros Mártires
Agosto 14
Firmes en la
fe
Martirologio Romano: En Otranto, en la Apulia
(Italia), santos mártires, ochocientos en número. Llegada una incursión de
soldados otomanos, se les conminó a renegar de su fe, pero exhortados por San
Antonio Primaldo, un anciano tejedor, a perseverar en la fe de Cristo,
recibieron la corona del martirio al ser decapitados. (†
1480)
Fecha de canonización: 12 de
mayo de 2013 por el Papa Francisco.
Antonio Primaldo es el único del que ha sido trasmitido el nombre. Los otros compañeros suyos de martirio son ochocientos desconocidos pescadores, artesanos, pastores y agricultores de una pequeña ciudad, cuya sangre, have cinco siglos, fue esparcida sólo porque eran cristianos.
Antonio Primaldo es el único del que ha sido trasmitido el nombre. Los otros compañeros suyos de martirio son ochocientos desconocidos pescadores, artesanos, pastores y agricultores de una pequeña ciudad, cuya sangre, have cinco siglos, fue esparcida sólo porque eran cristianos.
La ejecución en masa tiene un
prólogo, el 29 de julio de 1480. Son las primeras horas de la mañana: desde las
murallas de Otranto comienza a distinguirse en el horizonte haciéndose cada vez
más visible una flota compuesta de 90 galeras, 15 mahonas y 48 galeotas, con 18
mil soldados a bordo. La armada es guiada por el bajá Agometh; quien está a las
órdenes de Mahoma II, llamado Fatih, el Conquistador, o sea el sultán que en
1451, apenas a los 21 años, había ascendido a jefe de la tribu de los otomanos,
que a su vez se había impuesto sobre el mosaico de los emiratos islámicos un
siglo y medio antes.
En 1453, guiando un ejército de
260 mil turcos, Mahoma II había conquistado Bizancio, la «segunda Roma», y desde
ese momento cultivaba el proyecto de expugnar la «primera Roma», la Roma
verdadera, y de transformar la basílica de San Pedro en establo para sus
caballos.
En junio del 1480 juzga maduro
el tiempo para completar la obra: quita el asedio a Rodi, defendida con coraje
por sus caballeros, y dirige la flota hacia el mar Adriático. La intención es
tocar tierra en Brindisi, cuyo puerto es amplio y cómodo: desde Brindisi
proyecta ascender por Italia hasta alcanzar la sede del papado. Pero un fuerte
viento contrario obliga las naves a tocar tierra 50 millas más al sur, y a
desembarcar en una localidad llamada Roca, a algunos kilómetros de
Otranto.
Otranto era -y es- la ciudad más
oriental de Italia. La importancia de su puerto la había hecho asumir el rol de
puente entre oriente y occidente, consolidado en el plano cultural y político
por la presencia de un importante monasterio de monjes basilianos, el de san
Nicola en Casole, del que hoy restan un par de columnas en el camino que conduce
a Leuca.
Cuando desembarcaron los
otomanos, la ciudad pudo contar con una guarnición de sólo 400 hombres armados,
y para esto los capitanes de la guarnición se apresuraron a pedir ayuda al rey
de Nápoles, Ferrante de Aragón, enviándole una misiva.
Circundado por el asedio, el
castillo, dentro de cuyas murallas se habían refugiado todos los habitantes del
barrio, el bajá Agometh, a través de un mensajero, propone que se rindan con
condiciones ventajosas: si no resisten, los hombres y las mujeres serán dejados
libres y no recibirán ninguna injuria. La respuesta llega de uno de los notables
de la ciudad, Ladislao De Marco: have saber que si los asediantes quieren
Otranto deberán tomarla con las armas.
Al embajador se le ordena no
regresar más, y cuando llega el segundo mensajero con la misma propuesta de que
se rindan, es atravesado por las flechas. Para despejar toda equivocación, los
capitanes toman las llaves de las puertas de la ciudad y en modo visible, desde
una torre, las lanzan al mar, en presencia del pueblo. Durante la noche, buena
parte de los soldados de la guarnición se descuelga de los muros de la ciudad
con sogas y escapa. Para defender Otranto quedan sólo sus
habitantes.
El asedio que sigue es un
martilleo: las bombardas turcas derriban la ciudad, centenares de gruesas
piedras (muchas son todavía hoy visibles por las calles del centro histórico de
la ciudad). Después de quince días, al amanecer del 12 de agosto, los otomanos
concentran el fuego contra uno de los puntos más débiles de las murallas, abren
una brecha, irrumpen en las calles, masacran a quien se le ponga a tiro, llegan
a la catedral, en la cual muchos se han refugiado. Derriban la puerta y se
esparcen en el templo, alcanzan al arzobispo Stefano, que estaba con los
atuendos pontificales y con el crucifijo en mano. A ser intimado de no nombrar
más a Cristo, ya que desde aquel momento mandaba Mahoma, el arzobispo responde
exhortando a los asaltantes a la conversión, y por esto se le corta la cabeza
con una cimitarra.
Así lo cuenta Saverio de Marco
en la "Compendiosa historia de los ochocientos mártires de Otranto" publicada en
el 1905:
«En número de cerca ochocientos
fueron presentados al bajá que tenía a su lados a un cura miserable, nativo de
Calabria, de nombre Giovanni, apostata de la fe. Este empleó su satánica
elocuencia con el fin de persuadir a los cristianos que, abandonando a Cristo
abrasaran el islamismo, seguros de que la buena gracia de Agometh, quien los
habría dejado con vida, con el sostenimiento y todos los bienes de los que
gozaban en la patria; en caso contrario serían todos asesinados. Entre aquellos
héroes hubo uno de nombre Antonio Primaldo, sastre de profesión, avanzado de
edad, pero lleno de religión y de fervor. Este respondió a nombre de todos:
«Todos queremos creer en Jesucristo, Hijo de Dios, y estar dispuestos a morir
mil veces por Él´".
Agrega el primero de los
cronistas, Giovanni Michele Laggetto, en la «Historia de la guerra de Otranto
del 1480» transcrita de un antiguo manuscrito y publicada en
1924:
«Y volteándose a los cristianos
Primaldo dijo estas palabras: ‘Hermanos míos, hasta hoy hemos combatido en
defensa de nuestra patria y para salvar la vida y por nuestros gobernantes
terrenos; ahora es tiempo de que combatamos para salvar nuestras almas para el
Señor, el cual habiendo muerto por nosotros en la cruz conviene que muramos
nosotros por Él, permaneciendo seguros y constantes en la fe, y con esta muerte
terrena ganaremos la vida eterna y la gloria del martirio’. A estas palabras
comenzaron a gritar todos a una sola voz con mucho fervor que querían mil veces
morir con cualquier tipo de muerte antes que renegar de
Cristo».
Agometh decreta la condena a
muerte de todos los ochocientos prisioneros. A la mañana siguiente estos son
conducidos con sogas al cuello y con las manos atadas a la espalda, a la colina
de la Minerva, pocos cientos de metros fuera de la ciudad. Sigue escribiendo De
Marco:
«Repitieron todos la profesión
de fe y la generosa respuesta dada antes; por ello el tirano ordenó que se
procediese a la decapitación y, antes que a los otros, fuese cortada la cabeza
al viejo Primaldo, que le resultaba muy odioso, porque no dejaba de hacer de
apóstol entre los suyos, más aún, antes de inclinar la cabeza sobre la roca,
afirmaba a sus compañeros que veía el cielo abierto y los ángeles animando; que
se mantuvieran fuertes en la fe y que mirasen el cielo ya abierto para
recibirlos. Dobló la frente, se le cortó la cabeza, pero el cuerpo se puso de
pie: y a pesar de los esfuerzos de los asesinos, permaneció erguido inmóvil,
hasta que todos fueron decapitados. El prodigio evidentemente estrepitoso habría
sido una lección para la salvación de aquellos infieles, si no hubieran sido
rebeldes a la luz que ilumina a todo hombre que vive en el mundo. Un solo
verdugo, de nombre Berlabei, valerosamente creyó en el milagro y, declarándose
en alta voz cristiano, fue condenado a la pena del palo».
Canonización S.S. Benedicto XVI
firmó el 20 de diciembre de 2012 el decreto con el cual se reconoce la curación
de una seria forma de cáncer que tenía Sor Francesca Levote, monja profesa de
las Hermanas Pobres de Santa Clara; milagro atribuido a la intercesión de este
grupo de mártires, el cual permitió su canonización.
A finales de los años ‘70s Sor
Francisca sufrió un tumor maligno en “un estado muy avanzado”, los médicos de la
época la sometieron a la intervención quirúrgica de acuerdo a las normas de
entonces, pero hoy día ese tipo de intervención sería impensable, porque se
conoce que solo consigue propagar la metástasis, es decir, que el cáncer se
extienda por todo el cuerpo.
La religiosa clarisa sufrió
metástasis pero se encomendó a los mártires y milagrosamente sanó y pudo dar fe
de ello durante treinta años hasta 2012, cuando murió a los 84 años de
edad.
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Fuente:
chiesa.espressonline.it || ACI Prensa
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