San Cipriano, Obispo y
Mártir
Septiembre 16
Martirologio Romano: En Cartago, de la África romana, pasión de san Cipriano, obispo muy esclarecido en santidad y doctrina, que gobernó sabiamente la Iglesia en tiempos difíciles, consolidando la fe de los cristianos en medio de tribulaciones, e imperando Galieno, después de sufrir un penoso exilio, consumó su fe en el martirio, decapitado por orden del procónsul, ante gran concurrencia de pueblo.
Martirologio Romano: En Cartago, de la África romana, pasión de san Cipriano, obispo muy esclarecido en santidad y doctrina, que gobernó sabiamente la Iglesia en tiempos difíciles, consolidando la fe de los cristianos en medio de tribulaciones, e imperando Galieno, después de sufrir un penoso exilio, consumó su fe en el martirio, decapitado por orden del procónsul, ante gran concurrencia de pueblo.
Memoria de los santos Cornelio,
papa, y Cipriano, obispo, mártires, acerca de los cuales el catorce de
septiembre se relata la sepultura del primero y la pasión del segundo. Juntos
son celebrados en esta memoria por el orbe cristiano, porque ambos
testimoniaron, en días de persecución, su amor por la verdad indefectible ante
Dios y el mundo (252,
258).
A San Cipriano yo no llegué a conocerle y estimarle profundamente hasta que fui a Roma. En mi primera visita a la basílica de San Pedro, después de orar ante la tumba del Príncipe de los Apóstoles, levanté mis ojos hacia la cúpula majestuosa de Miguel Angel Buonarroti y mi mirada se cruzó en seguida con un slogan que me conmovió profundamente. Hinc una fides mundo refulget, hinc sacerdotii unitas exhoritur. Estas palabras están incrustadas con caracteres inmensos y con mosaicos de oro en la banda circular interior de la cúpula de San Pedro: "Desde aquí se esparce por el mundo la única y verdadera fe, aquí nace la unidad del sacerdocio". El texto es de San Cipriano y me parece lo suficientemente indicativo para que a este Padre de la Iglesia podamos apellidarle "Santo de la Romanidad".
Mi segundo gran encuentro con San Cipriano lo tuve luego, al comienzo de
mis estudios teológicos, profundizando en el tratado De Ecclesia Christi, que me
explicó el famoso teólogo padre Zapelena en la universidad Gregoriana. Fue
entonces cuando mejor comprendí la magnitud de esta figura egregia, que aparece
con tanto relieve en el horizonte de la cristiandad hacia la mitad del siglo
III. San Cipriano me enseñó a amar más a la Iglesia y al Romano Pontífice y a
mejor comprender la grandeza del Papado. Esta misma lección quiero yo que
aprenda el lector de estas líneas dedicadas al santo de
hoy.
"Cipriano, nacido en Africa,
primero enseñó la retórica con grande gloria; luego se hizo cristiano por
consejo del presbítero Cecilio, de quien tomó el nombre, y empleó todos sus
bienes en socorrer a los pobres. Poco tiempo después recibió la ordenación de
presbítero y luego fue constituido obispo de Cartago. Sería por demás superfluo
ponerme a dar una muestra de su ingenio, siendo así que sus escritos
resplandecen más que el sol. Padeció martirio bajo los emperadores Valeriano y
Galieno, en la octava persecución, el mismo día, bien que no el mismo año, que
Cornelio en
Roma."
Esta es la estupenda fotografía
que nos ha dejado de Cipriano el maestro Jerónimo en su catálogo de varones
ilustres. La he copiado íntegra del breviario romano porque su sencillez y su
enjundia son más expresivas que todas las páginas que yo pueda escribir. Para
erudición y explicación no haré ahora más que apilar sobre las palabras de San
Jerónimo algunos otros datos
históricos.
Cipriano, además de Cecilio, se
llamaba Tascio. Su lugar de nacimiento hay que colocarlo en el norte de Africa,
quizá en la misma Cartago, y su fecha en los primeros años del siglo III. Eran
sus padres paganos adinerados y le procuraron una buena formación literaria. En
su juventud y mientras enseñaba retórica, los vicios del paganismo ensuciaron su
vida. Pero un día la luz de la fe y de la gracia que Cecilio le llevó transformó
totalmente el rumbo de su existencia, Convertido al cristianismo, empezó una
nueva vida, siendo ya de catecúmeno ejemplarísimo en la práctica de la
austeridad, la continencia y la caridad. Poco después del bautismo entró en las
filas del clero, entregando a la Iglesia el propio patrimonio. Su elección
episcopal a la distinguida sede cartaginense hay que ponerla en el año 248 ó
249.
Para tan alto cargo jerárquico
fue designado (no constituido) por aclamación popular, o sea "democráticamente",
según la costumbre de entonces. Y como en todo buen acto democrático, también en
éste hubo su oposición organizada. A la elección episcopal de Cipriano se oponía
el partido "lapsista" del clero, encabezado por el sacerdote Novato y por un
seglar rico cuyo nombre era Felicísimo. Después, durante su gobierno episcopal,
el pastor cartaginés tuvo que enfrentarse fuertemente contra este partido en la
cuestión de los "lapsi" y
"libeláticos".
Se llamaban libeláticos a los
cristianos que para librarse de la persecución se procuraban un libellus de
apostasía, es decir, un certificado de haber sacrificado a los dioses, sin
haberlo hecho en realidad. Pasada la persecución, éstos, lo mismo que los
apóstatas, pedían de nuevo ser admitidos en la comunidad cristiana, Para ello se
procuraban también de los confesores que habían padecido cárceles y sufrimientos
por la fe billetes de paz (libelli pacis), con los cuales debían ser dispensados
de la penitencia pública. Esto representaba un verdadero abuso, fomentado por
Novato y Felicísimo. Cipriano mantuvo firme su autoridad episcopal frente a los
confesores e hizo prevalecer su
opinión.
Para ello reunió en el año 252 un
sínodo en Cartago y tomó medidas rigurosas, que consistían en distinguir entre
los que habían sacrificado a los ídolos —a los que se impuso penitencia
perpetua, admitiéndoles a la reconciliación sólo a la hora de la muerte— y los
libeláticos, a los cuales podía admitirse a la comunión después de un período de
prueba. Novato y Felicísimo se declararon en rebeldía frente a estas decisiones
e iniciaron un cisma local. Luego, los cismáticos o laxistas de Cartago
encontraron apoyo precisamente en la fracción contraria, es decir, en los
extremadamente rigoristas del clero romano, partido encabezado por Novaciano, el
cual defendía que en ningún caso había que perdonar a los lapsos. Novaciano
logró en Roma hacerse elegir antipapa contra Cornelio, produciendo un cisma que
tuvo cierta difusión y duración. En Africa, el obispo cartaginés combatió
enérgicamente este movimiento, sosteniendo la elección de
Cornelio.
Cipriano rigió la iglesia de
Cartago hasta el año 257. Su período pastoral se vio agitado por las
persecuciones contra los cristianos, que tuvieron lugar en aquella mitad del
siglo. Así, desde el año 250 hasta la primavera del 51, con motivo de la
persecución de Decio, el intrépido obispo cartaginés tuvo que estar escondido
para no privar a su grey de un guía entonces necesario más que nunca. De esa
manera, desde su oculto retiro, no lejano de la sede, gobernó a sus fieles por
medio de una intensa actividad epistolar. Pasado el huracán, pudo regresar a su
ciudad y allí derrochó su vitalidad y sus energías apostólicas hasta que vino la
famosa persecución de
Valeriano.
El 30 de agosto de 257 el obispo
es llevado al pretorio de Cartago ante el procónsul Aspasio Paterno. Este le
hizo la pregunta de ritual: "Los sacratísimos emperadores se han servido
escribirme con orden de que a quienes no profesan la religión de los romanos se
les obligue a guardar sus ceremonias. Quiero saber si eres de ese número. ¿Qué
me respondes?" Cipriano confiesa entonces abiertamente su fe: "Soy cristiano y
obispo; no conozco más dioses que uno solo, el verdadero Dios, que crió los
cielos, la tierra, el mar y cuanto en ellos hay. A este Dios adoramos los
cristianos y noche y día rogamos por nosotros mismos, por todos los hombres y
también por la "salud" de los emperadores". A este valiente testimonio responde
el procónsul con la orden de destierro. Cipriano se ve obligado a salir para
Curubi.
Allí permanece una temporada
hasta que un nuevo procónsul sucede a Paterno. Es Galerio Máximo. Este ordena a
Cipriano que se presente en Utica, residencia del magistrado romano; pero el
obispo se niega a esto porque quiere morir en medio de su pueblo. Regresa a
Cartago y el procónsul, después de oír nuevamente la solemne confesión de fe
hecha por el imperturbable obispo el 13 de septiembre, le condena a muerte. A la
sentencia proconsular el futuro mártir da por toda respuesta un cordialísimo Deo
gratias. Luego, antes de su ejecución, dando muestras de la generosidad en la
que tanto se había distinguido toda su vida, ordenó que se diesen 25 monedas de
oro a su verdugo. El día 14 Cipriano fue decapitado delante de una inmensa
multitud de fieles, que pudieron admirar el ejemplo del santo mártir y que luego
lloraron su muerte y esclarecieron su memoria. Fue Cipriano, según afirma
Poncio, el primer obispo que, después de los apóstoles, tiñó el Africa con su
sangre. Buen patrón podría encontrar en este insigne santo africano ese
continente que ahora se abre cada vez más a la luz del
Evangelio.
Bonitamente anota San Jerónimo
que Cipriano fue martirizado el mismo día, aunque no el mismo año, que el papa
Cornelio. Este murió en el 252, después de haber sido desterrado a Centocelle,
donde precisamente recibió de Cipriano cartas de consolación. Ahora la Iglesia
nos presenta a los dos santos mártires unidos por la misma fiesta en la liturgia
del día 16 de septiembre. Buena compañía para el obispo Cipriano la de este
Papa, a quien él conoció. Otro detalle que me gusta, cuando considero a San
Cipriano entre los santos que se han distinguido por su
romanidad.
Quizá alguien proteste porque
insisto en poner a Cipriano la etiqueta de "Santo de la romanidad". Es cierto
que son muchos los santos a quienes se les puede catalogar dentro de esta línea,
pero quizá —dirá el arguyente— a Cipriano no, porque en realidad la historia
duda de si fue o no algún tiempo cismático o poco menos. No podemos soslayar
este aspecto o este punto obscuro de la vida de Cipriano. Es una cuestión
controvertida por historiadores y teólogos y no voy a resolverla aquí, ni
siquiera a tratarla con una amplitud que no es propia de este
lugar.
El llamado "problema cipriánico",
que aparece en el tratado de teología fundamental, se puede resumir en estos
términos: Después de la persecución de Decio, en los años que siguieron al 251,
la iglesia de Cartago llegó a adquirir un extraordinario esplendor. Cada año
Cipriano convocaba un sínodo en su sede residencial y su influencia sobre otros
obispos se notaba cada vez más, hasta el punto de que, como dice el padre
Hertling, Cipriano no siempre se daba cuenta de que Dios le había consagrado
obispo de Cartago y no obispo de toda la
Iglesia.
Esta preponderancia manifiesta
llevó al fogoso y ardiente obispo de Cartago a tener algunos conflictos con el
Papa. Cipriano tuvo ya algún roce con el pontífice Cornelio en ocasión de la
elección de éste a la Sede de
Roma.
Sin embargo, el problema está en
las relaciones del obispo cartaginés con el papa Esteban —año 254-257—. Ya estas
relaciones aparecen enturbiadas en el episodio de los obispos españoles
Basílides de Astorga y Marcial de Mérida. Estos dos obispos, depuestos como
libeláticos, apelaron a Roma y el papa Esteban, creyendo en su inocencia, ordenó
que fueran restablecidos en sus diócesis, cuando ya éstas habían sido ocupadas
por los nuevos obispos Félix y Sabino. Entonces las comunidades españolas, no
satisfechas de la solución de Esteban, recurrieron a San Cipriano, que gozaba de
grandísima autoridad. Este reunió un sínodo en Cartago, que confirmó la
deposición de Basílides y Marcial, poniéndose así en abierta contradicción con
el
Papa.
No sabemos hasta qué punto tuvo
relación este hecho con la gran controversia que desunió a Cipriano del papa
Esteban. La controversia versaba sobre si había que rebautizar o no a los
herejes que se convertían. El obispo cartaginés defendía que era inválido el
bautismo conferido fuera de la Iglesia católica y que, por lo tanto, los
conversos debían ser rebautizados. Para estudiar este asunto Cipriano celebró en
Cartago diversos sínodos, al último de los cuales asistieron 87 obispos. Los
Padres conciliares proclamaron repetidas veces el principio defendido por
Cipriano, aprobando la práctica que se seguía en Africa sobre el particular y
enviando emisarios a Roma para dar cuenta a Esteban de las decisiones sinodales.
Pero el Papa estaba por la sentencia contraria, que es la que hoy se defiende en
la Iglesia, dado que la gracia del sacramento viene directamente de Cristo, no
del ministro, y por lo tanto el bautismo, como todo sacramento, produce su
efecto por sí mismo, independientemente del estado del que lo
confiere.
Esteban acogió mal a los
emisarios de Cipriano y mandó decir a éste que siguiese la tradición romana,
prohibiendo la repetición del bautismo administrado por los herejes y amenazando
con romper la comunión eclesiástica con Cartago. Cipriano, en contra de la
decisión del Papa, siguió defendiendo y practicando su doctrina y el resultado
fue que de hecho quedó interrumpida la comunicación entre Roma y Cartago. Parece
bastante claro que Cipriano quedó objetivamente en situación de cismático. ¿Lo
fue subjetivamente? Tal vez —anota el padre Hertling, mi profesor de historia
eclesiástica en la universidad Gregoriana—, Cipriano no consideraba como
definitiva la difícil situación que se había creado con la decisión de Esteban.
Con todo, dado el fogoso e irreductible carácter del obispo cartaginés, no
sabemos qué sesgo hubiesen tomado las cosas si la Providencia no hubiera
intervenido zanjando de hecho la cuestión. Por fortuna para Cipriano —dice el
padre Hertling—, el papa Esteban murió —año 257— y el sucesor de éste, Sixto II,
de carácter conciliador, entabló de nuevo la comunión con el obispo Cipriano y
la iglesia cartaginense. Poco después el intrépido obispo se encontró con la
palma del
martirio.
Como se ve por esta semblanza,
Cipriano era una "figura potente" y de una personalidad arrolladora. Resultó un
gran pastor de almas, generoso en extremo y lleno de incontenible celo, hasta el
punto de que su ansia más ardiente era mostrar a todos los hombres el camino de
la salud eterna. Sus afanes apostólicos eran tan grandes que no podían
contenerse en los límites de su cristiandad cartaginense, ni siquiera en las
fronteras africanas. Manejó la pluma con la destreza periodística de un San
Pablo, y con su palabra escrita predicó en todas las iglesias de su tiempo y ha
seguido predicando a través de la historia hasta nuestros días. Por sus ideas
supo luchar intrépidamente, como debe lucharse cuando se está convencido de la
verdad. Fue un gran maestro, un intelectual o, como se dice técnicamente, un
Padre de la Iglesia y su fe fue tan profunda, tan viva y tan sólida, que por
querer ser consecuente con sus ideas lo fue hasta el extremo desdichado —y aquí
está el lado desfavorable de su personalidad episcopal y apostólica— de poner en
serio peligro su comunión con Roma. Sin embargo, no se puede negar que esto fue
extremadamente paradójico en su vida, porque Cipriano, pese a los errores que
haya podido tener en la práctica, ha defendido, como el que más, el amor a la
Iglesia Romana y el Primado de Pedro y sus sucesores. Por eso, los teólogos le
consideran como uno de los principales doctores antiguos que hay que citar en
defensa del Primado Romano. Yo considero y llamo a San Cipriano apóstol y
maestro de la romanidad, porque su doctrina contiene un mensaje nítido y
entusiasta en esta línea estupenda de amor a la Iglesia y al Vicario de
Cristo.
En las magníficas obras de este
insigne doctor africano —cartas y tratados—, que son espejo purísimo de su
pensamiento, de sus preocupaciones y de su incansable acción pastoral, podríamos
espigar multitud de frases que nos darían el ideario del Santo. Contentémonos
con reproducir, para terminar, algunas ideas del más hermoso de los opúsculos
escritos por San Cipriano, el De Catholicae Ecclesiae unitate: No puede tener a
Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por Madre. Hemos de temer más las
insidias contra la unidad de la Iglesia que la misma persecución. La Iglesia
permaneciendo unida se extiende hasta abrazar la multitud de los hombres, como
una única luz de muchos rayos, un único árbol de innumerables ramas, una única
fuente con multitud de chorros. Atenta contra la unidad quien no guarda la
concordia. La Iglesia está constituida sobre los obispos puestos por Dios para
gobernarla. El episcopado tiene el centro de su unión en la cátedra de Pedro y
de sus sucesores. Roma es la Iglesia príncipe, donde está la fuente de la unidad
sacerdotal.
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Autor: Cipriano Calderón |
Fuente:
Mercaba.org
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