Beata Juana de Aza, Madre de Santo
Domingo de Guzmán
Agosto 2 - 9
Madre de:
-Santo Domingo de Guzmán y Aza y el
-Beato Manés de Guzmán y Aza, Confesor
Martirologio Romano: En Caleruega,
población igualmente de Castilla, conmemoración de la beata Juana, madre de
santo Domingo, que, llena de fe, hizo grandes obras de misericordia en favor de
los pobres y necesitados (s. XIII inc.).
De
Juana de Aza la verdad es que no se saben muchas cosas. Y las que se saben
pueden reducirse prácticamente a dos: primera, que fue la madre de Santo Domingo
de Guzmán, y segunda, que fue una mujer compasiva que en cierta ocasión, estando
fuera su marido, repartió entre los pobres una cuba de vino
generoso.
Esto no quiere decir que no se tengan de ella otros datos que
éstos. Como saberse, se sabe el nombre de su padre, que fue don García Garcés,
señor del condado de Aza, mayordomo mayor, ayo, tutor y curador del rey don
Alfonso IX, y el de su madre, doña Sancha Bermúdez de Trastamara. Juana de Aza
nació, pues, en el seno de una familia noble, enlazada varias veces con la casa
real de Castilla.
Tampoco se ignora el nombre de su marido. Hacia los
veinte años Juana de Aza se casó con don Félix Ruiz de Guzmán, señor de la villa
de Caleruega. En esa villa vivieron ellos y allí nacieron sus tres hijos. El
mayor, don Antonio, fue sacerdote y consagró su vida a los peregrinos y enfermos
que acudían al sepulcro de Santo Domingo de Silos, cerca, de Caleruega. El
segundo, don Manés, o Mamerto, siguió a su hermano menor y se hizo dominico.
Santo Domingo fue el tercero de los hermanos, y parece que se llamó Domingo por
un sueño que tuvo su madre en los meses que precedieron al nacimiento. Soñó
Juana que llevaba en el vientre un cachorrillo (algunos dicen: un cachorrillo
blanco y negro) que tenía en la boca una antorcha y que salía y encendía el
mundo. Juana se asustó y se fue a rezar a Santo Domingo de Silos, que había
muerto cien años atrás. Le hizo una novena y parece que prometió que el hijo que
iba a nacer llevaría el mismo nombre que el Santo. Lo que no podía prever es
que, en el santoral, el hijo que Juana llevaba en las entrañas había de eclipsar
al buen Santo Domingo de Silos, bajo cuya protección nacía. Pero claro es que
los santos, en el cielo, no se preocupan por estas cosas, y Domingo de Silos
veló por el nacimiento de Domingo de Guzmán y consoló a la buena Juana de Aza,
que estaba allá, junto al sepulcro de Silos, rezando ardientemente.
El
nacimiento del futuro santo ocurrió el 24 de junio, día de San Juan Bautista, el
precursor, el que clamaba en el desierto y preparaba los caminos del Señor.
También Domingo había de ser una voz que enderezara caminos: para eso fundaría
con el tiempo su Orden de Hermanos Predicadores. Del nacimiento y sus
circunstancias cuentan las leyendas varios prodigios. El más gracioso es la
equivocación que por tres veces sufrió el celebrante que decía la misa de acción
de gracias. Al volverse para decir ”Dominus vobiscum”, le salía en vez de esto
un extraño anuncio: "Ecce reformator EccIesiae". En vez de anunciarles a los
fieles que el Señor estaba con ellos, les decía que allí estaba el reformador de
la Iglesia. El reformador de la Iglesia era el tercer hijo de Juana de Aza,
aquel niño al que habían puesto por nombre Domingo. El cachorrillo, en efecto,
prendería fuego al mundo, pero su fuego no vendría a destruir, sino a purificar:
sería calor y luz que encendería los espíritus, calor de amorosa pobreza, luz de
traspasada verdad.
Domingo no viviría muchos años con sus padres. A los
siete, su madre le confió a un hermano que tenía ella, párroco de Gumiel de
Izán. El se encargaría de la primera instrucción del pequeño Domingo y de su
primera educación. No había entonces escuela en los pueblos, claro está, y el
pequeño Domingo tenía que empezar pronto a aprender todo lo que luego le había
de hacer buena falta, pues tendría que habérselas con los herejes y convencerles
con la pacífica arma de la palabra. Pero si pronto dejó la casa de sus padres no
dejó sus costumbres, que eran buenas. De su madre aprendería, sin duda, en los
tiernos años, la suprema virtud de la compasión, que es lo que nos have hombres
o mujeres, es decir, seres humanos. Domingo, estudiante de catorce años, vio un
día a la gente agobiada por una pertinaz sequía. Domingo vio que la gente pasaba
esto tan sencillo y terrible que llamamos hambre. Y vendió todos sus libros,
todos sus pergaminos. Y dijo: "No quiero pieles muertas cuando veo perecer las
vivas".
Por eso imagino yo que la grandeza de Juana de Aza, como madre de
Santo Domingo, radica menos en haberle dado a luz que en haberle dado luz: ella,
sus cosas, sus gestos, fue la luz que alumbró la infancia de Domingo de Guzmán.
En ella aprendió a vivir y a ser bueno: infantil, puerilmente bueno, bueno como
niño, que es lo que era. ¿Y hay manera mejor de ser bueno que la de serlo como
niño? La beata o santa —qué importa— Juana de Aza, madre de familia, era una
gran maestra en esa suprema asignatura sobre la que precisamente se nos pasará
el examen final, el de fin de curso, el del fin del mundo. ¿No se nos ha dicho
que seriamos juzgados sobre el amor? ¿No está previsto el Juicio Final como un
repaso a nuestra conducta con los que tienen hambre, y sed, y frío, o están
enfermos, o encarcelados, o sin techo? En aquél día sabremos de Juana de Aza
muchas cosas que hoy no sabemos, muchas cosas que, sin duda, completarán la
única anécdota, la única acción que de ella traen los historiadores del siglo
XIII, en cuyos primeros años moría Juana. Pero ¿por qué tengo la convicción de
que este único episodio que conocemos basta para darnos lo esencial de su
persona y de su estilo?
He aquí lo que pasó.
Don Félix, su marido,
estaba lejos. Juana había quedado al frente de la casa. Digo Juana y no doña
Juana, y digo don Félix y no Félix, porque el don aleja, y todos los personajes
de esta historia, todos los miembros de esta familia los vemos hoy lejanos y
borrosos; todos, menos Domingo; todos, menos Juana. A éstos los sentimos
cercanos. ¡Curiosa cosa que la santidad acerque! Curiosa, pero no extraña.
Pedimos a los santos las cosas que nos hacen falta, nos acercamos a ellos en
busca de ayuda y les contamos todo lo que nos pasa. Y esto no sucede sólo
después de que han muerto. No, no; ahí tenéis a Juana de Aza. Mirad con qué
confianza se acercan a ella los pobres, los débiles, los enfermos. Es verdad que
saben, por experiencia y porque lo sabe todo el mundo, que aquella mujer domina
el difícil arte de dar. Lo domina porque da, y lo domina porque da con gracia,
con sencillez, sin duda con esa sonrisa que, según monsieur Vincent —otro santo,
Vicente de Paúl—, es lo único que have perdonar al que da con ese privilegio que
tiene de poder dar. Por tu sonrisa te perdonarán tu limosna: ¡qué honda
intuición! No basta dar, en efecto, sino que hay que dar con humildad, con
sencillez, sabiendo que es siempre Jesucristo el que nos ve desde el pobre. Y
también con alegría, claro que sí, porque está escrito que Dios ama al que da
con alegría, y porque la alegría se contagia y acaso sea ese contagio de alegría
el mayor que podemos comunicar con el pretexto y el vehículo de cualquier otro
don palpable. Don palpable, y sobre todo gustoso, que hablando de alegría puede
ser, por ejemplo, el vino.
Sí, el vino. Don Félix tenía una cuba de vino
generoso que por lo visto —por lo que luego veremos— apreciaba especialmente. El
vino alegra el corazón del hombre (¿no está en la Escritura esto?) y el corazón
valeroso de don Félix, señor de la villa de Caleruega, sin duda sentía de vez en
cuando, acaso en los ratos de descanso y de fatiga, la necesidad de ser
confortado con un vaso de aquel buen vino.
Allá estaba el vino, en la
bodega, y lejos don Félix, y Juana, como de costumbre, pensando qué podría hacer
con los pobres.
Ignoramos, la verdad, cómo vino la cosa. No sabemos si
aquel día Juana no tenía otra cosa que dar, o bien si no tenía otra cosa mejor,
puesto que para los pobres, o para Cristo que vive en ellos, es lo mejor
justamente lo que hay que dar. Los relatos indican más bien que, además de las
limosnas, repartió el vino: además de los socorros, la alegría. Nos agrada
pensar que fuera así. Lo que sabemos, en todo caso, es que la cuba de vino
generoso fue repartida entre los pobres y enfermos. Y la repartió Juana, la
señora de Caleruega, mientras su marido estaba lejos. Juana aquel día dio con
alegría, y dio alegría. El vino que consolaba el animoso corazón de don Félix
pasó a consolar los agobiados corazones de los que no tenían vino, como en Caná.
Y como en Caná fue una mujer —allá, María; acá, Juana— la que se dio cuenta del
problema y quiso ponerle remedio.
Y llegó don Félix, el marido, con su
comitiva. Y algo debió de oír por ahí acerca del reparto de vino generoso, pues
en presencia de todos pidió a su esposa que le diera un poco de aquel vino que
tenían abajo, en la bodega. Ya sabía ella de qué vino hablaba. Y la pobre Juana
que baja a la bodega. En qué estado de ánimo es cosa que no sabemos. Claro que
quien da con alegría no se arrepiente nunca de haber dado; claro que quien da
con gracia sabe también sonreír cuando le toca pagar las consecuencias de su
generosidad. Juana baja a la bodega en busca del vino de la cuba que había
vaciado para alegrar un poco la vida de los pobres y los enfermos; y arriba, don
Félix, con su comitiva. ¿Sería don Félix un bromista? Para que la broma tuviera
gracia nos sobra la comitiva. Sin testigos la broma sería inocente; con testigos
resultaba cruel. ¿Sería don Félix, que ha dejado fama de hombre virtuoso, un
marido severo, un hombre de celo austero, desabrido y exigente? No nos gusta
pensarlo. No hubiera sido buen marido, pensamos, para una mujer generosa,
compasiva, alegre. ¿Cómo hubiera podido él compartir estas virtudes? En fin, que
lo único que sabemos es que Juana bajó a la bodega y, en su apuro, pidió ayuda
al Señor. ¿Sería el Señor menos generoso que Juana? ¿Se quedaría atrás en lo de
"pedid y recibiréis" que Juana practicaba tan bien? De ninguna manera. En la
cuba se encontró vino, y don Félix pudo alegrar su corazón con el buen vino. Las
crónicas dicen que todo el mundo hubo de reconocer la santidad de Juana de Aza y
dar gracias por todo ello. Habían pedido los pobres, y les dio. Y pidió el
marido, y también le pudo dar. ¿No lo haría, además, con alegría? Nos gusta
imaginar en Juana una esposa amorosa y pensar que luego los dos se reirían
juntos. Si lo cortés no quita lo valiente, lo noble no tiene por qué quitar lo
humano. Y si los tiempos eran otros, y otras las costumbres, el amor siempre es
amor y la alegría, alegría.
No importa enlazar esta palabra con la última
palabra de una vida. La muerte de Juana tuvo que ser otra manera de dar. La que
tan bien conocía el arte de dar, y de dar con alegría, ¿no había de encontrar su
propio estilo a la hora de dar lo mejor que le quedaba: la vida? Juana murió,
dicen que en Peñafiel, pero ni siquiera después de haber muerto dejó de recibir
peticiones. Cuando faltaba la lluvia la gente se acordaba de Juana. Cuando la
langosta aparecía, la gente acudía a Juana. Y Juana seguía arreglándoselas para
dar. Y es que una madre de familia sabe mucho de eso: de dar... y de
sonreír.
Juana de Aza, pide para nosotros este don: la generosa alegría.
=
Autor: Lorenzo Gomis | Fuente:
Mercaba.org
Comunidad Católica Vidas Santas Páginas Católicas... dedicadas a las personas que aman la Vida de los Santos, Beatos, Venerables y Siervos de Dios del Mundo! En la vida de los hombres y mujeres llamados Santos encontraremos un camino a seguir en el deambular por este valle de lágrimas que es nuestra vida en la Tierra. En ella se busca el lema de la Paz, la Tolerancia y la Caridad, en un intento de recoger el máximo de imágenes de Santos
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario