Invitación a la penitencia
Lucas 13, 1-9.
Tercer Domingo de Cuaresma.
Ofrezcamos a nuestro Señor, con paciencia y amor, nuestros dolores. Él los premiará.
Del santo Evangelio según san Lucas 13, 1-9
En aquel mismo momento llegaron algunos que le contaron lo de los
galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de sus sacrificios.
Les respondió Jesús: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que
todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas? No, os lo
aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo. O
aquellos dieciocho sobre los que se desplomó la torre de Siloé
matándolos, ¿pensáis que eran más culpables que los demás hombres que
habitaban en Jerusalén? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos
pereceréis del mismo modo». Les dijo esta parábola: «Un hombre tenía
plantada una higuera en su viña, y fue a buscar fruto en ella y no lo
encontró. Dijo entonces al viñador: "Ya hace tres años que vengo a
buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro; córtala; ¿para qué va a
cansar la tierra?" Pero él le respondió: "Señor, déjala por este año
todavía y mientras tanto cavaré a su alrededor y echaré abono, por si da
fruto en adelante; y si no da, la cortas."»
Oración introductoria
Señor, te pido perdón por no hacer el suficiente esfuerzo para dar
mayores frutos apostólicos, confío en que tu misericordia me proteja del
desaliento y dilate mi corazón para corresponder generosamente a las
innumerables gracias con las que colmas mi vida.
Petición
Señor, dame una fuerza de voluntad recia para cumplir siempre tu voluntad.
Meditación del Papa
Jesús, como hemos escuchado, evoca dos episodios de crónica: una
represión brutal de la policía romana dentro del templo y la tragedia de
los dieciocho muertos por el derrumbe de la torre de Siloé. La gente
interpreta estos hechos como un castigo divino por los pecados de esas
víctimas, y, considerándose justa, se cree a salvo de estos accidentes,
pensando que no tiene que convertirse de nada en su propia vida. Pero
Jesús denuncia esta actitud como una ilusión: "¿Pensáis que esos
galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han
padecido estas cosas? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos
pereceréis del mismo modo". E invita a reflexionar sobre aquellos hechos
para vivir un mayor compromiso en el camino de la conversión, porque
es precisamente la cerrazón al Señor, el no recorrer el camino de la
conversión, lo que lleva a la muerte, la del alma. En Cuaresma, Dios nos
invita a cada uno de nosotros a dar un cambio a su propia existencia
pensando y viviendo según el Evangelio, corrigiendo algo en nuestra
forma de rezar, de actuar, de trabajar y en las relaciones con los
demás. (Benedicto XVI, 7 de marzo de 2010).
Reflexión
San Lucas, el evangelista "historiador", se mete hoy de reportero. Los
hechos que nos narra el Evangelio de este domingo parecen más noticias
de "crónica", y perfectamente podrían haber sido publicadas en la
primera página de todos los diarios del país. Y, si me permite el bueno
de Lucas, incluso hasta adquiere un tono un poco "amarillista".
Perdón, Lucas, pero lo digo con todo respeto y sin ningún afán de ser
irreverente.
Hoy se nos cuenta que algunos vecinos anónimos se presentaron a Jesús a
referirle la tragedia "de los galileos, cuya sangre vertió Pilato con
la de los sacrificios que ofrecían". Nosotros no conocemos detalles de
lo sucedido ni se nos reportan datos cronológicos. Tampoco sé si el
historiador judío más famoso de la época, Flavio Josefo, diga algo al
respecto en sus annales. Lo cierto es que se trataba de un hecho
bastante conocido por todos y que tal vez debió haber ocurrido en
fechas cercanas a esa conversación con nuestro Señor.
Y bien, Jesús toma enseguida la palabra y los interpela directamente
–"a quemarropa", podríamos decir-: "Bueno, y pensáis que esos galileos
eran más pecadores que los demás, porque acabaron así? ¡Pues no!". Y, no
contento con comentar este hecho, trae a colación otro más, también
trágico, y que sus interlocutores no se habían atrevido a mencionar: "Y
aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé,
¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén?
¡Pues yo os digo que no!". Aquí nuestro Señor está abordando un tema
bastante candente para su auditorio: el sufrimiento del inocente.
En todas las épocas de la historia ésta ha sido una pregunta acuciante
que ha sacudido la conciencia de los hombres. Más de cinco mil años de
civilización -desde que surgieron las "grandes culturas"- y dos mil
años de cristianismo no han sido suficientes para hacer "desaparecer"
este problema, que hunde sus raíces en lo más profundo del espíritu
humano y que constituye como una parte esencial de su misterio. Los
espíritus más grandes de todos los tiempos -líderes religiosos,
pensadores, filósofos, genios de la ciencia, talentos artísticos y
literarios- han meditado en la realidad del sufrimiento, y aún hoy
continúa siendo un misterio casi impenetrable.
Nos preguntamos con frecuencia, por ejemplo, por qué tantos seres
humanos inermes e indefensos tienen que ser víctimas inocentes de las
guerras y de las injusticias, de la opresión, del odio y la prepotencia,
a veces ciega y brutal, de otros hombres como ellos. O por qué esas
catástrofes naturales –terremotos, ciclones, volcanes, sequías,
inundaciones, epidemias— que, para colmo, parece como si se abatieran
precisamente sobre los más pobres y desprovistos de toda protección; o
las tremendas tragedias ligadas, en cierta medida, a descuidos humanos
más o menos dolosos –accidentes aéreos o ferroviarios, o de civiles que
participan en eventos masivos de carácter social, deportivo, político o
religioso y que terminan víctimas de la violencia, del terrorismo o de
revueltas populares.
También a los contemporáneos de Jesús les impactó aquella tragedia de
los galileos y el accidente de la torre de Siloé. Y se preguntaban el
porqué de aquella desgracia. Los mismos apóstoles, cuando vieron a
aquel ciego de nacimiento, le preguntaron a nuestro Señor: "Maestro,
¿quién pecó: éste o sus padres, para que naciera ciego?" (Jn 9, 2). A
simple vista, la pregunta no era demasiado inteligente –¿cómo podía
pecar si todavía no había nacido?- pero refleja muy bien la mentalidad y
el sentir de su tiempo: el sufrimiento era siempre la consecuencia del
pecado. Y, por tanto, era considerado como un castigo de Dios que se
desencadenaba sobre los malos.
Ésta era, por lo demás, la creencia tradicional varios siglos antes de
Cristo. El libro de Job nos retrata perfectamente esta situación. Y
Dios, por boca del autor sagrado, trata de hacer ver que no es el pecado
ni la culpa personal la causa del dolor y de las desgracias del justo.
Dios tiene sus caminos, muchas veces oscuros e incomprensibles, para
la pobre mente humana. Y uno de estos misterios es el sufrimiento.
¿Cuántas veces no hemos pensado así también nosotros, y nos hemos
sentido "castigados" por Dios o tratados injustamente por Él cuando
sufrimos? Muchas veces he escuchado esta frase en labios de algunas
personas en la hora de la prueba: "¿Qué le he hecho yo a Dios para que
me castigue de esta manera?".
Juan Pablo II, en su encíclica "Salvifici doloris" afronta de un modo
muy profundo el misterio del sufrimiento. Y trata de ofrecer una
posible respuesta, a nivel humano y teológico, a este desconcertante
enigma. Pero, sin dejar de ser un misterio, éste se ilumina con la luz
del Crucificado y se vence con la fuerza única del verdadero amor.
Pero sigamos adelante con el Evangelio. Nuestro Señor ha negado
rotundamente la idea de que el dolor es un castigo de Dios. Y al final
concluye con esta sentencia: "Y si no os convertís, todos pereceréis de
la misma manera". Es una llamada directa a nuestra conciencia. Las
desgracias ajenas han de ser para nosotros como una voz de alerta y una
invitación a la conversión interior. Sobre todo en este período de
Cuaresma, tiempo de gracia y de conversión.
Sería muy interesante, a este propósito, detenernos en la segunda parte
del Evangelio de hoy, en la parábola de la higuera. Jesús cuenta esta
historia para ilustrar la idea precedente. Pero se haría muy larga esta
meditación. Baste, por ello, una sola palabra: Dios espera de nosotros
frutos de buenas obras, de caridad y de misericordia. Si no producimos
frutos de auténtica vida cristiana, seremos cortados y echados al
fuego, como la higuera. Una de las finalidades más importantes del
sufrimiento, en la pedagogía divina, es ayudarnos a dar frutos de
santidad a los ojos de Dios.
Propósito
No nos rebelemos, pues, ni desfallezcamos. Ofrezcamos a nuestro Señor, con paciencia y amor, nuestros dolores. Él los premiará.
Diálogo con Cristo
Señor, que la higuera de nuestra vida se llene de flores y de frutos
para la vida eterna. Yo estoy plenamente convencido de ello. Así nos lo
enseñaste, Señor, con tu cruz y resurrección.
=
Autor: P . Sergio Córdova LC | Fuente: Catholic.net

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