San Adalberto de Praga, Obispo y Mártir
Abril 23
Martirologio Romano: San Adalberto (Vojtech), obispo de Praga y mártir, que aguantó dificultades en bien de aquella iglesia y por Cristo llevó a cabo muchos viajes, trabajando para extirpar costumbres paganas, pero al ver el poco resultado obtenido, se dirigió a Roma donde se hizo monje, pero finalmente, vuelto a Polonia e intentando atraer a la fe a los prusianos, en la aldea de Tenkitten, junto al golfo de Gdansk, fue asesinado por unos paganos (997).
Martirologio Romano: San Adalberto (Vojtech), obispo de Praga y mártir, que aguantó dificultades en bien de aquella iglesia y por Cristo llevó a cabo muchos viajes, trabajando para extirpar costumbres paganas, pero al ver el poco resultado obtenido, se dirigió a Roma donde se hizo monje, pero finalmente, vuelto a Polonia e intentando atraer a la fe a los prusianos, en la aldea de Tenkitten, junto al golfo de Gdansk, fue asesinado por unos paganos (997).
Etimológicamente: Adalberto=Aquel que brilla por la nobleza de su espíritu,
es de origen germánico.
(959-997) Aún era niño, cuando una enfermedad, que lo puso a las puertas
de la muerte, le hizo ver la seriedad de la vida. El problema de su salvación se
le presentaba con una insistencia alarmante, y ante él parecíanle verdaderas
naderías la belleza angélica de su cuerpo, de todo el mundo alabada; la nobleza
de su familia, una de las más poderosas de Bohemia, y la gloria de su saber, que
acumulara al lado del obispo de Magdeburgo, Adalberto.
Este obispo le dio su nombre; antes se llamaba Woytiez. Tendría algo más de veinte años cuando asistió a la muerte de Diethmaro arzobispo de Praga. Diethmaro había sido uno de aquellos pastores mundanos que tanto abundaron en aquella época. Al llegar su última hora, el aguijón de la conciencia le atormentaba sin piedad. "¡Mísero de mí-exclamaba- cómo he perdido mis días, cómo me ha engañado el mundo prometiéndome larga vida, riquezas y placeres!" Así hablaba en medio de los estertores de la agonía, con la voz ronca y entrecortada, con los ojos extraviados y convulsos los rasgos de su rostro. Cuando murió, parecía sumido en el abismo de la desesperación.
Este obispo le dio su nombre; antes se llamaba Woytiez. Tendría algo más de veinte años cuando asistió a la muerte de Diethmaro arzobispo de Praga. Diethmaro había sido uno de aquellos pastores mundanos que tanto abundaron en aquella época. Al llegar su última hora, el aguijón de la conciencia le atormentaba sin piedad. "¡Mísero de mí-exclamaba- cómo he perdido mis días, cómo me ha engañado el mundo prometiéndome larga vida, riquezas y placeres!" Así hablaba en medio de los estertores de la agonía, con la voz ronca y entrecortada, con los ojos extraviados y convulsos los rasgos de su rostro. Cuando murió, parecía sumido en el abismo de la desesperación.
El joven Adalberto salió de la estancia transformado. La sacudida que aquel
espectáculo causó en su sensibilidad eslava fue tal, que desde entonces las
palabras del moribundo parecían resonar constantemente en sus oídos. La vida se
le presentó con los más negros colores, y en sus ojos claros empezó a dibujarse
una trágica inquietud. Inmediatamente dejó su túnica de seda, se vistió de un
saco grosero, se echó ceniza en la cabeza y empezó a caminar de iglesia en
iglesia, postrándose ante las reliquias de los santos, y de hospital en
hospital, visitando a los enfermos. En esta forma lo encontraron cuando lo
sentaron en la silla episcopal de Praga. Sólo esto le faltaba para hacer de su
vida un tormento insoportable. La idea del juicio de Dios le atenazaba el alma.
"Es fácil-decía-llevar una mitra de seda y un báculo de oro; lo grave es tener
que dar cuenta de un obispado al terrible Juez de vivos y muertos."
Vivía triste y como dominado por una impresión de terror. Diríase que
pendía sobre su cabeza el filo de una espada. Y efectivamente, algo más
aterrador que una espada de fuego le abrumaba sin cesar: era la duda pavorosa de
si llegaría a salvarse. El enigma sombrío le estremecía, le atormentaba y
consumía sus carnes. Cuentan que jamás se le vio reír. A los que le preguntaban
por qué teniendo un obispado tan rico, que le hacía uno de los más poderosos
príncipes del Imperio, no reservaba algunas rentas para los lícitos placeres,
contestaba él con una lógica inquietante: "¿No os parece una locura hacer
piruetas al borde de un abismo?" No deja de causarnos extrañeza, después de
haber sido predicada la suavidad del Evangelio, esta atmósfera de terror en que
vive uno de sus más puntuales seguidores; pero Dios tiene muchas vías para
llevar al Cielo a sus escogidos, y en el siglo X, tan disoluto y gangrenado por
el crimen, convenía la aparición de esta figura ejemplar. Entonces alcanzó toda
su realidad aquella palabra de Cristo: "El mundo se alegrará y vosotros os
contristaréis."
Pero el mundo, que perdona fácilmente su virtud a algunos santos, porque la
juzga más suave, más humana, más condescendiente, guarda un odio irreconciliable
para aquellos que directamente, con sus palabras o con su conducta, se oponen a
sus alegrías insensatas. Y Adalberto era, en su vida y en sus palabras, lo que
era en su rostro. Sus súbditos yacían en la barbarie, sin más que el nombre de
cristianos, y él tenía un temple incapaz de ceder.
Predicaba, reprendía, excomulgaba, y la gente no veía más que la dureza de su palabra; no veía que todas las rentas de sus tierras se las llevaban los mendigos y los enfermos. Su rigidez de acero se estrelló contra el salvajismo del pueblo. Tres veces dejó su episcopado por juzgar inútil su labor, y otras tantas lo volvió a tomar por consejo de los Sumos Pontífices. En uno de estos intervalos vistió la cogulla benedictina en el monasterio de San Bonifacio, de Roma. Disfrazado con la máscara de la humildad y de la sencillez, nadie adivinó en el nuevo monje la luz de Bohemia. Vivió desconocido durante cinco años, como el último de los monjes, sirviendo, cuando le tocaba, a la mesa conventual, y sufriendo las sanciones regulares y las advertencias de los hermanos, porque, como no estaba acostumbrado a aquellos menesteres, rompía con frecuencia las copas y los platos.
Predicaba, reprendía, excomulgaba, y la gente no veía más que la dureza de su palabra; no veía que todas las rentas de sus tierras se las llevaban los mendigos y los enfermos. Su rigidez de acero se estrelló contra el salvajismo del pueblo. Tres veces dejó su episcopado por juzgar inútil su labor, y otras tantas lo volvió a tomar por consejo de los Sumos Pontífices. En uno de estos intervalos vistió la cogulla benedictina en el monasterio de San Bonifacio, de Roma. Disfrazado con la máscara de la humildad y de la sencillez, nadie adivinó en el nuevo monje la luz de Bohemia. Vivió desconocido durante cinco años, como el último de los monjes, sirviendo, cuando le tocaba, a la mesa conventual, y sufriendo las sanciones regulares y las advertencias de los hermanos, porque, como no estaba acostumbrado a aquellos menesteres, rompía con frecuencia las copas y los platos.
Cuando, por última vez, se dirigía a su diócesis, los de Praga le enviaron
una embajada diciéndole irónicamente: "Nosotros somos pecadores, gente de
iniquidad, pueblo de dura cerviz; tú, un santo, un amigo de Dios, un verdadero
israelita que no podrá sufrir la compañía de los malvados." Adalberto
comprendió, se dio cuenta de que serían inútiles todos sus esfuerzos, y se
encaminó a predicar el Evangelio en Prusia. A la severidad de su palabra añadió
Dios el atractivo de la gracia. Ya antes, su predicación había convertido a
muchos paganos en Polonia, y el rey de Hungría, San Esteban, había recibido de
su boca la enseñanza de la fe.
En Prusia, su apostolado tuvo una fecundidad asombrosa. Todos los habitantes de Dantzig recibieron el bautismo de sus manos. Para atraerlos más fácilmente se vistió como las gentes de aquella tierra, adoptó su manera de vivir y aprendió su lengua. "Haciéndonos semejantes a ellos-decía-, cohabitando en sus mismas casas, asistiendo a sus banquetes, ganando el sustento con nuestras manos y dejando crecer, como ellos, nuestra barba y nuestra cabellera, los ganaremos mejor para Cristo."
En Prusia, su apostolado tuvo una fecundidad asombrosa. Todos los habitantes de Dantzig recibieron el bautismo de sus manos. Para atraerlos más fácilmente se vistió como las gentes de aquella tierra, adoptó su manera de vivir y aprendió su lengua. "Haciéndonos semejantes a ellos-decía-, cohabitando en sus mismas casas, asistiendo a sus banquetes, ganando el sustento con nuestras manos y dejando crecer, como ellos, nuestra barba y nuestra cabellera, los ganaremos mejor para Cristo."
Los infieles se alarmaron y le persiguieron de pueblo en pueblo. Sitiado en
una casa por una tribu de salvajes, les decía desde la puerta: "Yo soy el monje
Adalberto, vuestro apóstol. Por vosotros he venido aquí, para que dejéis esos
ídolos mudos y conozcáis a vuestro Creador, y creyendo en Él tengáis la
verdadera vida." Nadie se atrevió a tocarle entonces; pero algo más tarde un
sacerdote de los ídolos le atravesó con una lanza mientras rezaba el breviario.
Adalberto pudo sostenerse un instante de rodillas para orar por sus asesinos. Al
caer exánime, una sonrisa de felicidad se posaba por primera vez en sus labios.
Su alma, inundada de gloria, volaba hacia Dios, descifrado ya el capital enigma
que tantas veces le ensombreciera. Habíase cumplido la promesa del Salvador:
"Vuestra tristeza se convertirá en gozo, y vuestro gozo nadie os lo podrá
arrebatar."
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Autor: divvol.org | Fuente: divvol.org
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