Beato Diego José de Cadiz, Presbítero Capuchino
Marzo 24Martirologio Romano: En Ronda, en Andalucía, región de España, beato Diego José de Cádiz (Francisco José) López-Caamaño, presbítero de la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos, predicador insigne y propugnador intrépido de la libertad de la Iglesia (1801).
Etimológicamente: Diego = Aquel que es instruido, es de origen
griego.
Fecha de beatificación: 22 de abril de 1894 por el Papa León
XIII.
Treinta años de activísima vida misionera no caben en unas páginas. No es posible reducir a tan breve síntesis la labor de este apóstol capuchino, que, siempre a pie, recorrió innumerables veces Andalucía entera en todas direcciones; que se dirigió después a Aranjuez y Madrid, sin dejar de misionar a su paso por los pueblos de la Mancha y de Toledo; que emprendió más tarde un largo viaje desde Roma hasta Barcelona, predicando a la ida por Castilla la Nueva y Aragón, y a la vuelta por todo Levante; que salió, aunque ya enfermo, de Sevilla y, atravesando Extremadura y Portugal, llegó hasta Galicia y Asturias, regresando por León y Salamanca.
Treinta años de activísima vida misionera no caben en unas páginas. No es posible reducir a tan breve síntesis la labor de este apóstol capuchino, que, siempre a pie, recorrió innumerables veces Andalucía entera en todas direcciones; que se dirigió después a Aranjuez y Madrid, sin dejar de misionar a su paso por los pueblos de la Mancha y de Toledo; que emprendió más tarde un largo viaje desde Roma hasta Barcelona, predicando a la ida por Castilla la Nueva y Aragón, y a la vuelta por todo Levante; que salió, aunque ya enfermo, de Sevilla y, atravesando Extremadura y Portugal, llegó hasta Galicia y Asturias, regresando por León y Salamanca.
Pero hay que recordar, además, que en sus misiones hablaba varias horas al
día a muchedumbres de cuarenta y aun de sesenta mil almas (y al aire libre,
porque nuestras más gigantescas catedrales eran insuficientes para cobijar a
tantos millares de personas, que anhelaban oírle como a un «enviado de Dios»);
que tuvo por oyentes de su apostólica palabra, avalada siempre por la santidad
de su vida, a los príncipes y cortesanos por un lado y a los humildes campesinos
por otro, a los intelectuales y universitarios y a las clases más populares, al
clero en todas sus categorías y a los ejércitos de mar y tierra, a los
ayuntamientos y cabildos eclesiásticos y a los simples comerciantes e
industriales y aun a los reclusos de las cárceles; que intervino con su consejo
personal y con su palabra escrita, bien por dictámenes más o menos públicos,
bien por su casi infinita correspondencia epistolar, en los principales asuntos
de su época y en la dirección de muchas conciencias; que escribió tal cantidad
de sermones, de obras ascéticas y devocionales, que, reunidas, formarían un buen
número de volúmenes; que caminaba siempre a pie, con el cuerpo cubierto por
áspero cilicio, pero alimentando su alma con varias horas de oración mental al
día; y que, si le seguía un cortejo de milagros y de conversiones ruidosas,
también supo de otro cortejo doloroso de ingratitudes, de incomprensiones y aun
de persecuciones, hasta morir envuelto en un denigrante proceso
inquisitorial.
¿Cómo describir, siquiera someramente, tan inmensa labor? La amplitud
portentosa de aquella vida, tan extraordinariamente rica de historia y de
fecundidad espiritual, durante los últimos treinta años del siglo XVIII, a lo
largo y ancho de la geografía peninsular, se resiste a toda síntesis. Sólo de la
Virgen Santísima, a la que especialmente veneraba bajo los títulos de Pastora de
las almas y de la paz, predicó más de cinco mil sermones. Y seguramente pasaron
de veinte mil los que predicó en su vida de misiones, las cuales duraban diez,
quince y aun veinte días en cada ciudad.
La misión concreta de su vida y el porqué de su existencia podría resumirse
en esta sola frase: fue el enviado de Dios a la España oficial de fines de aquel
siglo y el auténtico misionero del pueblo español en el atardecer de nuestro
Imperio.
Nuestros intelectuales de entonces y las clases directoras, con el
consentimiento y aun con el apoyo de los gobernantes, abrían las puertas del
alma española a la revolución que nos venía de allende el Pirineo, disfrazada de
«ilustración», de maneras galantes, de teorías realistas. Todo ello producía,
arriba, la «pérdida de Dios» en las inteligencias. Luego vendría la «pérdida de
Dios» en las costumbres del pueblo. Aquella invasión de ideas sería precursora
de la invasión de armas napoleónicas que vendría después.
No todos vieron a dónde iban a parar aquellas tendencias ni cuáles serían
sus funestos resultados. Pero fray Diego los vio con intuición penetrante –y
mejor diríamos profética–, ya desde sus primeros años de sacerdocio. Por eso
escribía: «¡Qué ansias de ser santo, para con la oración aplacar a Dios y
sostener a la Iglesia santa! ¡Qué deseo de salir al público, para, a cara
descubierta, hacer frente a los libertinos!... ¡Qué ardor para derramar mi
sangre en defensa de lo que hasta ahora hemos creído!»
Dios le había escogido para hacerle el nuevo apóstol de España, y su
director espiritual se lo inculcaba repetidas veces: «Fray Diego misionero es un
legítimo enviado de Dios a España». Y convencido de ello, el santo capuchino se
dirige a las clases rectoras y a las masas populares. Entre la España
tradicional que se derrumba y la España revolucionaria que pronto va a nacer, él
toma sus posiciones, que son: ponerse al servicio de la fe y de la patria y
presentar la batalla a la «ilustración». Había que evitar esa «pérdida de Dios»
en las inteligencias y fortalecer la austeridad de costumbres en la masa
popular. Y cuando vio rechazada su misión por la España oficial (¡cuánta parte
tuvieron en ello Floridablanca, Campomanes y Godoy...!), se dirigió únicamente
al auténtico pueblo español, con el fin de prepararle para los días difíciles
que se avecinaban.
En su misión de Aranjuez y Madrid (1783) el Beato se dirigió a la corte.
Pero los ministros del rey impidieron solapadamente que la corte oyera la
llamada de Dios. Intentó también fray Diego traer al buen camino a la vanidosa
María Luisa de Parma, esposa de Carlos IV. Pero, convencido más tarde de que
nada podía esperar, sobre todo cuando Godoy llegó a privado insustituible de
Palacio, el santo misionero rompió definitivamente con la corte, llegando a
escribir, más tarde, con motivo de un viaje de los reyes a Sevilla: «No quiero
que los reyes se acuerden de mí».
Para cumplir fielmente su misión, el Beato recibió de Dios carismas
extraordinarios, que podríamos recapitular en estos tres epígrafes:
comunicaciones místicas que lo sostuvieran en su empresa, don de profecía y
multiplicación continua de visibles milagros.
Pero Dios no se lo dio todo hecho. Hay quienes, conociéndole sólo
superficialmente, no ven en él más que al misionero del pueblo que predica con
celo de apóstol, acentos de profeta y milagros de santo. Pero junto al orador,
al santo, al profeta y al apóstol, aparece también a cada momento el hombre.
También él siente las acometidas de la tentación carnal; también él se apoca y
sufre cuando se le presenta la contradicción; también él experimenta
dificultades y desganas para cumplir su misión; y aun sólo «a costa de estudio y
de trabajo» –dice él– logra escribir lo que escribe. Y a pesar de todo, nada de
«tremendismo» en su predicación, como no fuera en contados momentos, cuando el
impulso divino le arrebata a ello. Y así, mientras otros piden a Dios el remedio
de los pueblos por medio de un castigo misericordioso, «yo lo pido –escribe– por
medio de una misericordia sin castigo». Y no se olvide que vivió en los peores
tiempos del rigorismo. ¿Y cómo no iba a ser así, si él fue siempre, como buen
franciscano y neto andaluz, santamente humano y alegre, ameno en sus
conversaciones y gracioso hasta en los milagros que hacía?
Pero el celo de la gloria de Dios y el bien de las almas le dominaron de
suerte que ello solo explica aquel perfecto dominio de sus debilidades humanas,
aquella actividad pasmosa, lo mismo predicando que escribiendo, y aquel idear
disparates: como el deseo de no morir, para seguir siempre misionando; o el de
misionar entre los bienaventurados del cielo o los condenados del infierno; o el
de marcharse a Francia, cuando tuvo noticias de los sucesos de París en 1793,
para reducir a buen camino a los libertinos y forajidos de la Revolución
Francesa.
Dícese de Napoleón que, desterrado ya en Santa Elena, exclamaba recordando
sus victorias y su derrota definitiva: «La desgraciada guerra de España es la
que me ha derribado». Pero esta guerra no la vencieron nuestros reyes ni
nuestros intelectuales; la venció aquel pueblo que había recibido con sumisión y
fidelidad las enseñanzas del «enviado de Dios». Este pueblo, fiel a la misión de
fray Diego, no traicionó a su fe ni a su patria; los intelectuales y
gobernantes, que habían rechazado esa misión, traicionaron a su patria, porque
ya habían traicionado a su fe.
Sólo Dios puede medir y valorar –como sólo Él los puede premiar– los frutos
que produjo la constante y difícil, fecunda y apostólica actividad misionera del
Beato Diego José de Cádiz. Describiendo él su vocación religiosa decía: «Todo mi
afán era ser capuchino, para ser misionero y santo». Y lo fue. Realizó a
maravilla este triple ideal. Su vida fue un don que Dios concedió a España a
fines del XVIII. Por la gracia de Dios y sus propios méritos, fray Diego fue
capuchino, misionero y santo.
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Autor: Serafín de Ausejo, o.f.m.cap | Fuente: Franciscanos.org
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