Abril 22
n.: c. 924 - †: c. 982 - país: Portugal
canonización: culto local
En Basto, en Portugal, santa Senorina, abadesa, de la que se narra que, por su intercesión, Dios proveyó de pan a las monjas que pasaban necesidad.
De santa Senorina, abadesa de la Orden de San Benito, nos ha llegado una «Vita» en un antiguo manuscrito del Legendario de Coinbra, en el monasterio portugués de la Santa Cruz. Es ésta, con su profusión de alabanzas y milagros, la única fuente para conocer a la santa. Fue editada a inicios del siglo XVII por Tamayo Salazar en el Martirologio Hispánico: también por los mismos años Antonio Yepes, en sus «Crónicas Benedictinas», resume la vida de la santa, aunque no parece basarse exactamente en la misma fuente (hace referencia a que posee un escrito en portugués con la vida, pero no todo lo que dice coincide con Tamayo Salazar). Como sea, los dos insisten en algunos puntos centrales: ingresó de pequeña al monasterio, vivió cerca de 60 años, fue ejemplo para toda su comunidad, y su santidad se dejaba ver en un manifiesto don de milagros. Podría acabarse aquí lo que podemos decir de cierto sobre la santa, pero el Suplemento Hispánico al Año Cristiano de Croisset nos ha dejado un elegante resumen de la Vita, que parece irresistible reproducir. Sólo he modernizado la ortografía, no así la narración, que perdería su gracia si pretendiéramos hacerla demasiado actual:
Santa Senorina, tan célebre por sus heroicas virtudes como por sus maravillosos prodigios, nació al mundo por los años 924. Fueron sus padres Hufo, Adulfo o Abulso Belfajar o Belfajer, Conde y Señor del territorio de Vieira y de Basto, pueblos del Obispado de Braga en la Provincia de Portugal, y Teresa, hermana de Gonzalo Soario, diestro militar, que auxilió muchas veces a los reyes de León. Murió ésta, dejando a Senorina casi de pecho; y penetrado el corazón de Hufo del mas vivo dolor así por la pérdida de su amada consorte, como por ver a la niña sin madre en una edad tan tierna, se le ocurrió el noble pensamiento de entregarla a su tía Godina, que se hallaba Abadesa del Monasterio de San Juan de Vieira, señora de conocida virtud, para que cuidase de su educación. No salieron frustradas las esperanzas del Conde, pues aplicándose Godina con el mayor desvelo a dar a la ilustre niña una crianza tan propia de su piedad como de su alto nacimiento, tuvo el gusto de verla en su juventud como un templo vivo del Espíritu Santo, aspirando siempre por llegar a la cumbre de la mas alta perfección, para lo cual ayunaba casi todas los días, domaba los rebeldes apetitos de la carne con un áspero cilicio, y con sangrientas disciplinas, gastando el tiempo restante o en oración, o en santas conversaciones.
Esparcióse la fama de la eminente virtud de Senorina por toda aquella región, y prendado un noble caballero de sus relevantes cualidades, buscó medio para que llegase a entender que pretendía su mano: mas la insigne virgen le hizo entender que eran otros sus designios. Valióse el joven de todos los medios que pudo sugerirle la vehemencia de su pasión; pero viendo inútiles todos sus recursos, se presentó al padre de la santa, y manifestándole con tiernos suspiros y con abundantes lágrimas el grande amor que profesaba a su hija, le rogó que se la concediese por esposa. Admirado el conde de un afecto tan particular como el que manifestaba el ilustre Caballero, considerando que en él concurrían todas las circunstancias que pudiera apetecer para este caso, le despidió benignamente con la palabra de que hablaría a su hija sobre el fin que le proponía. Habló con efecto el conde a Senorina, ponderándola la ventajosa conveniencia que se la ofrecía con aquel matrimonio; pero apenas oyó la insigne virgen semejante proposición, tan opuesta a sus nobilísimas ideas, cuando respondió: Yo ya tengo por esposo a Jesucristo, a quien es cosa abominable posponerle a otro alguno; y así no me podrán separar de su amor ni las instancias de un padre, ni el afecto del joven apasionado, ni todas las riquezas de este mundo. Quedó el padre lleno de admiración al oír las expresiones de su hija, dichas con un extraordinario fervor de espíritu; y no queriendo impedir su buen propósito, le prometió que jamás le tocaría igual asunto.
Agradó tanto al Cielo la conformidad de Hufo con la acertada determinación de su hija, que en la noche inmediata le manifestó en sueños un ángel lo acepta que había sido al Señor su resignación: previniéndole que mandase a Senorina, que abrazase cuanto antes el estado religioso. Obedeció el conde inmediatamente el aviso superior; y habiendo hecho presente a su hija y a su tía Godina la voluntad del Señor intimada por medio del celestial oráculo, se procedió sin la menor dilación a que vistiese la ilustre virgen el hábito benedictino. No es fácil poder explicar el gozo que concibió Senorina viéndose con las insignias de esposa de Jesucristo, y desde aquel punto todo su pensamiento y toda su ocupación fue dar todo el lleno a la alta idea de perfección a que era llamada: adelantándose tanto en la carrera que no solo sirvió de ejemplo, sino de admiración a todas las religiosas.
Leía Senorina con mucha frecuencia las actas de los mártires, y meditando sobre la heroica constancia de aquellos héroes de nuestra santa religión, y sobre la eterna felicidad que compraron con su sangre, se encendió de tal modo en vivísimos deseos de padecer martirio, que no pudiendo conseguir esta dicha, cayó en una profunda melancolía. Exploró la abadesa la causa de la extraordinaria tristeza de su sobrina, y la hizo entender con su gran prudencia, que la vida monástica en su severidad no era otra cosa que un verdadero martirio; cuya corona podría conseguir por medio del rigor de sus ejercicios religiosos, triunfando de los fuertes combates de los enemigos del alma, aunque no batallase con los gentiles. Consolada Senorina con estos consejos, emprendió aquel género de lucha, continuándola con tanto rigor por todo el discurso de su vida, que no sin razón se la reputó por mártir, a virtud del cruento sacrificio que hizo de su propio cuerpo, crucificándolo con asombrosas penitencias.
Murió la abadesa Godina, y como a todas las religiosas constaba la eminente virtud, y la consumada prudencia de Senorina, la eligieron superiora a pesar de su humilde resistencia. El nuevo empleo solo sirvió para que más brillase la virtud de la santa madre tan abatida, tan mortificada, y tan exacta cuando Abadesa que cuando súbdita; sin que se le observase la menor alteración en su dulzura, en su modestia, ni en su apacibilidad: de manera que solo se conocía que era superiora en que iba delante de todos los ejercicios más humildes, y más penosos de la observancia regular. Quiso Dios manifestar la santidad de su fidelísima sierva con maravillosos prodigios, de los cuales se referirán algunos para que se forme idea de este don que le fue concedido. Caminaba en cierta ocasión Senorina con algunas de sus hermanas por el territorio de Cariacedo, y habiéndose puesto a rezar el Oficio Divino en un ameno sitio, era tanto el ronco estrépito de las ranas, que les impedía enteramente la atención y la devoción. Mandólas la santa que callasen en adelante, y obedecieron en tanto su precepto, que desde entonces no se han visto semejantes animales en aquel territorio.
Hallábase la santa un día en el Oficio de Completas, y habiendo oído cánticos dulcísimos en la región del aire, preguntada por sus hijas qué significaba aquella suave melodía, les respondió que en aquella misma hora conducían los ángeles con festiva música el alma de su pariente san Rudesindo a la patria celestial, como se verificó puntualmente, averiguado el tiempo en que murió el santo. También se debió a sus fervorosas oraciones la conversión del agua en vino no pocas veces, y la tranquilidad de muchas furiosas tempestades que amenazaban considerables daños.
Oyó la ilustre abadesa estando en oración una voz que le dijo: "Ven escogida mía, que el Supremo Rey desea tu hermosura; y conociendo por ella que se acercaba el fin de sus días, hizo esfuerzos extraordinarios para purificar su inocencia. Recibió los últimos sacramentos con aquella devoción que era propia de su espíritu; y habiendo dado a sus hijas las mas celosas instrucciones sobre la observancia regular, murió en el Señor el día 22 de abril del año 982, a los cincuenta y ocho años de edad. Dieron sepultura a su venerable cuerpo en el mismo monasterio, cerca de las reliquias de San Gervasio, y de Godina. Y dignándose el Señor hacer cada día muchos milagros por la intercesión de su sierva, movieron éstos a Don Pelayo, Obispo de Braga, a visitar su sepulcro, y habiendo conseguido en su presencia un ciego de nacimiento la vista por mediación de la santa, elevó sus reliquias a un sublime lugar, grabando en él un epitafio expresivo de los ilustres hechos de Senorina, memorable entre ellos la milagrosa salud que consiguió el Príncipe Don Alonso, hijo de Sancho I de Portugal, tan gravemente enfermo, que estuvo en el último término de la vida, por lo que hizo Don Sancho grandes donaciones al monasterio de la santa, cuyo cuerpo descansa hoy al lado del altar mayor de la iglesia parroquial de Santa Senorina de Basto, la que fue monasterio en los tiempos antiguos.
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Ver Acta Sanctorum, abril, III, pág 74ss., que incluye al versión latina de la Vita editada por Tamayo Salazar. Por su parte la versión de Yepes se encuentra en el tomo V de las Crónicas benedictinas, bajo el año 977 (ya que comienza por coordinar la narración sobre Senorina con el milagro de los coros angélicos en la muerte de san Rosendo, ocurrida en el 977). La narración transcripta aquí proviene del «Suplemento á la última edición del año christiano del Padre Juan Croiset añadido con los santos de España...», por D. Julián Caparrós, Imp. de Joseph Garcia, 1793, pág. 271ss.
fuente: P. Juan Croisset, SJ
Tomado de: El Testigo Fiel
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