Lucas 18, 9-14.
Tiempo Ordinario.
Sólo si oramos con el corazón humillado, obtendremos la misericordia del Señor porque la humildad conquista el corazón de Dios.
Del santo Evangelio según san Lucas 18, 9-14
Dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta parábola: "Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: "¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias." En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!" Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado."
Oración introductoria
Te pido perdón por ser como ese fariseo engreído que tiende a pensar sólo en sí mismo, juzgando con dureza a los demás. Ilumina mi oración para que sepa darte el lugar que te corresponde en mi vida.
Petición
Cristo, dame tu luz para saber reconocer, y buscar cómo superar, mis debilidades.
Meditación del Papa Francisco
Qué quiere decir caminar en la oscuridad? Porque todos tenemos oscuridad en nuestras vidas, incluso momentos en los que todo, incluso en la propia conciencia, es oscuro, ¿no? Caminar en la oscuridad significa estar satisfecho consigo mismo. Estar convencidos de no necesitar salvación. ¡Esas son las tinieblas! Cuando uno avanza en este camino de la oscuridad, no es fácil volver atrás. Si afirmamos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros. Miren sus pecados, nuestros pecados: todos somos pecadores, todos. Este es el punto de partida. Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel, es justo tanto para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad. Y se presenta a nosotros, ¿no es así?, este Señor tan bueno, tan fiel, tan justo que nos perdona. Cuando el Señor nos perdona hace justicia. Sí, hace justicia primero a sí mismo, porque Él ha venido a salvar, y cuando nos perdona hace justicia a sí mismo. "Soy tu salvador" y nos acoge. (S.S. Francisco, 29 de abril de 2013).
Reflexión
Continuamos con el tema de la oración. Pero esta vez nuestro Señor nos enseña otra actitud que debemos tener cuando oramos. En el evangelio del domingo pasado nos exhortaba a orar con perseverancia y sin desfallecer. Hoy nos dice que nuestra oración debe estar permeada de una profunda humildad y sencillez de corazón. Y, para ello, nos presenta la parábola del fariseo y el publicano.
También en esta ocasión, como en otras anteriores, san Lucas nos explica el porqué de esta historia: Jesús quiere hacer escarmentar a "algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás". Ésta es la postura típica del hombre altanero y orgulloso, autosuficiente y pagado de sí mismo, que se considera superior a los demás y con derechos adquiridos. En los tiempos de Jesús éste era, por desgracia, el comportamiento de muchos de los fariseos.
Fijémonos ahora en uno de los personajes centrales de la parábola de hoy: el fariseo subió al templo a orar y, “erguido, oraba para sí en su interior”. Es un monumento al orgullo. Ni siquiera se digna ponerse de rodillas para orar. No. Se queda en pie, “erguido”, encopetado en su soberbia, mirando por encima de los hombros a los demás con una autocomplacencia que indigna. Es un tipo antipático y chocante no sólo por el hecho de alabarse a sí mismo con tanta desfachatez, sino, sobre todo, por compararse con sus semejantes y despreciarlos en el fondo de su corazón. Al igual que otros fariseos, se sentía santo y “perfecto” porque observaba escrupulosamente las prescripciones externas de la Ley. Sin embargo, aparece como un ser egoísta, soberbio e injusto con sus semejantes.
Este hombre no habla con Dios, sino que se habla a sí mismo, se alaba y se autojustifica de un modo ridículo y pedante, presentando ante Dios sus “condecoraciones”, sus muchos “méritos” y títulos de gloria: “¡Oh Dios! –le dice— te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. Ésta era su “oración”: una autoexaltación y un total desprecio de los demás. Y lo más triste del caso es que este pobre hombre creía que así agradaba al Señor.
Como contrapunto, nos presenta Jesús al publicano: “se quedó atrás –en la última banca del templo— y ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: ¡oh Dios!, ten compasión de este pecador”. ¡Qué tremendo contraste! Este hombre sabía delante de quién estaba y reconocía todas sus limitaciones personales. Experimentaba ese religioso y santo temor de presentarse ante Dios porque sentía todo el peso de sus muchos pecados; era profundamente consciente de su indignidad y sólo se humillaba, pidiendo perdón por sus maldades. Y en su humildad, ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo y se golpeaba el pecho pidiendo perdón y compasión al Señor que todo lo puede.
¡Qué diferencia de actitudes! Si nosotros tuviéramos que juzgar en el lugar de Dios, seguro que escogeríamos a este segundo hombre. Su humildad tan sincera nos conmueve y nos conquista el corazón. Enseguida sentimos simpatía por este último personaje. Los publicanos no gozaban precisamente de buena fama en Israel. Eran considerados pecadores públicos, enemigos del pueblo escogido, amigos del dinero y de la buena mesa. Y, a pesar de todo, creo que con mucho gusto perdonaríamos al publicano sus muchos errores y pecados. Nos sentimos movidos a piedad ante un comportamiento tan sincero y tan hermoso.
¿Y acaso Dios iba a obrar de un modo diferente? “Yo os digo –concluye nuestro Señor— que el publicano bajó a su casa justificado –o sea, perdonado y salvado— y aquél no. Porque todo el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado”.
La postura del fariseo nos produce rechazo y una cierta repugnancia interior. Nos molesta su petulancia y orgullo; y, con tristeza, condenamos en el fondo su actitud. Con estas comparaciones nuestro Señor nos exhorta vivamente a adoptar siempre una postura de humildad profunda en nuestras relaciones con Dios y con los demás. Así comprendemos más fácilmente, por experiencia personal, las hermosas palabras de la Santísima Virgen María en su Magníficat: “Dios derribó a los soberbios de sus tronos y enalteció a los humildes” (Lc 1, 52).
Propósito
Cuando oremos, pues, hagámoslo con una grandísima humildad, sabiendo que no tenemos ningún motivo de gloria, ningún mérito personal, ninguna razón para “exhibirnos” y presumir ante Él, como hizo el fariseo. Al contrario. Estamos llenos de miserias, y sin Él nada somos ni nada podemos en el orden de la gracia. Al margen de Dios o prescindiendo de Él, somos unos pobres desgraciados, condenados a la ruina temporal y eterna.
Acordémonos de las palabras del Eclesiástico: “los gritos del pobre atraviesan las nubes y sus penas consiguen su favor”. Sólo si oramos con el corazón contrito y humillado, obtendremos la misericordia del Señor porque la humildad conquista el corazón de Dios. María Santísima, la creatura más amada y predilecta a los ojos de Dios, vivió siempre como la “humilde esclava del Señor”. Pidámosle que nos enseñe a ser como ella para que también nosotros seamos objeto de las complacencias de Dios nuestro Señor.
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Autor: P. Sergio A. Córdova LC | Fuente: Catholic.net
Dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta parábola: "Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: "¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias." En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!" Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado."
Oración introductoria
Te pido perdón por ser como ese fariseo engreído que tiende a pensar sólo en sí mismo, juzgando con dureza a los demás. Ilumina mi oración para que sepa darte el lugar que te corresponde en mi vida.
Petición
Cristo, dame tu luz para saber reconocer, y buscar cómo superar, mis debilidades.
Meditación del Papa Francisco
Qué quiere decir caminar en la oscuridad? Porque todos tenemos oscuridad en nuestras vidas, incluso momentos en los que todo, incluso en la propia conciencia, es oscuro, ¿no? Caminar en la oscuridad significa estar satisfecho consigo mismo. Estar convencidos de no necesitar salvación. ¡Esas son las tinieblas! Cuando uno avanza en este camino de la oscuridad, no es fácil volver atrás. Si afirmamos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros. Miren sus pecados, nuestros pecados: todos somos pecadores, todos. Este es el punto de partida. Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel, es justo tanto para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad. Y se presenta a nosotros, ¿no es así?, este Señor tan bueno, tan fiel, tan justo que nos perdona. Cuando el Señor nos perdona hace justicia. Sí, hace justicia primero a sí mismo, porque Él ha venido a salvar, y cuando nos perdona hace justicia a sí mismo. "Soy tu salvador" y nos acoge. (S.S. Francisco, 29 de abril de 2013).
Reflexión
Continuamos con el tema de la oración. Pero esta vez nuestro Señor nos enseña otra actitud que debemos tener cuando oramos. En el evangelio del domingo pasado nos exhortaba a orar con perseverancia y sin desfallecer. Hoy nos dice que nuestra oración debe estar permeada de una profunda humildad y sencillez de corazón. Y, para ello, nos presenta la parábola del fariseo y el publicano.
También en esta ocasión, como en otras anteriores, san Lucas nos explica el porqué de esta historia: Jesús quiere hacer escarmentar a "algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás". Ésta es la postura típica del hombre altanero y orgulloso, autosuficiente y pagado de sí mismo, que se considera superior a los demás y con derechos adquiridos. En los tiempos de Jesús éste era, por desgracia, el comportamiento de muchos de los fariseos.
Fijémonos ahora en uno de los personajes centrales de la parábola de hoy: el fariseo subió al templo a orar y, “erguido, oraba para sí en su interior”. Es un monumento al orgullo. Ni siquiera se digna ponerse de rodillas para orar. No. Se queda en pie, “erguido”, encopetado en su soberbia, mirando por encima de los hombros a los demás con una autocomplacencia que indigna. Es un tipo antipático y chocante no sólo por el hecho de alabarse a sí mismo con tanta desfachatez, sino, sobre todo, por compararse con sus semejantes y despreciarlos en el fondo de su corazón. Al igual que otros fariseos, se sentía santo y “perfecto” porque observaba escrupulosamente las prescripciones externas de la Ley. Sin embargo, aparece como un ser egoísta, soberbio e injusto con sus semejantes.
Este hombre no habla con Dios, sino que se habla a sí mismo, se alaba y se autojustifica de un modo ridículo y pedante, presentando ante Dios sus “condecoraciones”, sus muchos “méritos” y títulos de gloria: “¡Oh Dios! –le dice— te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. Ésta era su “oración”: una autoexaltación y un total desprecio de los demás. Y lo más triste del caso es que este pobre hombre creía que así agradaba al Señor.
Como contrapunto, nos presenta Jesús al publicano: “se quedó atrás –en la última banca del templo— y ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: ¡oh Dios!, ten compasión de este pecador”. ¡Qué tremendo contraste! Este hombre sabía delante de quién estaba y reconocía todas sus limitaciones personales. Experimentaba ese religioso y santo temor de presentarse ante Dios porque sentía todo el peso de sus muchos pecados; era profundamente consciente de su indignidad y sólo se humillaba, pidiendo perdón por sus maldades. Y en su humildad, ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo y se golpeaba el pecho pidiendo perdón y compasión al Señor que todo lo puede.
¡Qué diferencia de actitudes! Si nosotros tuviéramos que juzgar en el lugar de Dios, seguro que escogeríamos a este segundo hombre. Su humildad tan sincera nos conmueve y nos conquista el corazón. Enseguida sentimos simpatía por este último personaje. Los publicanos no gozaban precisamente de buena fama en Israel. Eran considerados pecadores públicos, enemigos del pueblo escogido, amigos del dinero y de la buena mesa. Y, a pesar de todo, creo que con mucho gusto perdonaríamos al publicano sus muchos errores y pecados. Nos sentimos movidos a piedad ante un comportamiento tan sincero y tan hermoso.
¿Y acaso Dios iba a obrar de un modo diferente? “Yo os digo –concluye nuestro Señor— que el publicano bajó a su casa justificado –o sea, perdonado y salvado— y aquél no. Porque todo el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado”.
La postura del fariseo nos produce rechazo y una cierta repugnancia interior. Nos molesta su petulancia y orgullo; y, con tristeza, condenamos en el fondo su actitud. Con estas comparaciones nuestro Señor nos exhorta vivamente a adoptar siempre una postura de humildad profunda en nuestras relaciones con Dios y con los demás. Así comprendemos más fácilmente, por experiencia personal, las hermosas palabras de la Santísima Virgen María en su Magníficat: “Dios derribó a los soberbios de sus tronos y enalteció a los humildes” (Lc 1, 52).
Propósito
Cuando oremos, pues, hagámoslo con una grandísima humildad, sabiendo que no tenemos ningún motivo de gloria, ningún mérito personal, ninguna razón para “exhibirnos” y presumir ante Él, como hizo el fariseo. Al contrario. Estamos llenos de miserias, y sin Él nada somos ni nada podemos en el orden de la gracia. Al margen de Dios o prescindiendo de Él, somos unos pobres desgraciados, condenados a la ruina temporal y eterna.
Acordémonos de las palabras del Eclesiástico: “los gritos del pobre atraviesan las nubes y sus penas consiguen su favor”. Sólo si oramos con el corazón contrito y humillado, obtendremos la misericordia del Señor porque la humildad conquista el corazón de Dios. María Santísima, la creatura más amada y predilecta a los ojos de Dios, vivió siempre como la “humilde esclava del Señor”. Pidámosle que nos enseñe a ser como ella para que también nosotros seamos objeto de las complacencias de Dios nuestro Señor.
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Autor: P. Sergio A. Córdova LC | Fuente: Catholic.net
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