San Fructuoso de Braga, Abad y Obispo
Abril 16Martirologio Romano: En Braga, de Lusitania, hoy Portugal, san Fructuoso, obispo, el cual, monje y fundador de monasterios, fue obispo de Dumio y, por voluntad de los Padres del décimo Concilio de Toledo, obispo metropolitano de Braga, sede que rigió con prudencia junto con sus monasterios († c.665)
Etimológicamente: Fructuoso = Aquel que da Fruto, es de origen
latino.
En los confines occidentales de España, ganados un siglo antes para la ortodoxia católica por el ilustre San Más Martín de Braga, floreció en el siglo VII uno de los mas eximios varones de la iglesia visigoda. Fructuoso, de noble familia emparentada con algunos reyes visigóticos, hijo de un jefe del ejército, púsose muy pronto en condiciones de servir a la Iglesia al iniciarse en las disciplinas eclesiásticas bajo la dirección de Conancio de Palencia. Allí recibió su educación sagrada, en compañía de numerosos jóvenes a los que había atraído la sabiduría y la discreción de este obispo; pero en su alma florecía la vocación monacal, manifestada desde niño con piadosos pensamientos al decir de su biógrafo, un sencillo monje discípulo y admirador suyo, que escribió una vida llena de detalles maravillosos y de milagros. Joven aún, renunció a sus bienes y dotó con ellos iglesias y benefició a los pobres, para saber desprenderse mejor de la atracción de las cosas del mundo. Y todo have sospechar que se retiró al Bierzo, donde sus padres posean bienes cuantiosos. Allí le encontrarnos rodeado de discípulos, llevando austera vida de penitente, fortaleciendo a todos con su ejemplo y con su instrucción.
En los confines occidentales de España, ganados un siglo antes para la ortodoxia católica por el ilustre San Más Martín de Braga, floreció en el siglo VII uno de los mas eximios varones de la iglesia visigoda. Fructuoso, de noble familia emparentada con algunos reyes visigóticos, hijo de un jefe del ejército, púsose muy pronto en condiciones de servir a la Iglesia al iniciarse en las disciplinas eclesiásticas bajo la dirección de Conancio de Palencia. Allí recibió su educación sagrada, en compañía de numerosos jóvenes a los que había atraído la sabiduría y la discreción de este obispo; pero en su alma florecía la vocación monacal, manifestada desde niño con piadosos pensamientos al decir de su biógrafo, un sencillo monje discípulo y admirador suyo, que escribió una vida llena de detalles maravillosos y de milagros. Joven aún, renunció a sus bienes y dotó con ellos iglesias y benefició a los pobres, para saber desprenderse mejor de la atracción de las cosas del mundo. Y todo have sospechar que se retiró al Bierzo, donde sus padres posean bienes cuantiosos. Allí le encontrarnos rodeado de discípulos, llevando austera vida de penitente, fortaleciendo a todos con su ejemplo y con su instrucción.
Nos narra su biografía que familias enteras se sentían arrastradas por el
hondo movimiento espiritual que había iniciado al restablecer, con redoblado
vigor, la vida monástica en retiros de soledad y en medio de exigente
disciplina. Su biógrafo nos cuenta, admirado, cómo en varias ocasiones intentó
huir a la soledad completa desde sus cenobios, para mejor y más intensamente
consagrarse a Dios, sin que el fervor de sus discípulos se lo permitiera, pues
no estaban dispuestos a quedarse privados de su guía.
En esta primera etapa de su actividad fundó Fructuoso muchos y diversos
monasterios en el Bierzo, en Galicia, en el norte de Portugal, que pronto se
vieron invadidos por una multitud creciente, tan grande que nos dice
ingenuamente su biógrafo que los mismos jefes del ejército real llegaron a temer
quedarse sin hombres que reclutar para sus campañas. Quizá en estas fundaciones
puso por norma su regla, que presenta una enorme originalidad y muestra cómo no
fue breve su conocimiento de los hombres que se le sometían para servir a Dios:
regla dura y enérgica, adecuada a hombres del Norte, con vivo sentimiento de la
comunidad y con un concepto de la obediencia muy desarrollado. En breve, un
movimiento ascético de tal ímpetu trascendió los límites de Galicia, y el nombre
de Fructuoso y su obra corrió por la Península entera; comienzan entonces las
inquietudes apostólicas de Fructuoso, para quien se habían quedado pequeñas las
soledades galaicas. Tenemos noticias de una peregrinación suya a Mérida, por
devoción a Santa Eulalia, y de un viaje emprendido a continuación hacia el Sur
hasta llegar a Sevilla y Cádiz. El respeto y las atenciones de que es objeto en
su peregrinar nos revelan la fama de santidad y de grandeza que le antecedía: su
incansable actividad le lleva a realizar también en estas regiones nuevas
fundaciones en que aplicar su intensa disciplina, camino para adelantos mayores
en la vía de la perfección.
No pocas leyendas piadosas nos transmite su biógrafo para mostrar la
protección que Dios le dispensaba: unas veces, prodigiosamente, le evita el ser
confundido con un animal al hallarse en medio de un matorral en oración
simplemente cubierto de pieles; en otra ocasión puede atravesar con sus códices
un río sin que sus tesoros de formación eclesiástica sufran el menor detrimento
al contacto con el agua; en otra ocasión consigue un castigo para un malvado que
injusta e inicuamente le ataca; en otro momento logra de manera maravillosa
concluir un viaje que corría el riesgo de convertirse en tragedia por el
agotamiento de los marineros que a golpe de remos impulsaban la barca, y no
falta, en esta larga sucesión de milagros, la barquichuela arrastrada por las
olas y recuperada por el Santo, que no vacila en lanzarse a caminar sobre el mar
para poder traerla de nuevo a la orilla.
Incansable prosiguió Fructuoso la fundación de monasterios, hasta que, un
día, decidió marchar al Oriente en peregrinación. Es probable que, además de
visitar los Santos Lugares, como habían hecho tantos hombres ilustres del
Occidente español, hubiera dispuesto en su ánimo dirigirse a Egipto, cuna y
fuente de donde provino a la Iglesia occidental todo el monacato en que tantos
espíritus se santificaron y fueron luz y guía del mundo cristiano, pero no pudo
lograr su propósito porque el proyecto llegó a conocimiento del rey y de sus
consejeros, que tomaron urgentes medidas para evitar que tal lumbrera de la
Iglesia abandonara España. En medio de tanta actividad cuidaba Fructuoso de su
propia formación intellectual y de la de sus monjes, y buscaba libros y
explicaciones que satisficieran su sed y sus dudas e ignorancia: las vidas de
santos, las narraciones de la vida y doctrina de los anacoretas egipcios, la
Biblia, constituían el manjar predilecto de aquellos hombres cuya fama recorría
más y más la Península de un lado al otro. Braulio de Zaragoza, el gran obispo
amigo de San Isidoro, uno de los hombres de más completa y exquisita formación
en la España de aquel tiempo, llama a Fructuoso brillante faro de la
espiritualidad española, y reconoce y proclama el esfuerzo novador que de
bosques y desiertos hacía un grupo de monjes que cantaba sin cesar las alabanzas
de Dios.
El entusiasmo de Braulio, dictado, como él mismo dice, por la verdad y no
por la adulación o la amistad, debía ser compartido por muchas gentes, que veían
en nuestro Santo un hombre de Dios, entregado a su servicio y poderoso
instrumento suyo. En aras de este servicio rinde Fructuoso poco después su deseo
de soledad y oración, y acepta, no sin repugnancia, el honor de ser elevado a la
dignidad episcopal como obispo abad de Dumio, notable monasterio próximo a
Braga. Poco tiempo después, obligado por su cargo, asiste Fructuoso a un
concilio nacional, presidido por el grande Eugenio de Toledo. Allí, depuesto
Potamio, metropolitano de Braga, por diversas faltas de las que se acusó
espontáneamente, con voto unánime, los Padres asistentes al concilio elevan a
Fructuoso a la silla metropolitana de Braga, con la esperanza y la seguridad,
dicen, de que daría ello mucha gloria a Dios y redundaría en gran beneficio de
la Iglesia. Puede decirse que nada o casi nada se sabe de lo que hiciera en su
paso por la sede bracarense; pero su celo incansable le mantenía tenso, y por
ello una y otra vez acude ante el rey Recesvinto, cuyo comportamiento tanto
aflige a los grandes obispos de este momento, para amonestarle, pedirle
clemencia, aconsejarle.
El biógrafo de nuestro Santo, celoso como era de poner de relieve el
espíritu monástico de Fructuoso, insiste ahora en la rigurosa vida ascética que
mantuvo durante su tiempo de episcopado, en lo continuado de su actividad como
fundador, hasta decir que, conocedor de su próximo fin, se entregó a tal frenesí
de trabajo que no cesaba en su labor de dirección y construcción sin darse
descanso ni de día ni de noche. Su última fundación parece haber sido el
monasterio de Montelios, muy cerca de Braga, donde se conservó su cuerpo tras su
muerte, hasta que siglos más tarde, en 1102, el arzobispo de Compostela,
Gelmírez, le trasladó a Santiago.
Dícenos su biografía que, atacado de fiebre, comunicó su inmediata muerte a
sus discípulos, llorosos por la pérdida que se avecinaba y asombrados por su
alegría y tranquilidad en tales momentos; todavía entonces tuvo tiempo para
disponer asuntos relacionados con el gobierno de varias de sus más importantes
fundaciones; luego hizo ser llevado a la iglesia, donde recibió con sumo fervor
y devoción la penitencia y donde permaneció toda la noche postrado en oración,
hasta que, amaneciendo un día, que los libros litúrgicos de Braga dicen el de
hoy, el año 665, entregó a Dios su alma.
Su biógrafo no olvida señalarnos que pronto comenzaron los milagros en
torno a su sepulcro, pero ninguno más importante ni valioso que el gran milagro
del cual había sido instrumento dócil y activo en manos de Dios: la gran
renovación espiritual que inició en el siglo VII, todavía lleno de resabios de
herejía, henchido de luchas políticas, de odios y rencores. Entregado a la
oración y a la penitencia en medio de un siglo corrompido, logró con su ejemplo
y su virtud hacer cristalizar unas ansias de renovación sentidas con toda
intensidad. Su celo y su entusiasmo prendieron en multitud de creyentes, que aun
bastante después de su muerte buscaban todavía su santificación siguiendo paso a
paso los itinerarios de Fructuoso, y haciendo de sus retiros y lugares de
oración parajes sagrados en los que sus almas encontraban más facilidad para
acercarse a Dios; y aun siglos más tarde, los monasterios por él fundados
sentíanse satisfechos de esta tradición, mostrando la huella de su paso
apostólico.
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Autor: Manuel Días y Díaz | Fuente: misa_tridentina.t35.com
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