miércoles, enero 16, 2013

San Berardo y compañeros, Mártires Franciscanos

San Berardo y compañeros, Mártires Franciscanos
Enero 16

Martirologio Romano: En la ciudad de Marrakech, en el Magreb (hoy Marruecos), santos mártires Berardo, Otón y Pedro, presbíteros, Acursio y Aiuto, religiosos, todos de la Orden de los Hermanos Menores, los cuales, enviados por san Francisco para anunciar el Evangelio a los musulmanes, fueron apresados en Sevilla y trasladados a Marrakech, donde les ajusticiaron por orden del príncipe de los sarracenos (1226).

Fecha de canonización: En 1481 por el Papa Sixto IV.
Estos protomártires franciscanos fueron compañeros primitivos de San Francisco y encarnan maravillosamente un aspecto esencial de la espiritualidad personal del Pobrecillo y de aquella generación franciscana primigenia: la más alta fiebre de su ideal de imitación de Cristo pobre y crucificado. Se ha escrito -al final daré completa la cita- que «nada menos histórico que hacer la historia a base de juicios y valores del presente». Ni hacerla, ni juzgarla, ni sentirla. Trasladémonos limpiamente al marco medieval cristiano de estos hechos, tratemos de mirarlos con los ojos de quienes los vivieron, y lograremos captar su heroica belleza.

De qué fiebre se trata
Empecemos por diagnosticar esa fiebre. Una fiebre caballeresca, ciertamente; caballeresca a lo cristiano; precisemos más aún: caballeresca a lo franciscano. Podría decir el Pobrecillo de estos sus protomártires -y con otras palabras lo dijo-: «Ellos son los más heroicos caballeros de mi Tabla Redonda». Fortini formula muy bien este fenómeno de la época, refiriéndose al espíritu caballeresco en general: «No se puede ser caballero perfecto sin el rito de la consagración al nombre de Cristo, en este tiempo en que toda caballería es, al mismo tiempo, compromiso religioso, todo valor es santidad, toda muerte es martirio. Y un místico de esa Edad Media -Cavalga- escribe que Jesús vino a salvarnos como un hombre enamorado y como un caballero amante».

Cuando el joven mundano Francisco -prendado de los libros de caballería- se convirtió en el joven San Francisco, dio un carpetazo para siempre a la literatura de vanas hazañas amorosas; pero abrió su nueva existencia con una página que no haría sino repetirse, jornada a jornada, hasta la última de su vida; página escrita con el rojo de su amor ardiente a Cristo crucificado, que soñaba llegar a escribirse con el rojo de su propia sangre: retornar a Jesús amor con amor, vida con vida, muerte con muerte. Lo intentó reiteradamente, y con un empeño que hizo exacto este título que se le ha dado: «El hombre que no consiguió hacerse matar». Y ya lo hemos visto arder con esa fiebre en el punto álgido de su santidad, que fue el Alverna: «Señor mío Jesucristo: ¡Que yo experimente en vida, en el alma y en el cuerpo, aquel dolor que Tú, dulce Jesús, soportaste en la hora de tu acerbísima pasión». Una de las más fervientes oraciones cristianas -el Absorbeat-, que se le ha atribuido y que la crítica actual afirma que no es de él, pero que recoge propiísimamente su espíritu, concluye con esta exclamación: «¡Muera yo por amor de tu amor, ya que Tú por amor de mi amor te dignaste morir!» La herida nostálgica de su martirio no logrado no se le cerró mientras vivió.

Hasta tal punto fue «connatural» y férvida el ansia martirial al espíritu de Francisco, que lo contagió hasta a una mujer, a la dama que le comprendió mejor y le siguió más de cerca en su nuevo idealismo: la hermana Clara. Calibre el lector lo que significa ver en aquella época a una mujer deseando y buscando el martirio; realmente heroica. Pero ella no lo hizo por heroica, sino por cristiana enamorada -así la apellidaba Francisco: «la cristiana»-, al estilo de su maestro el Pobrecillo. Era una de sus constantes vitales: recoleta voluntaria entre los muros de San Damián, «a gusto deseaba soportar el martirio por amor del Señor Jesús»; lo afirman tres de las testigos del Proceso. Y este anhelo habitual estalló en paroxismo santo cuando se enteró de lo que el lector se va a enterar aquí: del primer martirio de unos hermanos menores, en Marruecos. Con la firmeza que la distinguía, proyectó e intentó irse a tierras de infieles, para lograrlo. Francisco -aquí, ¿más prudente o menos idealista que ella?- no se lo consintió, movido también quizá por las lágrimas de las sores de San Damián, que lloraban al verla en esa determinación, en que la iban a perder.

Mas esa fiebre del amor sangriento que no aprobó en «su plantita», la quiso y la animó en los suyos. San Francisco es, entre las Ordenes religiosas, el primer fundador que incluye en su Regla -en sus dos Reglas- un capítulo taxativo sobre las misiones. Merece la pena trasladar aquí una de esas normas: «Cualquier hermano que quiera ir entre sarracenos y otros infieles, vaya con la licencia de su ministro y siervo. Y los hermanos que van pueden comportarse entre ellos espiritualmente de dos modos. Uno, que no promuevan disputas ni controversias, sino que se sometan a toda criatura por Dios, y confiesen que son cristianos. Otro, que, cuando les parezca que agrada al Señor, anuncien la palabra de Dios, para que crean en Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo, y en el Hijo, redentor y salvador, y para que se bauticen y se hagan cristianos, porque, a menos que uno no renazca del agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios (Jn 3,5). Y todos los hermanos, dondequiera que estén, recuerden que se dieron y abandonaron sus cuerpos al Señor Jesucristo. Y por su amor deben exponerse a los enemigos, tanto visibles como invisibles, porque dice el Señor: Quien pierda su vida por mi causa, la salvará para la vida eterna (Lc 9,24)» (1 R 16). Y el legislador Pobrecillo, para enardecer ese espíritu de la ofrenda total, añade hasta otros doce textos evangélicos.

Sí, así de alto y neto era aquel ideal franciscano. Gemelli lo expresa con belleza y propiedad: «Hombres crucificados: así los define y los quiere San Francisco; él, corazón ardiente, los educa para amar el dolor y la muerte. Hombres crucificados, y, sin embargo, libres como los pájaros: crucificados alados, que, orando, toman el cielo como su espacio vital, y, predicando y convirtiendo, vuelan a flor de tierra como unas golondrinas. Siguiendo la bendición de San Francisco, van, como aves, por todos los puntos cardinales: a Francia, Alemania, España, Egipto, Palestina; sin dinero, sin vestidos, sin miedo al hambre, al frío, a los peligros... Pero ¿qué son los peligros para quienes nada tienen que perder, y menos aún la vida, ya ofrendada a Dios? Van hacia lo desconocido, con un espíritu magnífico, que el mundo llamará de aventura, y que los cristianos llaman de apostolado». Estas inspiradas frases marcan el programa y la idiosincrasia de aquella primitiva generación franciscana, pero se pueden aplicar como por antonomasia a los que buscaron y lograron la prueba suprema del amor: el martirio.

Hemos visto cómo, ya en 1218, Francisco envió al hermano Gil a Túnez con esa misión de que predicara a los sarracenos y diera allí su vida por Cristo. Todo alegre partió el hermano Gil a intentar su holocausto; ya hemos visto que su misión fracasó: los mismos cristianos residentes en aquella tierra, temiendo represalias de los mahometanos por su predicación, le embarcaron por la fuerza en una nave y le obligaron a regresar a Italia. Con los años se alegró de no haber muerto en Túnez, porque Dios le cambió el martirio por la muerte mística; pero en aquel momento mascó su fracaso con amargura, teniendo que ahogar su nostalgia con una frase como ésta, que, tres siglos después, pronunció al fin de sus días otro franciscano de la misma estirpe heroica, el primero y principal de «los doce apóstoles de Méjico», fray Martín de Valencia: «He sido defraudado en mi deseo», en su anhelo de anunciar de tal modo a los infieles el evangelio de Jesús, que éstos le martirizaran por El.

En aquella hazaña el hermano Gil no iba solo. Le acompañaba el hermano Electo, laico como él, jovencísimo, y tan delicado que apenas podía soportar el ayuno en los días prescritos por la Regla. Ignoramos cómo, pero este hermano Electo se quedó en el país musulmán. Sabemos que lo apresaron y que lo sometieron a un duro martirio. Recibió a la muerte de rodillas, apretando la Regla contra su corazón. Fue de verdad -y se consideró- un Elegido, y es a este novicio a quien habría que llamarle «el protomártir franciscano». Quizá no ha cundido ese título por no haber sido canonizado.

Como una herencia de la sangre, el ansia del martirio vino a ser una de las constantes históricas de los auténticos seguidores del Crucificado del Alverna. Por esa fiebre martirial, y por los muchos miles en que tal fiebre ha sido mortal, la familia franciscana ha sido llamada «la Orden pródiga de su sangre». Y esto es exacto también en los brotes de «la plantita de San Francisco», las clarisas: ardientes mujeres, enamoradas del Mártir del Gólgota, en su clausura recoleta vivían -y viven- un espíritu de exaltación misionera, y pronto fueron con sus hermanos a países de misión, animadas por un idéntico anhelo del martirio. He aquí unos datos para la inmortalidad: sin salirnos de aquel siglo de Francisco y Clara, en 1269 morían a manos de los tártaros sesenta clarisas del monasterio de Zawichost, en Polonia; en 1268 fueron degolladas colectivamente las moradoras del monasterio de Antioquía de Siria, por orden del sultán Melek Saher Bibars I; en 1289 el sultán Melek-el-Mansur hizo matar a las moradoras del monasterio de Trípoli; y en 1291, al ser tomado San Juan de Acre (Accon o Tolemaida) por las tropas de Melek-el-Asheraf, sufrieron el martirio nada menos que setenta y cuatro hijas de Santa Clara; y también las clarisas de España, ya en ese siglo, en 1298, y en los azarosos tiempos posteriores, las del monasterio de Jaén, en número de veinte, pagaron el tributo de su sangre por la irrupción de las tropas sarracenas (I. Omaechevarría). Detallar esos virginales holocaustos gloriosos daría para un hermoso capítulo. Y este ardimiento misionero femenino continúa hasta hoy, dispuesto a la prueba extrema del amor: dar la vida por aquel que la dio por nosotros.


Mas pasemos ya a las primicias de este supremo amor franciscano.
San Berardo, Otón, Pedro, Acursio y Aiuto, Mártires
Buscadores de su propia muerte
Si la primicia martirial del hermano Electo fue en 1218, al año -después del capítulo general de la Orden de 1219- el Pobrecillo formó otro equipo, más numeroso, para intentar de nuevo la suerte suprema. Y, pues la anterior había fallado por oriente, ahora se dirigirían hacia occidente, a tierras mahometanas de España y de Marruecos, donde pensó quizá que había más peligro, es decir, mayor oportunidad. Escogió a seis, después de invocar al Señor y calibrando bien, con discernimiento, el temple heroico de la triple pareja: los hermanos Vidal, Berardo, Pedro, Acursio, Adyuto y Otón. Por fortuna, contamos con un relato fidedigno de su hazaña (1). Los editores de Quaracchi traen las pruebas del texto crítico, y Sabatier afirmaba: «Se ha hallado recientemente el relato de sus últimas predicaciones y de su fin trágico, por un testigo ocular. Ese documento es tanto más precioso cuanto que confirma las lineas generales de la narración mucho más larga, hecha por barcos de Lisboa». Es una buena versión medieval de las mejores actas martiriales de los primeros siglos del cristianismo, particularmente en esto: con parecido talante, algunos de aquellos mártires azuzaban a las fieras para que los despedazaran, por la urgencia que tenían de rubricar su fe con su sangre.

Por su extensión no lo voy a dar al pie de la letra, pero sí con honesta fidelidad, y tratando de traducirlo al gusto literario de hoy.

Convoca San Francisco a los seis de la suerte y de la muerte, y les dice:

-- Hijitos míos: Dios me ha mandado que os envíe a tierra de sarracenos a predicar y confesar su fe, y a combatir la ley de Mahoma. También yo iré a tierra de infieles en otra dirección y enviaré a otros hermanos hacia las cuatro partes del mundo. Preparaos, hijos, a cumplir la voluntad del Señor.

Los seis inclinan reverentes la cabeza y responden:

-- Estamos dispuestos a obedecerte en todo.

A Francisco le invade el júbilo, al comprobar una sumisión tan pronta, y, con el tono más dulce de su voz, les exhorta a la paz y a la paciencia, al amor y a la humildad, a la castidad y a la pobreza. Y termina su exhortación con estas normas prácticas:

-- Llevad siempre con vosotros la Regla y el breviario. Obedeced en todo al hermano Vidal, como a vuestro hermano mayor. Hijos míos: me gozo en vuestra buena voluntad, y el amor que os tengo me hace amarga la separación. Pero hemos de preferir el mandato de Dios a nuestra voluntad propia. Os suplico que tengáis siempre ante los ojos la Pasión del Señor, y ella os fortalecerá y animará a sufrir vigorosamente por El.

Y, tras una despedida emotiva de lágrimas y abrazos, y con la bendición emocionada del santo Pobrecillo, que ellos reciben conmovidos de rodillas, los seis dejan a sus espaldas la Porciúncula y parten con rumbo a España. A pie, descalzos, sin alforja, mendigos peregrinos de Dios.

Y he aquí que, al cruzar Aragón, Vidal, «el hermano mayor», enferma gravemente. Detienen su viaje en espera de su recuperación. Pasan los días, y ésta no tiene visos de llegar. Y el hermano Vidal impone su autoridad:

-- Muy queridos hermanos, no quiero que mi enfermedad impida el objetivo de nuestra misión. Quizá el Señor no me juzga a mí digno, por mis pecados. Proseguid el camino, y no olvidéis las recomendaciones de nuestro padre y hermano Francisco. Yo me quedaré aquí, mientras lo quiera el Señor.

Y, otra vez, la pugna fraterna de los que se resisten a abandonarlo y la entereza de quien les manda poner la voluntad de Dios por encima de la propia. Al fin, los cinco se le despiden llorando y abrazándole, y con estas palabras:

-- ¡Ojalá nos encontremos en el reino de Dios!

Cruzan campos y pueblos de Aragón, de Castilla, de Extremadura, y entran en Portugal, y se llegan a Coimbra, donde está la reina doña Urraca, buscando encontrar allí apoyo y manera para bajar hacia el sur e introducirse en el reino moro de Sevilla. A la reina, devotísima, se le abren aún más sus grandes ojos por la admiración, y los toma por santos, al oír el fervor con que hablan de morir por Cristo, y le entra el capricho de que le digan de parte de Dios el día y la hora en que ella va a morir. Ellos se resisten a responderle nada, pero oran, y se sienten iluminados, y le pronostican que será corta su estancia en la tierra, y le dan la señal de que ellos mismos -«así como nos ves»- darán pronto sus cuerpos al martirio, y los traerán aquí, a Coimbra, como reliquias, y al poco tiempo entregará también ella su alma a Dios.

De Coimbra descienden a Alangueto, en los lindes bajos de Portugal con Extremadura. Allí se presentan a la princesa doña Sancha, hija del gran rey Sancho y de la reina Aldonza -venida de Aragón-, y hermana del que ahora es rey de Portugal, Alfonso II. A la tal doña Sancha, por ser dama muy honesta y religiosa, nuestros peregrinos le confían también reservadamente su propósito martirial. La princesa se asombra, pero lo aprueba, y decide ayudarlo. Su apoyo resultó concreto y eficaz, al modo como suelen las mujeres: intuye que, así como van, con sus hábitos de predicadores cristianos, no van a llegar muy lejos en tierra de moros, pues se lo impedirán en seguida los mismos comerciantes cristianos, para no poner en peligro su negocio con los árabes; y les provee de convenientes ropas seglares. Así, disfrazados de lo que no son, siguen su aventura y logran colarse en Sevilla.

En Sevilla dan con un buen cristiano, que los recoge en su casa, en la que permanecen ocultos unos días, de nuevo con el gozo y la libertad de sus hábitos. A la semana salen de su encierro, y, sin guía ni consejo de nadie, quitándose el miedo más pronto que su vestido seglar, se dirigen a la mezquita principal y pretenden entrar en ella. Los sarracenos que lo ven, primero se pasman de asombro, luego se colman de ira, y a gritos, puñetazos y estacazos los arrojan de allí.

Estos golpes, este fracaso, no les amilanan; al revés, les suben la calentura de su ansia martirial. Unos a otros se dicen:

-- ¿Qué hacemos aquí y así? ¿Por qué retrasamos nuestra predicación? Conviene que expongamos nuestra vida corporal, y prediquemos valientemente ante el mismo califa que Cristo es verdadero Dios.

Y se animan en grupo, y se llegan a la misma puerta del palacio del califa, decididos a entrar. Les corta el paso un príncipe moro, hijo del rey, preguntándoles:

-- ¿De dónde venís?

-- Venimos de Roma.

-- Y ¿qué buscáis aquí? ¿Para qué habéis venido?

-- Queremos hablar con el sultán de cosas que le interesan a él y a todo su reino.

-- ¿Traéis cartas o alguna garantía de vuestra legación?

-- Nuestra embajada no la traemos por escrito, sino en nuestra mente y en nuestras palabras.

-- Decidme a mí vuestro asunto, y yo lo transmitiré fielmente al rey.

-- No, primero debemos hablar con el rey nosotros. Tú te enterarás de nuestro negocio después.

Esa porfía termina bien para nuestros protagonistas. El príncipe moro entra donde el sultán y le cuenta al detalle su diálogo con aquellos extraños cristianos. Y el sultán decide:

-- Que pasen.

Y se repite el interrogatorio:

-- ¿De dónde sois? ¿Quién os ha enviado? ¿A qué habéis venido?

-- Somos cristianos y venimos desde Roma. Pero quien nos envía es el Rey de reyes, nuestro Dios y Señor, y para la salvación de tu alma: abandona la falsa secta del infame Mahoma, y cree en el Señor Jesucristo y recibe su bautismo, sin el cual no te podrás salvar.

Es claro. Aquel rey moro no ve lo que para nuestros protagonistas es luz meridiana: Id por el mundo entero pregonando la buena noticia a toda la humanidad. El que crea y se bautice, se salvará; el que se niegue a creer será condenado (Mc 16,15-16). Es claro. El sultán no puede dar crédito a lo que está viendo y oyendo. Y se exaspera, y, en su furia, grita:

-- ¡Hombres malvados y perversos!, ¿me decís eso a mí solo, o para todo mi pueblo?

Nuestros protagonistas, al ver que ya se había levantado la esperada tempestad, se arman de valor y le responden con rostro alegre:

-- Oh rey: sábete que, así como tú eres la cabeza del falso culto y de la inicua ley de ese falaz Mahoma, por eso mismo eres peor que los otros, y en el infierno te espera una pena mayor.

Es echar leña al fuego, y no al del infierno, sino al de la ira del sultán, colmada hasta rebosar. Y el sultán ordena que sean decapitados. Y los sacan de su presencia. Nuestros protagonistas, que lo han oído, se miran unos a otros contentísimos y se dicen:

-- ¡Albricias, hermanos, hemos encontrado lo que buscábamos! Perseveremos, y no temamos lo más mínimo el morir por Cristo.

Se lo escucha el príncipe que antes les había hecho de introductor, y les sugiere:

-- ¡Desgraciados! ¿Por qué anheláis morir tan vilmente? Atended mi consejo: desmentid lo que habéis dicho de nuestra ley y contra el profeta de Dios, Mahoma, haceos sarracenos, y seguiréis viviendo, y con muchas riquezas en este mundo.

-- ¡Desgraciado tú! -contestan ellos-. Si conocieras cuántos y qué bienes nos esperan en la vida eterna por morir así, ni se te ocurriría ofrecernos esos bienes pasajeros.

Y el príncipe moro se compadece de esa rara locura, y vuelve donde el rey su padre, buscando calmar su indignación:

-- Padre, ¿cómo has tomado esa decisión? ¿Cómo los mandas matar sin más? Ten en cuenta las leyes: consulta a los más ancianos, y luego haz lo que sea justo según su consejo.

Por el tono razonable y mesurado con que su hijo el príncipe se lo ha dicho, el sultán se ha calmado. Y, como primera providencia, ordena que los aíslen en la alta azotea de una torre. Desde allí, tomándola por púlpito, ellos, con su fiebre martirial enardecida, a todo el que pasa a sus pies le gritan la verdad de la fe cristiana y la falsedad de su fe mora. Y el sultán se entera, y manda que los bajen y los encierren en el calabozo de la torre. Luego, los llama para un nuevo careo:

-- Hombres locos y miserables: ¿todavía seguís aferrados a vuestra actitud disparatada?

-- Nuestras voluntades están siempre firmemente apoyadas en la fe de nuestro Señor Jesucristo.

El sultán se convence de que no les va a hacer cambiar, ni por las buenas ni por las malas. Y convoca al Consejo de sabios y ancianos del reino, y les presenta a nuestros protagonistas, y nuestros protagonistas aprovechan la selecta asamblea para anunciar con firmeza su fe. Y el rey decide poner fin a aquel litigio ingrato y ordena el exilio:

-- ¿A dónde queréis ir, a tierra de cristianos o a Marruecos?

Y ellos no eligen, sino que se ratifican en su propósito:

-- Nuestros cuerpos están en tus manos, pero nuestras almas no las puedes dañar. Mándanos donde te parezca. Por nuestra parte, estamos dispuestos a morir por Cristo.

La epopeya
Pensándolo bien, el califa de Sevilla los pone en camino de Marruecos: adivina que, si los envía a Portugal o a Castilla por una frontera, por la misma o por otra han de volver a meterse en su reino. Y tiene una buena ocasión: uno de estos días va a zarpar rumbo a Marruecos el infante don Pedro, hermano del rey de Portugal y de nuestra conocida infanta doña Sancha. Este infante don Pedro no se entiende políticamente con su hermano el rey Alfonso II, y, temiendo alguna venganza personal, ha decidido ponerse a las órdenes del Miramamolín de Marruecos con un grupo de soldados cristianos, para ayudarle en su lucha con otros jefes moros.

Don Pedro, cristiano de corazón, les toma a nuestros protagonistas un claro aprecio. Se los lleva en su expedición, y, ya en suelo marroquí, los aloja en su propia casa. Y nuestros protagonistas no retardan su objetivo. Con libertad evangélica recorren la ciudad, y, en cuanto ven un grupo de moros -en el zoco o en cualquier calle-, les predican audazmente el mensaje salvador; especialmente el hermano Berardo, que conoce mejor el árabe. Y los moros les miran y escuchan con asombro, y los toman por unos hombres que han perdido el juicio.

Un día en que el hermano Berardo ha hecho de una carroza abandonada su cátedra para los transeúntes, ve que se acerca con su comitiva el propio Miramamolín, el sultán Aboidile, de paso a visitar el sepulcro de sus antepasados, fuera de la ciudad, junto a la muralla. El Miramamolín se queda de una pieza al ver y oír la osadía predicadora del hermano Berardo, y le propina una dura reprensión. Pero el predicador continúa impertérrito su mensaje, combinando las diatribas a Mahoma con la proclamación del evangelio de Jesús. Al convencerse de que la cosa va en firme y en serio, el Miramamolín arde en cólera, y decreta que los cinco autores de la grave ofensa mahometana sean expulsados inmediatamente de la ciudad, y obligados a tornar a un país cristiano.

El infante don Pedro los toma de su cuenta, con el doble interés de librarlos de la furia del sultán y de evitar la malquerencia de éste contra los cristianos, y comisiona a un piquete de sus soldados para que los trasladen al puerto de Ceuta. No sabe tampoco el infante con quiénes se la juega. A mitad de camino, los cinco de la fiebre santa se desentienden sigilosamente de sus custodios, regresan a la ciudad, y se ponen a predicar a los sarracenos en plena ebullición del zoco.

La noticia llega a la par al infante y al sultán. Y el sultán manda furibundamente que se les encarcele, y que en la cárcel no se les dé trozo de comida ni gota de bebida, ni se consienta a nadie que se la suministre. Los carceleros se cuidan muy bien de observar la orden real. Veinte días en aquel calabozo del hambre y de la sed, agravadas por una hórrida tempestad de simún que abrasa el aire, sin más sustento ni aliento que su confianza en el Señor.

A ese filo de las tres semanas de ayuno total, uno de los consejeros del Miramamolín, llamado Ababaturim -un mahometano que miraba con cierta simpatía a los cristianos-, le insinúa que suelte a los cinco religiosos presos, no sea que el horror de aquel largo vendaval quemante haya sobrevenido como un castigo por atormentarlos. Y el Miramamolín da dos órdenes perentorias: a los carceleros, que los liberen; y a los cristianos más responsables, que inmediatamente los saquen de sus términos a cualquier lugar cristiano.

Para hacer eficaz esta medida, reúne en su palacio a los presos y a algunos de los cristianos principales. Y queda todo sorprendido -y con él los demás circunstantes- de que veinte días sin probar gota ni bocado no hayan dejado en ellos huella de debilidad ni desánimo. Y les pregunta:

-- ¿Quién os ha alimentado en la cárcel todos estos días?

-- Te lo diremos -responde en tono de misterio el hermano Berardo- si te decides a instruirte en la fe católica.

Y Aboidile se da cuenta de que, a gentes así, o dejarlos o matarlos. Y por una vez más resuelve dejarlos. Y ellos salen de su presencia dispuestos a predicar; pero, ahora, quienes no se lo consienten son los cristianos, que empiezan a temer, con pánico, que al odio islámico del sultán le dé por cortar a mansalva cabezas de cristianos. Al hermano Berardo le causa risa y pena tanto miedo; mas, por compasión de ellos, se calla. Y ellos los toman a buen recaudo, y otra vez los ponen bien guardados camino de Ceuta.

Hay que declarar a estos apasionados de la libertad evangélica -entre otros títulos- especialistas en fugas: porque de nuevo, antes de llegar a su destino, se desentienden de sus guardianes... y hételos otra vez en la ciudad del sultán. Y ahora es el infante don Pedro el que se los lleva a su casa, no como antes, con la cortesía de su hospitalidad, sino por el miedo de que su empeño evangelizador les cueste la vida a todos.

Pero el infante tiene que salir con una tropa conjunta de moros y cristianos a sofocar una rebelión, y se lleva consigo a nuestros protagonistas. Y sucede que por poco fenece la tropa entera sin entrar en batalla. Atraviesan una región desértica. Tres jornadas cumplidas sin dar con una gota de agua, ni para los soldados ni para las caballerías. Un sol de cuarzo arriba y un horno de arena abajo les puso en ansia de muerte. El cronista anota aquí esta hipérbole: «Si hubieran encontrado una arena algo húmeda, la hubieran chupado con ansia de vida». Pero aquel mar de arenas no tiene agua. Y viene el milagro. El milagro de la fe evangélica: Os aseguro que, si uno le dice al monte ése: "Quítate de ahí y tírate al mar", no con reservas interiores, sino creyendo que va a suceder lo que dice, lo obtendrá (Mc 11,23). Tal es en esos momentos la fe del hermano Berardo. Se dirige vivamente a Dios, toma en sus manos una varita, y -zahorí divino- perfora con ella la arena reseca, y brota una fuente de agua abundante, con la que sacian su sed hombres y bestias, con la que colman todos los odres y pellejos disponibles. Y calmada la sed, y colmado el suministro, se agota la fuente. Mahometanos y cristianos, maravillados y alborozados, besan los pies y los hábitos de los frailes prodigiosos.

Ni sueñan éstos que por aquí les va a venir el principio de su muerte deseada. A su éxito de zahoríes portentosos, se ha ido sumando aquellos días su triunfo apologético sobre uno de los más sabios y devotos de la fe del Islam, reconocido y admirado como tal en todo el reino. Por lo que sea, va también en aquella comitiva guerrera. Y los días son largos, y es permanente la convivencia y conversación entre moros y cristianos, y el docto y fervoroso musulmán se enzarza en agudas discusiones con nuestros protagonistas. Y éstos -no por ser cinco contra uno, sino por la inspiración y oportunidad de sus argumentos- le dejan cada vez en situación de vencido, y él no puede soportar la humillación, y, en cuanto regresan a la capital, se escabulle del grupo y desaparece del reino.

Vuelta la tropa de su misión, no tarda el Miramamolín en conocer el prodigio del agua y el mal papel de su sabio imán. Ni tardan nuestros protagonistas en hacerse encontradizos con él, en el mismo lugar y a la misma hora temprana de su paso habitual hacia las tumbas de sus predecesores. Allí están, sobresaliendo y predicando. Y él, al verlos y oírles, con la doble rabia de su prestigio como sabios y taumaturgos, arde en furor, y manda venir a uno de sus príncipes, Abosaide. Abosaide había sido testigo del agua en el desierto. Y el Miramamolín le ordena que los aprese y los decapite. Pero el príncipe, entre admirado y compasivo, demora la ejecución desde la mañana hasta el atardecer, confiando en que algunos de los cristianos nobles intercedan ante el sultán y consigan la revocación de la sentencia.

No están hoy estos cristianos -ni nobles ni plebeyos- para tafetanes apaciguadores. Se azoran. Ven que ha estallado la iracundia del sultán, y temen -y no sin razón- que estalle también un motín de la turba moruna, vengativa de las ofensas contra «Alá y su Profeta». Y los cristianos todos, altos y bajos, con la excepción de los que están cautivos y al servicio de los sarracenos, se encierran en sus casas, y trancan bien la puerta; y más, que sienten y oyen cómo algunos grupos de mahometanos se apostan por fuera, dispuestos a la sarracina y al pillaje.

Al fin, llegada la noche, Abosaide envía un piquete de soldados con la orden de que se los traigan. Nuestros protagonistas, nada más ver a quienes vienen a prenderlos, piensan que ya ha llegado su hora, se santiguan con una gran cruz gozosa y decidida, y siguen ágilmente a estos emisarios: verdaderamente hay fiebres incontrolables. Presos y prendentes llegan a la casa del príncipe, y el príncipe no está -¿otra maña de Abosaide para darle largas al asunto?-, y entonces los soldados los conducen a su cuartel, y le encomiendan su custodia a un italiano renegado.

Al amanecer, vuelta a llevarlos a casa de Abosaide, y vuelta éste a no comparecer. Y los soldados del piquete se enfurecen, y con rabia desatada, a bofetadas y empellones, los llevan a encerrar en la cárcel principal de la ciudad. Y nuestros protagonistas, lo de siempre: en la cárcel siguen proclamando la palabra de Dios a cuantos pueden, moros y cristianos. Al cabo de tres días de prisión, Abosaide se decide a actuar y manda que se los lleven. Y se los llevan a pasos de crueldad: los desnudan con violencia, les atan las manos a la espalda, los azotan hasta rasgarles las carnes, hasta enrojecerles el rostro con su sangre. Y así se los presentan al príncipe. Este les interroga en juicio formal:

-- ¿De dónde sois?

-- Somos cristianos, y venimos de Roma.

-- ¿Por qué habéis osado entrar aquí sin licencia, cuando sabéis que estamos en guerra declarada con los cristianos?

El hermano Otón le responde:

-- Hemos venido aquí con el permiso de nuestro hermano mayor, Francisco. También él está como nosotros, por otras partes de la tierra, buscando el bien de los hombres. Y venimos para predicaros el camino de la verdad: aunque seáis nuestros enemigos, os amamos de corazón, por Dios.

-- ¿Y cuál es el camino de la verdad?

-- Este -siguió el hermano Otón-: que creáis en un solo Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y en que el Hijo se hizo hombre, y al fin fue crucificado por la salvación de todos. Y quienes no creen esto, sin remedio serán atormentados en el fuego eterno.

El príncipe Abosaide se le sonríe, con cierta saña oculta:

-- ¿De dónde lo sabes tú?

-- Lo sé por el testimonio de Abrahán, de Isaac y de Jacob, y de todos los patriarcas y profetas, y de nuestro mismo Señor Jesucristo: El es el Camino, y el que va fuera de El va errado; El es la Verdad, y sin El todo es engaño; El es la Vida, y sin El se tiene la muerte sin fin. Y de ahí que vuestro Mahoma os lleva falsamente y por camino equivocado a la muerte eterna, donde él mismo es atormentado perpetuamente con todos los que le siguen.

Abosaide pierde los estribos y grita:

-- ¡Evidente! Vosotros estáis poseídos por el espíritu diabólico, que os hace hablar así.

Y, en un acceso de furor, manda que los lleven por separado a casas distintas, y que los azoten bien azotados. Y estos ministros del odio y de la venganza vuelven a desnudarlos, y los atan de manos y pies, y los arrastran y vuelven a arrastrar, al mismo tiempo que los flagelan tan atrozmente, que se diría que se les van a salir las entrañas. Y hierven aceite y vinagre, y los derraman sobre sus heridas; y rompen unos vidrios y los esparcen por el suelo, y los arrastran sobre ellos, así heridos y desnudos. La orgía sádica dura casi toda la noche. Algunos espectadores, entre compasivos y ofendidos, les dicen:

-- ¡Desgraciados! ¿A qué aguantáis tantos tormentos por una mentira? Convertíos a nuestra ley y a nuestra fe, y viviréis.

A éstos -y a esto- nuestros protagonistas no responden palabra. Valientemente, desde sus cuerpos tendidos y lacerados, alaban al Señor en voz alta, y se animan unos a otros a sufrir con paciencia hasta el fin, hasta la muerte.

Treinta sarracenos se ensañan así con ellos. Y se toman un descanso, antes del amanecer. Y en su duermevela les parece -¿ver, soñar?- que desciende del cielo una luz esplendorosa, y envuelve hermosamente a sus cinco víctimas, y las transporta al paraíso en medio de una innumerable comitiva celeste. Y corren con espanto a contárselo al infante don Pedro, y éste les tranquiliza:

-- No os preocupéis. Continúan en la cárcel. Yo les he estado oyendo toda la noche alabando al Señor. No tengáis miedo de que se os escapen.

El Miramamolín está siendo informado de todo. Su ira se va inflamando más y más con cada nueva noticia, y ordena que se los traigan. El infante don Pedro piensa que ahora sí ha llegado la hora de su sacrificio martirial, y acude con la primera luz al príncipe Abosaide, a quien considera su amigo, y le suplica que, en caso de que los maten, le entreguen sus cuerpos, para darles cristiana sepultura.

Y los conducen al palacio del Miramamolín. ¡Qué vía crucis de espanto! Totalmente despojados, atadas las manos, descalzos los pies, sus bocas echando sangre, los llevan por las calles impeliéndolos con restallantes latigazos. Al llegar a palacio, Abosaide se les pone delante y les increpa:

-- ¡Miserables! ¿Estáis locos? ¿Por qué sufrís tanto por vuestra fe, tan falsa como inicua? Atended mi consejo, y tendréis aquí honores y riquezas, y después el paraíso. Convertíos a la ley sarracena, retractaos de lo que habéis dicho contra nosotros y contra nuestro Profeta, y se os perdonará todo, y seréis grandes entre nosotros.

El hermano Otón vuelve a tomar la antorcha de la intrepidez:

-- No nos compadezcas en nada: a través de estos tormentos leves y pasajeros caminamos de prisa a la gloria eterna. Compadécete de tu alma infeliz, a la que le espera el fuego eternal, a no ser que te conviertas plenamente a Cristo y a nuestra fe, y te bautices en el agua y el Espíritu Santo para el perdón de tus pecados. ¡Vaya ley tuya nefandísima a la que nos invitas, y vaya vuestro vilísimo Mahoma!

Y remata sus palabras con un gesto de desprecio, lanzando al suelo un escupitajo. Abosaide, fuera de sí, le propina una bofetada en la mandíbula derecha. Y el hermano Otón le presenta en gesto rápido la izquierda, mientras le dice:

-- Dios te perdone, pues no sabes lo que haces. Aquí tienes la otra para otra bofetada: dispuesto estoy a recibirla con paciencia, siguiendo el consejo de nuestro Señor Jesucristo.

No ha entendido bien Abosaide, y pregunta a los cristianos presentes:

-- ¿Qué ha dicho éste?

-- Nada -le responden-. Sólo ha dicho que Dios te perdone.

Y el príncipe los pasa a la presencia del Miramamolín. Este, una vez que los tiene ante sí, manda salir a todos, menos a algunas de sus concubinas. Ya a solas con ellos y con ellas, se encara severamente con nuestros héroes:

-- ¿Sois vosotros esos que vituperáis nuestra ley y nuestra fe, y al gran Profeta de Alá?

-- Nosotros no vituperamos ninguna fe verdadera, pues vuestra fe no es fe, sino puro error y mentira. Sólo la fe de los cristianos es verdadera fe, y es ciertísima. Y nosotros no la vituperamos, sino que con todas nuestras fuerzas la defendemos y veneramos.

El Miramamolín cambia de rostro y de táctica, y les propone insinuante:

-- Convertíos a nuestra fe, y os daré estas mujeres como esposas, y muchas riquezas, y puestos de honor en mi reino.

-- Para ti tus mujeres y tu dinero -contestan firmemente ellos-. Nosotros lo despreciamos por Cristo.

La negativa tajante duplica el furor del Miramamolín:

-- ¡Mi autoridad y mi espada curarán del todo vuestra locura!

-- Sí: nuestros cuerpos y nuestras miserables carnes están bajo tu autoridad, pero nuestras almas están sólo en las manos de Dios.

A estas palabras, ante esta actitud, el Miramamolín se enrabia hasta el paroxismo. Reclama una cimitarra. Con su propia mano la blande, y, separándolos uno a uno, uno a uno les raja la frente, uno a uno les cercena la cerviz. Tres cimitarras mella en la frenética ejecución. Completan aquella orgía de sangre las odaliscas. Como locas, como en una danza macabra, van tomando los cuerpos y las cabezas de los cinco, y los van arrojando a la calle. En la calle, el populacho, ebrio también de furor y de sangre, ata con sogas los pies y las manos de cada víctima, y, ululando como en un griterío triunfal, los sacan de los jardines del sultán, y los arrojan fuera de los muros de la ciudad. Y toman como trofeo las cabezas y otros miembros, y los pasean por las calles en un desenfreno salvaje que dura hasta la noche.

Es el 16 de enero de 1220.

Honras póstumas
Desde aquel momento, los cristianos de Marruecos los apreciaron como auténticos mártires, y empezaron a honrarlos como tales. Aun a riesgo de sus propias vidas, intentaron rescatar sus cuerpos para guardarlos como reliquias. Tuvieron que acudir al soborno de unos sarracenos amigos para lograr hacerse con ellos. El infante don Pedro se encargó, con reserva y reverencia sumas, de disecar las carnes en la azotea de su casa con el fuego achicharrante del sol, y preparó dos cajas de plata, una para las cabezas, otra para los huesos y la carne disecada. Y después de muchas peripecias -algunas, realmente rocambolescas- logró salir con ellas de la capital, llegar a Ceuta y embarcarse allí con las reliquias y con su familia, y arribar primero a Sevilla y luego a Portugal.

A Portugal había llegado la fama del martirio antes que él con su preciosa carga, aureolada con las gracias y milagros que Dios obraba por su intercesión, y que no son de contar aquí.

En Coimbra, la reina doña Urraca, que tanto les admiró y apreció antes de su muerte, les salió a recibir con todo el pueblo a la puerta de la ciudad, y, en una procesión devota, jubilosa, solemne, trasladaron las santas reliquias al monasterio de la Santa Cruz, donde les dieron honrosa sepultura, y donde siguieron floreciendo los milagros. Y el primero, el cumplimiento de la profecía: tal como se lo habían anunciado los mártires en el viaje de ida, doña Urraca, la piadosa reina, falleció de noche, al poco del regreso de las reliquias.

En este monasterio de canónigos de San Agustín, un joven canónigo, noble y sabio, don Fernando Martins, que había conocido y admirado allí un año antes su fiebre martirial, sintió ahora una envidia irrefrenable de vivir y morir como ellos, y se hizo hermano menor, con el nombre de «hermano Antonio», el que luego sería celebérrimo como San Antonio de Padua. Y se embarcó para Marruecos, dispuesto a repetir la hazaña. Pero los vientos del mar y de Dios le llevaron a las costas de Sicilia, dejando para siempre a la espalda sus heroicos sueños. Nunca, sin embargo, este mártir fallido olvidaría aquella envidia loca, que cambió su vida. Y le gustaba predicar sobre la Pasión del Señor, describiéndolo cubierto de sangre del principio al fin, desde su circuncisión hasta la cruz. Lo proclamaba: «El sol aparece rubicundo en su oriente y en su ocaso. Así, Cristo fue teñido de sangre en el principio y en el fin de su vida... Fue el amor quien llevó al Hijo de Dios al suplicio... Acerbo dolor, para maravillarse de él: sufrió más que todos los hombres...».

En Aragón, el hermano Vidal, otro fallido en la divina aventura, cuando se enteró de su martirio, se gozó y se dolió infinito: se alegró por ellos lo indecible; pero se entristeció tanto o más por sí mismo, porque no le había sido dado acompañarlos en la suerte. Y en esta pena vivió hasta la muerte, con el anhelo de padecer por Cristo.

Y en Asís, Clara, a la que un papa llamaría «la mujer suprema de su tiempo», al llegarle la noticia de esa palma martirial de Marruecos, se entusiasmó hasta el arrebato con el anhelo de alcanzarla ella también, como ya conocemos. Más lejos, en Siria, también vino a saberlo el Pobrecillo, que había peregrinado a oriente buscando lo mismo, y no lo halló. Al conocerlo, «se alegró en extremo, y exclamó jubilosamente: ¡Ahora puedo decir con verdad que tengo cinco hermanos!»

El había definido inspiradamente que «sería buen hermano menor aquel que fuera...» como los mejores caballeros de su Tabla Redonda, y propuso una lista de nueve, cada uno con sus características prendas ejemplares (cf. EP 85). Ahora añadía casi cantando que sería buen hermano menor aquel que fuera capaz de dar la vida por Cristo, como los cinco de aquella suerte marroquí. Era la canonización franciscana de sus protomártires, de sus miembros más heroicos.

Otro igualmente fracasado, que vibró con esa doble nota de la alegría y de la nostalgia, fue nuestro hermano Gil, el cual, más tarde, se lamentaba de que los superiores de la Orden no promovieran la canonización de estos héroes, no por la gloria de la Orden, sino para que resplandeciera en ellos el honor de Dios, y para que cundiera el ejemplo. Con uno de sus refranes típicos, afirmaba: «Si no tuviéramos esos ejemplos de nuestros predecesores, quizá no estaríamos donde estamos. Pero Dios da oro a quien le da oro, escarlata a quien le da escarlata, garambainas a quien le da garambainas. Lo que uno hace ante Dios, eso queda ante El, Dios no lo cambia». He ahí un condensado panegírico de los que San Francisco había canonizado: despreciando todo el fárrago de este mundo, ellos habían ofrendado a Dios la escarlata de su sangre y el oro de su acrisolado amor. En 1481, Sixto IV, con la bula Cum alias animo, concedió su fiesta litúrgica a toda la Orden, haciéndola también extensiva a toda la Iglesia. Su fiesta se celebra el 16 de enero, aniversario de su martirio.
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Fuente: Franciscanos.org

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