domingo, mayo 05, 2013

San Nunzio Sulprizio, Obrero Adolescente

San Nunzio Sulprizio, Obrero Adolescente
Mayo 5

Etimológicamente significa “anuncio, buena noticia”. Viene de la lengua italiana.

Caminando sin ver, como envuelto por la noche...¡qué lucha tienes que llevar! No tanto una lucha contra la duda, sino una lucha para mantenerte file y atreverte a llegar hasta el don de ti mismo, a un sí para toda la vida.

En una sociedad en la que el compromiso para toda la vida parece algo pasado de moda, este joven se nos presenta hoy como un modelo a imitar.

Nació el 13 de abril de 1817 en Pescosansonesco, Pescara, Italia.

Muy niño se quedó huérfano de padre y madre. Una triste realidad que hay que afrontar en la noche oscura del alma.

Lo recogió su tío, pero el chico se lo pasaba francamente mal por la palizas que le daba sin venir a cuento.

Como consecuencia de tanto golpe, le quedó para siempre una llaga en la pierna.

Le llamaban “El pequeño santo cojo”. Tuvo que emigrar a Nápoles buscando un trabajo para ganarse la vida.

Los compañeros le querían mucho porque era amable, dulce, humilde y file con cada uno de ellos.

Lo veían que trabajaba como el primero. Y en un mundo obrero –no muy entregado a la oración– él practicaba y vivía la oración cada día. En su corazón abrigaba el deseo de ser sacerdote.

Lo poco que tenía, lo compartía con sus compañeros y, sobre todo, con los pobres que estaban en paro.

Murió el 5 de mayo de 1836, cuando se enteraron de que había muerto a los 19 años, todo el mundo lloró su pérdida como algo propio.

Se había encarnado con la gente obrera, para la que dejó un mensaje de fe y caridad inapreciable.
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Autor: P. Felipe Santos | Fuente: Catholic.net

Martirologio Romano: En Nápoles, en la región de Campania, en Italia, San Nuncio Sulprizio, quien, después de haber quedado huérfano, con una pierna infectada por la gangrena y el cuerpo exhausto, soportó sus sufrimientos con ánimo sereno y alegre. Dispuesto siempre a ayudar a todos, y pobre entre los pobres, consoló en gran manera a los demás enfermos y alivió sus miserias († 1836).


Etimológicamente significa mensajero, el que anuncia. Proviene del Latín.


Fecha de beatificación: el 1 de diciembre de 1963 por el Papa Pablo VI.

Fecha de canonización: el 14 de octubre de 2018 por el Papa Francisco.

Patronazgo: patrono de los inválidos y de los accidentados por causas laborales.


Su vida estuvo colmada de paciencia y bondad. Y eso que el trato que recibió de frialdad y dureza fue tal que recuerda a esos textos infantiles en los que un personaje vive atormentado por una especie de ogro que lo tiene maniatado. Por supuesto, la diferencia entre la ficción y la realidad es un hecho insalvable. Ante ambas cabe una comparación, nada más. Desgraciadamente, lo que acontece en ciertas ocasiones es infinitamente más doloroso que lo expuesto en un simple relato. Pablo VI, conmovido por las virtudes de Nunzio, el 1 de diciembre de 1963, en pleno Vaticano II, lo elevó a los altares llamando la atención de los padres conciliares. Les sugirió establecer una amistad con él, ya que su vida debía servir para reflexionar en el coloquio celestial que mantuvo y tomarlo como modelo a imitar en la trayectoria que llevó en la tierra. También el beato Gaetano Errico, que conoció al beato en los umbrales de su fundación --los misioneros de los Sagrados Corazones de Jesús y de María--, estuvo dispuesto a admitirle en ella, a pesar de sus pésimas condiciones de salud. Despachó enseguida las críticas malintencionadas de quienes juzgaron su decisión dejando claro lo esencial: «Este es un joven santo y a mí me interesa que el primero que entre en mi Congregación sea un santo, no importa si está enfermo».


Nació en Pescosansonesco, Italia, al pie de los Apeninos, el 13 de abril de 1817. Su padre era zapatero. Murió en agosto de 1820 y aunque su madre trató de afrontar la situación en soledad, la precariedad pudo con ella. Dos años más tarde contrajo nuevas nupcias con un vecino de la localidad de Corvara, quien desde el primer momento no ocultó su inquina por el pequeño. Éste, ajeno a su animadversión, era feliz en la escuela regida por el párroco. Se familiarizaba con las verdades de la fe y recibía nociones de lectura y escritura. Pero, sobre todo, aprendía a contemplar el rostro de Cristo crucificado, muerto para expiar los pecados de la Humanidad. Aborrecía todo mal, y quería asemejarse a Él. Además, se aficionó a orar y a imitar a los santos. En 1823 falleció su madre y quedó al cuidado de su abuela Rosaria, prolongando un poco más ese periodo amable de su vida, aunque teñido por el dolor de la pérdida sufrida.


Ella continuó animándole y acompañándole en el camino de la virtud hasta su muerte que se produjo en abril de 1826. A sus 9 años Nunzio quedó a merced de un tío materno, Domenico, herrero de profesión, que le abrió las puertas de la eternidad. Vetó por completo su educación, y le puso a trabajar a su servicio en condiciones infrahumanas. Sin apenas descanso, y en numerosas ocasiones sin alimento que llevarse a la boca, con escasas prendas de vestir portaba pesadas cargas en su menudo cuerpecito sorteando distancias, inclemencias meteorológicas, y riesgos diversos que podían salirse al paso. Al regresar le recibían los exabruptos. Obligado a golpear el yunque casi sin respiración ofrecía todo a Cristo. Quería obtener el paraíso con sus muchos sufrimientos. Tan solo los domingos tenía un pequeño momento de asueto que le permitía ir a misa.


Un invierno transitaba por las laderas de Rocca Tagliata con el insoportable fardo en medio de gélida temperatura. Comenzó a notar el pie con gran calentura que se extendió por la pierna como la pólvora. Se acostó sin decir nada. Al día siguiente no era capaz de sostenerse. Su tío no tuvo en cuenta ni inflamación, ni fiebre. Le obligó a trabajar, como siempre, bajo amenaza. Los vecinos se apiadaron alguna vez de él y le daban algo de comer. Nunzio no se quejaba ante ellos de la conducta de su familia. Antes bien, la disculpaba.


Cuando podía, acudía a misa y oraba ante el Santísimo. La lesión le corroía, y Domenico solo permitió que dejara el yunque y se ocupara del fuelle. Nuevo suplicio. Para tratar de calmar los atroces dolores y la supurante llaga acudía a una fuente pública, de la que fue arrojado para evitar el posible contagio. Así que halló otra corriente de agua en Riparossa donde solía rezar rosarios a la Virgen, a la que tenía gran devoción. En 1831 ingresó en el hospital de L’Aquila, pero le dieron el alta como enfermo incurable. Allí había vivido de la caridad consolado por la oración. Al volver a casa de su tío, éste no lo admitió. Y se dedicó a mendigar. Pensaba para sí: «Es muy poco lo que sufro, siempre que pueda salvar mi alma amando a Dios».


Un viajante que supo de él, informó a su tío paterno Francesco, militar en Nápoles, de la situación que atravesaba. Nunzio tenía 15 años. Su tío se lo llevó y le presentó al coronel Felice Wochinger, un hombre bueno que auxiliaba a los pobres, estableciéndose entre ambos una bellísima relación paterno filial. Felice se ocupó de que recibiera toda la asistencia posible en el hospital de Incurables con el mejor tratamiento. El personal del centro y los enfermos se percataron de la grandeza del muchacho. Allí hizo su primera comunión y confió a un sacerdote el sentimiento de que todo lo que le sucedía era providencia de Dios. Durante dos años hubo momentos de ligera mejoría, resultado de los excelentes cuidados recibidos en las termas de Ischia. Se sostenía con un palo, impartía catecismo y ayudaba a los que sufrían en su entorno. Dedicaba la mayor parte del tiempo a rezar al Santísimo y a la Virgen Dolorosa. En 1834 comunicó su deseo de consagrarse a Dios en el momento conveniente para él. Entretanto, viviría con el sentimiento de quien ya ha hecho de su entrega algo efectivo: oración, estudio, meditación…


El coronel le apoyó. Pero en marzo de 1836 empeoró. La pierna estaba afectada de gangrena. Gozoso, confiado, agradeciendo a Dios su dolor, lo ofreció por los pecadores con el mismo afán: si padecía, iría al paraíso. «Jesús sufrió mucho por mí. ¿Por qué no puedo sufrir por Él?». Estaba dispuesto a morir con tal de convertir a un solo pecador. El 5 de mayo rogó a Felice que viviese con alegría, asegurándole que nunca le faltaría su ayuda desde el cielo. Luego falleció. Gaetano Errico lo consideró un dilecto hijo, el primero que ingresaba en la vida eterna.


ALOCUCIÓN DE SU SANTIDAD PABLO VI CON MOTIVO DE LA BEATIFICACIÓN DE NUNZIO SULPRIZIO.


Domingo 1 de diciembre de 1963.

Hoy se concluye felizmente una causa de beatificación, que ha durado más de un siglo, pero que estaba resuelta ya positivamente por la fama de santidad con que el nuevo beato, Nunzio Sulprizio, durante su vida y después de la muerte, estuvo circundado.


Nunzio Sulprizio terminó santamente su vida temporal en Nápoles el 5 de mayo de 1836, cuando solamente contaba diecinueve años. En julio de 1859 pío IX lo declaró venerable, en virtud del decreto que introducía el proceso que ahora acaba de terminar, y León XIII, en 1891, declaró heroicas las virtudes del joven abruzo, comparando su figura a la de San Luis Gonzaga, con motivo del tercer centenario de la muerte de este santo, por la devoción que Nunzio Sulprizio le dispensó, y por la brevedad con que ambos cerraron el ciclo de su vida en la tierra, distintos en el aspecto histórico y social, los dos jóvenes proporcionan a la Iglesia el gozo y la gloria de una misma virtud: la santidad juvenil.


Se llena de gozo por esta proclamación la tierra natal del nuevo beato, Abruzzo, tierra fecunda en santos, ilustre y venerable por la piedad tradicional de su pueblo, dispuesto a manifestar con cánticos, ritos y festejos la emoción ardorosa y austera de su alma religiosa. Se goza en especial la diócesis de nacimiento de Nunzio, la de Penne-Pescara, a la que nos alegra verla aquí representada por su celoso pastor, acompañado por las autoridades, el clero y las asociaciones de esa diócesis y algunos millares de fieles, llegados de allá para aclamar con fervor y complacencia al nuevo hermano celestial. Se alegra igualmente Nápoles, donde el beato concluyó su breve peregrinación en la tierra, y donde la fiesta del beato Vicente Romano, al que hace poco hemos elevado al honor de los altares, se une a la de este nuevo “hijo de adopción”. Saludamos cordialmente a estos apreciados abruzos y napolitanos, y hacemos votos para que esta afortunada parentela natural, con tan dignos representantes de sus regiones, se traduzca en una parentela espiritual en la imitación de sus virtudes cristianas.


Nuestro augurio nos obliga a referirnos a los aspectos característicos de la vida, hoy consagrada con la beatificación, que ofrece al culto y a la imitación de la Iglesia. Y como ya sabéis, estos son dos principalmente: la corta duración de la vida del beato Nunzio Sulprizio y el hecho de haber sido obrero durante algunos años, duros y tristes, de su adolescencia, pobre y simple aprendiz en un pequeño taller de un herrero. Joven y obrero, ahí tenéis el binomio que creemos define al nuevo beato; un binomio de tal esplendor e importancia, que sobra para llenar de interés su breve y descolorida biografía.


No decimos nada de su biografía, pues por su brevedad y sencillez los que no la conozcan la podrán saber fácilmente. Nos preocupa, en cambio, en esta ojeada sintética y fugaz, afirmar que estas dos prerrogativas del nuevo beato —ser joven y obrero— son compatibles con la santidad. ¿Puede un joven ser santo? ¿Puede un obrero ser santo? Y más interesante será aún si conseguimos probar que este apreciado joven no sólo fue digno de la beatificación en cuanto joven y obrero, sino precisamente porque fue joven y obrero.


Es preciso aquí recordar una vez más cuáles son hoy nuestras condiciones de espíritu cuando presumimos ( ¡y Dios quiera que sea habitual en nosotros esta presunción nada reprobable!) conocer, calibrar, esos tipos humanos singulares, o mejor excepcionales, a quienes llamamos beatos o santos. Si nos fijamos con detenimiento, cuando estudiamos con el interés de la psicología moderna su vida, inconscientemente estudiamos la nuestra. Los beatos, los santos, los héroes, los hombres perfectos, nos sirven hoy de espejo para conocernos a nosotros mismos. Su culto nos lleva a estudiar al hombre, su historia, la conciencia humana de esa eficacia y penetración, que es suficiente de por sí para recomendarlo como sabio y providencial.


El estudio de la santidad vivida nos lleva al descubrimiento de las manifestaciones humanas más elevadas y características, y, por tanto, más dignas de atención y asimilación. Es un estudio maravilloso, porque descubre en los elegidos propuestos a nuestra veneración e imitación una identidad fundamental: la naturaleza humana. “¿Si éstos o éstas, por qué no yo?”, decimos con San Agustín. Este estudio también evidencia un único principio de perfección que puede ser asimismo común a todos, la gracia, que orienta nuestra vida hacia el único arquetipo, Cristo Jesús, como nos enseña San Pablo cuando dice que los santos, los llamados por Dios a la salvación, deben “estar conformados a la imagen de su Hijo” (Rm 8, 29).


Por otro lado, el estudio hagiográfico nos demuestra que todos los santos son diferentes entre sí. Cada uno es distinto, y todos tienen su inconfundible fisonomía; cada uno muestra su desarrollo propio, libre y original en cierto sentido de su propia personalidad; también San Pablo nos lo recuerda: “Una estrella difiere de otra por su esplendor” (1 Cor 15, 41).


Ved por qué hoy somos tan inclinados a dar a los elegidos un nombre que nos lo aproxime y lo diferencie de los demás santos; una nota que los haga entrar dentro de nuestras categorías sociales y psicológicas y, al mismo tiempo, lo distinga de las demás formas de vida humana. Queremos encontrar en los santos, compañeros, digámoslo así, calificados; la santidad genérica y abstracta hoy ya no atrae; querernos definirlos con términos concretos, nuestros, inconfundibles.


Por esto ha resultado fácil a los biógrafos de Nunzio Sulprizio llamarlo joven y obrero. Esta nomenclatura le asegura dos estrechos parentescos con la vida de nuestro tiempo, en la que los jóvenes y los trabajadores ocupan puestos representativos y activos de primera importancia.


El elogio del nuevo beato podría concluirse aquí, y tendría títulos indiscutibles y magníficos para ser escuchado por vosotros, jóvenes, por vosotros, obreros.


Nunzio Sulprizio os dirá a vosotros, jóvenes, cómo santificó e iluminó vuestros años; él es una gloria vuestra. El o dirá que la juventud no ha de considerarse como la edad del libertinaje, de las caídas inevitables, de crisis invencibles, de pesimismos desalentadores y de egoísmos exacerbados, y sobre todo os dirá que ser joven es una gracia una fortuna San Felipe repetía: Bienaventurados vosotros, los jóvenes, porque tenéis tiempo de hacer el bien. Es una gracia, una fortuna, ser inocentes, ser puros, alegres, fuertes, estar llenos de ardor y de vida, como lo son y deberían serlo hombres que han recibido una existencia nueva y fresca, regenerada y santificada por el bautismo; tienen un tesoro no para disiparlo locamente, sino para conocerlo, guardarlo, trabajarlo, desarrollarlo y dedicarlo a producir frutos vitales, beneficiosos para sí y para los demás.


Os dirá que ninguna edad como la vuestra, es buena para los grandes ideales, para generosos heroísmos, para las exigencias de pensamiento y acción. Os demostrará que vosotros, jóvenes, podéis regenerar en vosotros mismos el mundo donde habéis sido llamados a vivir por la Providencia, y que a vosotros os toca, en primer lugar, consagraros a la salvación de una sociedad que tiene precisamente necesidad de espíritus fuertes y decididos. Os indicará las supremas palabras de Cristo, la cruz, el sacrificio, son la salvación nuestra y la del mundo. Los jóvenes comprenden esta suprema vocación.


A vosotros, trabajadores, este pobre y sufrido colega vuestro os trae un mensaje con muchos temas. El mensaje del beato Nunzio Sulprizio es, ante todo, que la Iglesia piensa en vosotros, que confía en vosotros y os aprecia, que ve en vuestra condición la dignidad del hombre y del cristiano, que el peso mismo de vuestro trabajo es el título para vuestra promoción social y para vuestra grandeza moral. También dice su mensaje que el trabajo es sufrimiento y que también tiene necesidad de protección, de asistencia y ayuda para que sea libre y humano, y permita a la vida su legítima expansión.


También os dirá que el trabajo no puede separarse de su gran complemento, la religión; la religión da la luz, es decir, las razones supremas de la vida, y determina, por tanto, la escala de los verdaderos valores de la vida misma; la religión que da descanso, interioridad, nobleza, purificación y consuelo al trabajo físico y a la actividad profesional; la religión que humaniza la técnica, la economía, el orden social; la religión hace grandes, buenos, justos, libres y santos a los hombres laboriosos. Y, por tanto, Nunzio os dirá que es injusto privar la vida del trabajador de su alimento supremo y de su expresión espiritual, la oración; os dirá que no hay nada más nocivo a vuestro espíritu, a vuestra vida familiar y social, que ignorar a Cristo; que no hay nada más injusto, peligroso y fatal que declararse hostil o indiferente a El, el gran Amigo, y, finalmente, que nadie como un trabajador de corazón fuerte y honesto es llamado a estar cerca de El, a recibir su evangelio y a gozar de su salvación.


Podría, decíamos, detenerse nuestra alabanza al nuevo beato en esta doble faceta, que une a la santidad la juventud y el trabajo. En realidad, sus biógrafos se han contentado con esta magnífica apología.


Permítasenos notar, con aquellos que más han profundizado en la vida de este humilde siervo de Dios, que esta apología admite más profundidad, que nos podría hacer reconocer en Nunzio Sulprizio nuevas facetas, apenas advertidas en las narraciones ordinarias de su breve vida, quizá más hondas, más misteriosas, más reales, pues cualquiera podría observar que la nota de juventud es cualidad de Nunzio más por la breve duración de su vida que por su espíritu de joven, y la de obrero no presenta más que elementos parciales de la psicología y de la problemática de un trabajador actual.


No será difícil descubrir en el beato que hoy la Iglesia propone a nuestra consideración temas profundos y fecundos de estudio y simpatía. Su infancia, por ejemplo, huérfana y pobre, marcada por la tristeza, nos invita a una gran meditación, perturbadora para quien no es de la escuela de Cristo, sobre el misterio del dolor inocente. ¿Cómo de una infancia en que se acumuló el peso de la soledad, de la miseria, de la brutalidad, no brotó, como de ordinario acontece, una psicología enferma y rebelde, una adolescencia insolente y corrompida? ¿Cómo esta vida juvenil, llena del infelicidad e indigente, florece desde los primeros años con una inocente, paciente y sonriente bondad? Y también el problema de su religiosidad, ¿de dónde ha surgido una piedad tan viva, tan firme, tan perseverante, tan personal? ¿Es suficiente la poca educación religiosa que podía proporcionar en aquellos tiempos una parroquia abruza perdida en los montes?


¿O se trata de una religiosidad popular, natural e inconsciente, que en Nunzio se manifestó con ingenua plenitud? ¿O es que fue su gran maestra la humilde abuela, que cuidó durante algún tiempo al huérfano y acaso sin saberlo despertó en aquel alma llena de sufrimiento y sensibilidad las primeras frases del diálogo divino? Queda, pues, por estudiar la formación religiosa del joven iletrado, y puede suceder que el estudio nos lleve a reconocer la riqueza de la tradición religiosa local, que es la de la mayor parte del pueblo italiano, tradición muy digna de respeto, aunque manifestada entonces con formas, ahora discutibles, de culto popular.


Y puede también suceder, y será el mejor descubrimiento, que nos haga advertir la acción invisible del Maestro divino, que, como en otras muchas vidas de santos aparece, hace su alumna privilegiada al alma pura, iniciada por el dolor en el recogimiento, no adoctrinándola por medio de libros o maestros, sino con una ciencia que nace del interior, en las verdades de la fe y los misterios del reino de Dios. De esta forma quedará resuelto el problema de cómo este enfermo y desdichado comprendía, además de su dolor, el de los demás, sus necesidades y las de los otros.


La paciencia, la mansedumbre, la caridad solícita y servicial de este adolescente, enfermo incurable y lisiado, se pueden, sí, narrar y describir; la compañía de un coronel de corazón de oro es una figura destacada en su breve historia; pero humanamente hablando, esa bondad resulta inexplicable; nos advierte que estamos ante el mejor secreto de Nunzio, el que buscamos, el de su santidad.


Por tanto, si la glorificación de tan singulares virtudes hoy celebradas nos parece merecida, ejemplar y benéfica para nosotros mismos, estará bien granjearse la amistad de este apreciado beato, y pensar humildemente que hemos de buscar su celestial trato y seguir también nosotros su camino en la tierra.


Con estos votos, invocando la intercesión de Nunzio Sulprizio, y tributándole el homenaje de nuestra devoción, os bendecimos de corazón, venerables hermanos y queridos hijos, a todos.  


Sólo una vida de sufrimiento ha distinguido la bella, pura, simple alma de este joven obrero, revestida con paciencia y confianza en la voluntad de Dios. Nació en Pescosansonesco, en la provincia de Pescara, el 13 de abril de 1817, y enseguida el sufrimiento asomó en su frágil vida: sus padres murieron a poco tiempo uno del otro, dejándolo solo; la abuela materna Ana Rosaria lo llevó consigo.


Cuando tenía nueve años, también la abuela murió (es necesario recordar que la expectativa de vida en aquella época no era muy larga); lo llevó consigo como aprendiz de taller su tío Domingo, hermano de la madre. El taller de herrería representaba un trabajo excesivamente pesado para el frágil jovencito, y se le declaró una dolorosa enfermedad en la tibia de la pierna izquierda, que lo obligó en 1831 a permanecer tres meses en el hospital de San Salvador en L'Aquila. Vuelto al taller no del todo recuperado, no pudo continuar con el trabajo, por lo que otro tío, Francisco Sulprizio, en 1832, lo envió a Nápoles con ayuda del Coronel Félix Wochinger, que le tomó cariño como a un hijo, y por su mediación Nuncio pudo ser recibido en el hospital de Incurables.


En 1834 el coronel, para poder atenderlo mejor, lo llevó consigo al Maschio Angioino, en la actualidad el más bello castillo de Nápoles, que se usaba en aquel momento como cuartel. No le faltaron en el nuevo traslado sufrimientos siempre soportados con paciencia. Preciso en todo, escribió una Regla de vida que observó con fidelidad, buscando no caer ni en el más pequeño defecto, y aferrándose con amor a la Madre Celestial.


En el otoño de 1835 los médicos decidieron amputarle la pierna, pero debieron renunciar por el extremo avance en el que se encontraba la enfermedad, que le procuraba dolores terribles, hasta que el 5 de mayo de 1836 murió, con sólo 19 años. Fue sepultado en la iglesia de Santa María Abogada, pero su cuerpo permaneció expuesto por cinco días al homenaje de quienes sabían de su doloroso Vía Crucis, y de su increíble paciencia y ofrecimiento del dolor.


El desconocido joven, venido de los Montes Abruzzos, con la cualificación de obrero del hierro, reclamó con sus sufrimientos la atención de la Iglesia: Pío IX en 1859 lo declaró venerable, León XIII lo propuso como modelo a la juventud obrera, Juan XXIII aprobó el decreto de sus milagros, Pablo VI, el 1 de diciembre de 1963, lo declaró beato delante de todos los obispos participantes del Concilio Vaticano II, y Francisco lo canonizó el 14 de octubre de 2018, en la misma ceremonia en que canonizó a Pablo VI. Sus restos fueron trasladados a su pueblo natal, Pescosansonesco, donde ahora son venerados por el pueblo al que pertenecía.




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