San Anastasio (Magundat), Monje y Mártir
Enero 22
Martirologio Romano: En Sergiopolis, ciudad de Persia (hoy Irán),
pasión de san Anastasio, monje y mártir, que, después de muchos
tormentos que sufrió en la ciudad de Cesarea de Palestina, fue
estrangulado y degollado junto a un río por orden del rey de los persas,
Cosroes, después de haber presenciado la muerte de setenta compañeros
(628).
Etimología: Anastasio = Aquel que tiene fuerza para resucitar, es de origen griego.
La Cruz de Jesucristo, llevada a Persia por Cósraes, el año 614,
después del sitio y saqueo de Jerusalén, siguió obteniendo victorias. El
trofeo visible de una de ellas fue San Anastasio, un joven soldado del
ejército persa. Al saber que el rey había traído la Cruz desde
Jerusalén, Anastasio (que antes de ser bautizado se llamaba Magundat),
empezó a informarse sobre la religión cristiana. Las verdades de la fe
le impresionaron de tal modo que, al volver a Persia después de una
expedición, abandonó el ejército y se retiró a Hierápolis. Ahí se alojó
en casa de un herrero, cristiano persa muy devoto, con el que hacía
frecuentemente oración. Las imágenes sagradas que el herrero le
mostraba, le impresionaban profundamente, y le daban ocasión de
instruirse más y de admirar el valor de los mártires, cuyos sufrimientos
estaban representados en las iglesias. Anastasio pasó después a
Jerusalén, donde fue bautizado por el obispo Modesto. Ahí recibió en
realidad el nombre de Anastasio, para recordarle, según el significado
de la palabra griega, que había resucitado de entre los muertos a una
vida espiritual, pues su nombre persa era Magundat. Para cumplir
plenamente sus votos y obligaciones bautismales, Anastasio solicitó ser
recibido en un convento de Jerusalén. El abad le ordenó que estudiase el
griego y aprendiese de memoria el salterio; después, le cortó los
cabellos y le concedió el hábito monacal, en 621.
Los primeros
pasos del futuro mártir en la vida monástica, no fueron fáciles. El
demonio le asaltó con toda especie de tentaciones, recordándole las
prácticas supersticiosas que su padre le había enseñado. Anastasio se
defendió, manifestando a su confesor todas sus dificultades e
insistiendo en la oración y el cumplimiento de sus obligaciones. Movido
de un gran deseo de dar su vida por Cristo, Anastasio pasó a Cesarea,
que se hallaba entonces bajo el dominio persa. Habiendo atacado
audazmente los ritos y supersticiones de la religión de sus paisanos,
fue aprehendido y llevado ante el gobernador Marzabanes, a quien declaró
que era persa de nacimiento y que se había convertido al cristianismo.
Marzabanes le condenó a ser encadenado por el pie a otro criminal, a
llevar una cadena desde el cuello hasta el otro pie, y a transportar
piedras. Más tarde, el gobernador le mandó llamar nuevamente, pero no
pudo conseguir que Anastasio abjurase de la fe. El juez le amenazó con
escribir al rey si no cedía, a lo cual respondió el santo: "Escribe a
quien quieras; yo soy cristiano, y no me cansaré de repetirlo; soy
cristiano".
El juez le sentenció a ser apaleado. Los verdugos
se preparaban a atarle en el suelo, pero el santo declaró que se sentía
con valor suficiente para resistir el suplicio sin que le atasen.
Simplemente, pidió permiso de quitarse su hábito de monje, para que no
fuese tratado con el desprecio que sólo su cuerpo merecía. Quitándose,
pues, el hábito, se tendió en el suelo y permaneció inmóvil durante la
tortura. El gobernador le amenazó nuevamente con informar al rey sobre
su obstinación. Anastasio respondió: "¿A quién debo temer: a un hombre
mortal, o al Dios que hizo todas las cosas de la nada?" El juez le
repitió que sacrificase al fuego, al sol y a la luna. El santo replicó
que nunca reconocería como dioses a las criaturas que Dios había hecho
para el servicio del hombre. El gobernador le mandó nuevamente a la
prisión.
El abad de Anastasio, al recibir la noticia de su
martirio, le envió dos monjes y ordenó que se hicieran oraciones por él.
El santo, que pasaba el día acarreando piedras, tenía todavía fuerzas
para emplear gran parte de la noche en la oración. Uno de sus compañeros
le sorprendió orando y se maravilló al verle reluciente, como un
espíritu glorioso y rodeado de ángeles, y llamó a otros presos para
mostrárselo. Anastasio estaba encadenado a un malhechor condena do por
un crimen público. Para no molestarle, el santo oraba con la cabeza
inclinada y con el pie junto al de su compañero. Marzabanes hizo saber
al mártir que el rey estaba dispuesto a contentarse con una simple
abjuración oral, y que el santo quedaría después en libertad de elegir
entre la corte o el convento. El gobernador le hacía notar que podía
guardar en su corazón su fe en Jesucristo, ya que bastaba con que
renunciase a El de palabra en su presencia, en forma totalmente privada,
"de suerte que no sería una gran injuria a Jesucristo".
Anastasio contestó que jamás representaría la comedia de renegar de Dios
en apariencia. Entonces, el gobernador le dijo que tenía orden de
enviarle encade nado a Persia para comparecer ante el rey. "No es
necesario que me encadenes -replicó el santo-, que yo iré voluntaria y
gozosamente a sufrir por Cristo". El día señalado, el mártir partió de
Cesarea con otros dos prisioneros cristianos, seguido por uno de los
monjes que su abad había enviado. Dicho monje fue quien escribió más
tarde las actas de su martirio.
Una vez llegados a Betsaloe de
Asiria, cerca del Eufrates, donde se hallaba el rey, los prisioneros
fueron encerrados en un calabozo, mientras llegaba la orden de
comparecer ante el soberano. Un legado del rey fue a interrogar al
santo, quien respondió así a sus magníficas promesas: "Mi pobre hábito
religioso es una prueba de que desprecio de todo corazón las vanas
pompas del mundo. Los honores y riquezas que me ofrece un rey que morirá
pronto, no me tientan". Al día siguiente, retornó el legado e intentó
doblegar al santo con amenazas, pero éste le dijo tranquilamente:
"Señor, no gastéis inútilmente vuestro tiempo conmigo. Por la gracia de
Cristo espero permanecer inconmovible.
Haced, pues, vuestra
voluntad sin tardanza". El legado le sentenció a ser apaleado a la
manera persa. El castigo se repitió durante tres días; al tercer día el
juez ordenó que tendieran de espaldas al mártir y que descargaran sobre
él una pesada plancha sobre la que se hallaban dos soldados. El cuerpo
del mártir fue macerado hasta los huesos. El legado de Cósroes, admirado
ante la paciencia y tranquilidad del santo, fue a informar nuevamente
al soberano. Durante la ausencia del legado, el carcelero, que era
cristiano, pero carecía del valor suficiente para renunciar a su cargo,
dejó entrar a la prisión a cuantos lo deseaban. Los cristianos acudieron
al punto; todos querían besar los pies y las cadenas del mártir y
conservar como reliquias todos los objetos que habían tocado su cuerpo.
El santo, confuso e indignado, trató de impedir esto, pero no lo
consiguió. Después de infligirle nuevos suplicios, Cósroes ordenó
finalmente que Anastasio y todos los prisioneros cristianos fuesen
ejecutados. Los dos compañeros de Anastasio y otros sesenta y seis
cristianos fueron estrangulados en su presencia, uno tras otro.
Anastasio, con los ojos fijos en el cielo, dio gracias a Dios por la
muerte tan feliz que le esperaba, y declaró que hubiese deseado un
suplicio más largo; pero, viendo que Dios había reservado para él ese
ignominioso castigo de esclavos, lo aceptó gozosamente. Los verdugos le
estrangularon y después le decapitaron.
El martirio tuvo lugar
el 22 de enero del año 628. El cadáver de Anastasio y los de sus
compañeros fueron arrojados a los perros, pero éstos dejaron intacto el
cuerpo del mártir. Los cristianos lo recogieron más tarde y le dieron
sepultura en el monasterio de San Sergio, a un kilómetro y medio del
lugar de su martirio. El sitio se llamaba Sergiópolis (actualmente
Rasapha, en Irak). El monje que le había asistido durante su martirio se
llevó consigo el "colobium" del santo, es decir, su túnica de lino sin
mangas. Más tarde, las reliquias de San Anastasio fueron trasladadas a
Palestina, después a Constantinopla, y finalmente a Roma, donde quedaron
depositadas en la iglesia de San Vicente. Esta es la razón por la que
los dos mártires son celebrados en el mismo día.
El séptimo
Concilio Ecuménico, reunido contra los iconoclastas, aprobó el uso de
las imágenes de este mártir que se conservaban y veneraban en Roma junto
con su cabeza.
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