Beatos Juan de Cetina y Pedro de Dueñas, Mártires
Mayo 19
Martirologio Romano: En Granada en España, beatos mártires Juan de Cetina,
sacerdote, y Pedro de Dueñas, religioso, de la Orden de los Menores
Conventuales, ejecutados por la mano del rey de los moros por confesar la fe en
Cristo.
Juan de Cetina (1340-1397)
Nació fray Juan en la villa de Cetina, cerca de Calatayud, de la actual
provincia de Zaragoza, el año 1340. Su padre se llamaba Juan Lorenzo, nombres
que impuso al hijo. Se desconoce el nombre de la madre. Prendado el señor de
Cetina de las dotes naturales del niño, le ofreció los cuidados y la educación
de su palacio. La primera juventud de Juan de Cetina estuvo envuelta en las
vanidades mundanas del palacio de su señor, hasta que, desengañado, buscó la
vida de retiro y austeridad, que encontró en San Ginés, cerca de la ciudad de
Cartagena. Allí, en una pequeña ermita, llevó vida de anacoreta, dedicado a la
oración, al ayuno y a la penitencia.
Un buen día, de no sabemos qué año, Juan Lorenzo sintió deseos de
consagrarse a Dios en la vida de comunidad y obediencia religiosa. La
Providencia lo encaminó al convento de San Francisco de la villa de Monzón, que
era casa de noviciado de la Provincia franciscana de Aragón. Allí cambió su
hábito de ermitaño penitente por el de hermano franciscano, e hizo el noviciado.
Hecha la profesión, cursó en el mismo los estudios de las Sagradas Escrituras y
de los Santos Padres, hasta su ordenación sacerdotal. Conociendo los superiores
su aplicación y aprovechamiento en los estudios, lo mandaron a Barcelona para
que estudiara las Artes y la Sagrada Teología. Terminados los estudios con
notable aprovechamiento y conociendo el ambiente religioso de aquella Barcelona
donde convivían cristianos, judíos y musulmanes, se dedicó a las tareas
apostólicas del púlpito y consiguió conversiones admirables, que le hicieron
amado, venerado y temido, tanto de los fieles como de los infieles, quienes le
tomaron por enemigo y maquinaron su persecución.
De natural dado al retiro y a la soledad, fray Juan debió de sentirse
abrumado por las multitudes y por el ajetreo de la predicación, y también
cansado por la hostilidad y persecución de sus enemigos. Pensó entonces
sosegarse y prepararse mejor en una vida de oración y penitencia, y obtuvo el
permiso para retirarse a un convento solitario y penitente. El año 1388 se había
fundado en Chelva, del reino de Valencia, un convento de suma austeridad y gran
recogimiento, en un paraje solitario pero encantador, alejado de la población.
El convento pertenecía a la Provincia franciscana de Aragón. Cuando llegó fray
Juan al convento de Nuestra Señora de los Angeles de Chelva, como así se llamaba
entonces, quedó admirado de la soledad del paraje, de lo angosto de las celdas y
de la pobreza en que vivían sus moradores. Escogió para vivir una de las cuevas
que hay en lo más alto de la huerta, y allí se entregó a la penitencia y a la
contemplación, al estilo de lo que había vivido en San Ginés de Cartagena, pero
participando en los actos de la comunidad.
En noviembre de 1391 fueron martirizados en Jerusalén san Nicolás Tavelic y
tres compañeros suyos, cuya fiesta se celebra el 14 de noviembre. No tardó en
llegar la noticia de ese martirio a fray Juan, quien, movido por su deseo de dar
la vida por Cristo, viajó a Roma con el fin de pedir al papa Bonifacio IX
permiso para ir a Jerusalén a predicar el evangelio a los musulmanes. El
Pontífice le dio permiso escrito para predicar a los infieles de cualquier
lugar, menos a los de Jerusalén, por la situación crítica que se había creado
allí en 1391. Viendo fray Juan cerrado el camino de Tierra Santa, dirigió sus
pasos a Andalucía, en busca del ministro Provincial, para presentarle las letras
credenciales del Papa y obtener su autorización para ir a predicar a los
musulmanes de Granada. El Provincial le hizo reparar en las dificultades de la
empresa, y resolvió enviarlo al convento de San Francisco del Monte, cerca de
Córdoba, en lo más áspero de Sierra Morena, obediencia que Fray Juan aceptó
generosamente.
Este era un convento de gran soledad, pobreza y silencio, muy apto para la
oración y contemplación. Allí vivió fray Juan de modo semejante a como lo había
hecho antes en los retiros de San Ginés y de Chelva. Colaboró en las obras de
ampliación del convento y se cuentan de él varios hechos milagrosos que hicieron
correr su fama de santidad por toda España. A él, en cambio, no le preocupaba
sino el obtener autorización para ir a predicar a los musulmanes de Granada. A
tal fin escribió al Ministro de la Provincia de Castilla, a la que pertenecían
los conventos de la Custodia de Andalucía. En el Capítulo provincial celebrado
en Burgos el año 1396, el Custodio de Andalucía presentó un informe del convento
de San Francisco del Monte y de las virtudes, penitencias y altísima
contemplación de fray Juan de Cetina, así como de los hechos maravillosos
ocurridos por su mediación. El Capítulo resolvió que se le diese la licencia que
pedía, y así el Provincial se la remitió por escrito. Fray Juan recibió con
inmensa alegría esta noticia, tanto tiempo esperada. Tenía entonces 56 años de
edad. Para viajar a Granada fray Juan, según la costumbre de entonces, tenía que
escoger como compañero de viaje a un hermano, que tenía que ser aprobado por los
religiosos de la comunidad de San Francisco del Monte. Y ése fue fray Pedro de
Dueñas.
Según la opinión de E. Caro y del P. Darío Cabanelas, que nos parece la más
probable, fray Pedro era natural de Bujalance, provincia de Córdoba; sus padres
eran Alonso de Dueñas e Isabel Sebastián; el padre, a su vez, era natural de
Dueñas, en el obispado de Palencia, de donde tomó el apellido que luego pasó a
su hijo fray Pedro. Este se dedicaba a la labor del campo cuando sintió deseos
de entrar en la orden franciscana, y, con la aquiescencia de su padre, se
dirigió al convento de San Francisco del Monte.
Allí vistió el hábito franciscano, en el estado de hermano no clérigo, y se
distinguió por su humildad y sencillez; tendría unos dieciocho años. Cuando fray
Pedro terminó el noviciado e hizo la profesión, fray Juan le comunicó su deseo
de que le acompañara a predicar a los musulmanes de Granada. Aunque la comunidad
de San Francisco del Monte puso reparos a los deseos de fray Juan, por la
juventud de fray Pedro y su corta experiencia en la vida religiosa, acabó
otorgando su licencia, y, desde ese momento, las vidas y martirio de estos
varones de Dios discurrirán juntas.
Misión y martirio de nuestros beatos
El 28 de enero de 1397 llegaron los santos misioneros a la ciudad de
Granada. De inmediato hicieron público el motivo de su misión: anunciar a
Jesucristo, verdadero Dios y único Salvador. Llegó la noticia de su presencia y
predicación al Cadí, Justicia mayor de la ciudad, quien mandó prenderles y
traerlos a su presencia. Al preguntarles quiénes eran y a qué venían, fray Juan
expuso al Cadí el objeto de su viaje. Enfurecido el Cadí, los trató de atrevidos
y locos, y mandó que los llevasen a la posada de los Mercaderes catalanes, donde
había ya otros religiosos, quienes trataron de disuadirles de su empeño.
Los Siervos de Dios continuaron predicando, y entonces el Cadí ordenó que
los encerraran en el Corral de los Cautivos. Durante su cautiverio los Siervos
de Dios fueron obligados a trabajos forzosos en las viñas de un término llamado
Dixan y en la excavación de una gran cisterna cerca de la Alhambra. Fray Pedro,
no obstante su mocedad, cayó gravemente enfermo. Todavía convaleciente fray
Pedro, cayó igualmente enfermo fray Juan. Mientras que aquél tuvo en las noches
el alivio de fray Juan, éste ni tal favor pudo disfrutar porque, aún débil fray
Pedro por la enfermedad y obligado a trabajar durante el día, era tal la fatiga
en la noche, que se le hacía imposible la vigilia para cuidar a fray Juan. Tres
semanas duró la enfermedad de éste. El Señor escuchó su oración y lo llenó de
consuelo restituyéndole la salud.
El 17 de mayo de 1397 regresó a Granada el Sultán Mahomed Abenbalba. Los
cronistas resumen sus crueldades diciendo que era un rey malvado. Dos días
después mandó al Cadí traer a su presencia a los dos cautivos franciscanos. Ante
las puertas de Palacio le dijo fray Juan a fray Pedro, con admirable serenidad:
"Alégrate, hermano y compañero mío, que ya Nuestro Señor nos llama y promete dos
coronas por la confesión de la fe, si vencemos los tormentos que nos
esperan".
El diálogo que mantuvo fray Juan con el Sultán llenó a éste de indignación,
y desahogó su cólera azotando al fraile hasta no tener más fuerzas. Descarnado
su cuerpo hasta vérsele los huesos, fray Juan exclamó: "Sea mi Señor Jesucristo
bendito y alabado". Mientras tanto, fray Pedro, hincado de rodillas, rezaba y
daba gracias a Dios por la fortaleza que observaba en fray Juan. La cólera del
Sultán se vio atizada por las intrigas de sus vasallos, quienes le advirtieron
del riesgo que corría su fe mahometana si mantenía en vida a estos frailes, y le
persuadieron de que, quitándole la vida a Fr. Juan, quedaría solo su compañero
que, como mozo, sería más fácil de reducir a la Ley del Corán.
Finalmente, encendido en ira el Sultán, arrancó el alfanje que traía ceñido
y, entrando en la prisión donde estaba Fr. Juan, le cortó con sus propias manos
la cabeza. Apenas cometida esta sacrílega acción, el Sultán propuso a fray Pedro
la alternativa de vivir tranquilo en su corte si renunciaba a su fe y abrazaba
la ley de Mahoma, o morir despedazado como su compañero. El valeroso hermano
contestó al Sultán: “Admito por más conveniente a mi alma, padecer la muerte que
tú dices, que aceptar las ofertas que me ofreces”. Intentaron convencer a fray
Pedro para que reconsiderara la oferta del Sultán, sin que lo consiguieran, por
lo que el Sultán, sacando el alfanje, se fue para el Siervo de Dios, y de un
golpe le cortó la cabeza, como había hecho con su santo compañero.
Los restos mortales de los mártires fueron arrojados fuera de las murallas,
donde los recogieron los Mercaderes catalanes y los Cautivos cristianos, que
enviaron una parte de los mismos a Sevilla y Córdoba y otra parte mayor a Vich,
junto con un relato de los hechos que habían presenciado.
El glorioso martirio de estos dos seráficos confesores de la fe de
Jesucristo tuvo lugar el 19 de mayo del año 1397, sábado, en la ciudad de
Granada, en los patios de la Alhambra. Contaba entonces fray Juan de Cetina 57
años de edad; no sabemos cuántos de vida religiosa y de sacerdocio. Fray Pedro
de Dueñas tenía unos 20 años de edad y tan sólo uno de religioso. Su misión
apostólica fue muy corta, no llegó a cinco meses, pero intensa y gloriosa.
Clemente XII aprobó su culto el 29 de agosto de 1731.
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por Benjamín Agulló Pascual, o.f.m.
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por Benjamín Agulló Pascual, o.f.m.
Fuente: franciscanos.org
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