Traslación de santo Domingo, Confesor
Mayo 24
En Bolonia, la Traslación de santo Domingo, Confesor, en
tiempo del Papa Gregorio IX.
Doce años habían pasado desde la muerte de Santo Domingo.
Dios había manifestado la santidad de su Siervo por multitud de milagros obrados
en su sepulcro o debidos a la invocación de su nombre. Se veían sin cesar
enfermos, alrededor de la losa que cubría sus restos, pasar allí el día y la
noche, y volver glorificándolo por su curación. De las paredes próximas colgaban
exvotos en recuerdo de los beneficios que de él habían recibido, y no se
desmentían con el tiempo los signos de veneración popular. Con todo, una nube
cubría los ojos de los Hermanos, y mientras que el pueblo exaltaba a su
Fundador, ellos, sus hijos, en vez de preocuparse por su memoria, parecían
trabajar en oscurecer su brillo.
No sólo dejaban su sepultura sin adomo, sino que, por temor
a que se les acusara de buscar una ocasión de lucro en el culto que ya se le
daba, arrancaban de los muros los exvotos. Algunos deploraban esta conducta,
pero sin atreverse a contradecirla de plano. Se dio el caso de que, creciendo el
número de los Hermanos, se vieron obligados a demoler la vieja iglesia de San
Nicolás para edificar una nueva, y quedó el sepulcro del santo Patriarca al aire
libre, expuesto a la lluvia y a todas las intemperies.
Este espectáculo conmovió a algunos de ellos, que
deliberaban entre sí sobre la manera de trasladar aquellas preciosas reliquias a
un sepulcro más conveniente. Prepararon un nuevo sepulcro, más digno de su
Padre, y enviaron a varios de ellos a visitar al soberano Pontífice para
consultarle. Ocupaba el solio pontificio el anciano Hugolino Conti con el nombre
de Gregorio IX. Recibió muy duramente a los enviados, y les reprochó haber
descuidado por tanto tiempo el honor debido a su Patriarca. Les dijo: «Yo conocí
en él a un hombre seguidor de la norma de vida de los Apóstoles, y no hay duda
de que está asociado a la gloria que ellos tienen en el cielo» (1). Hasta quiso
asistir en persona al traslado; mas, impedido por los deberes de su cargo,
escribió al arzobispo de Rávena que fuese a Bolonia con sus sufragáneos para
asistir a la ceremonia.
Era Pentecostés de 1233. Se había reunido Capítulo General
de la Orden en Bolonia bajo la presidencia de Jordán de Sajonia, sucesor
inmediato de Santo Domingo en el generalato.
Estaban en la ciudad el arzobispo de Rávena, obedeciendo a
las órdenes del Papa, y los obispos de Bolonia, Brescia, Módena y Toumay. Habían
acudido más de trescientos religiosos de todos los países. Los hostales
rebosaban de señores y ciudadanos notables de las ciudades vecinas. Todo el
pueblo estaba en expectación. «No obstante —dice el Beato Jordán—, los Hermanos
estaban intranquilos: oran, palidecen, tiemblan, porque temen que el cuerpo de
Domingo, expuesto largo tiempo a la lluvia y al calor en una vil sepultura,
aparezca comido de gusanos, exhalando un olor que disminuyese la opinión de su
santidad» (2). Atormentados por este pensamiento, pensaron abrir secretamente la
tumba del Santo; pero Dios no permitió que así fuese.
O porque hubiese alguna sospecha, o para comprobar más la
autenticidad de las reliquias, el Podestá de Bolonia mandó que día y noche
guardaran el sepulcro caballeros armados. Sin embargo, a fin de tener más
libertad para el reconocimiento del cuerpo, y evitar en el primer momento la
con-fusión de la muchedumbre llegada en masa a Bolonia, se convino en abrir el
sepulcro de noche. El 24 de mayo, lunes de Pentecostés, antes de la aurora, el
arzobispo de Rávena y los demás obispos, el Maestro General con los definidores
del Capítulo, el Podestá de Bolonia, los principales señores y ciudadanos, tanto
de Bolonia como de las ciudades vecinas, se reunieron, a la luz de las
antorchas, en tomo de la humilde piedra que cubría hacía doce años los restos de
Santo Domingo. En presencia de todos, fray Esteban, provincial de Lombardía, y
fray Rodolfo, ayudados por otros varios hermanos, empezaron a quitar el cemento
que sujetaba la losa. Por su dureza, difícilmente cedió a los golpes del hierro.
Cuando le hubieron quitado, fray Rodolfo golpeó la mampostería con un martillo,
y con ayuda de picos levantaron penosamente la piedra que cubría la tumba.
Mientras la levantaban, un inefable perfume salió del sepulcro entreabierto: era
un aroma que nadie pudo comparar a cosa conocida, que excedía a toda
imaginación. El arzobispo, los obispos y cuantos estaban presentes, llenos de
estupor y alegría, cayeron de rodillas, llorando y alabando a Dios. Acabaron de
quitar la piedra, que dejó ver en el fondo el ataúd de madera que contenía las
reliquias.
En la tabla de encima había una pequeña abertura, por donde
salía en abundancia el aroma percibido por los asistentes, y que creció en
intensidad cuando el ataúd estuvo fuera. Todo el mundo se inclinó para venerar
aquella preciosa madera; raudales de llanto cayeron sobre él, acompañados de
besos. Por fin, le abrieron arrancando los clavos de la parte superior, y lo que
quedaba de Domingo apareció a sus hermanos y amigos. No era más que osamenta,
pero llena de gloria y de vida por el celestial perfume que exhalaba. Sólo Dios
conoce la alegría que inundó todos los corazones, y no hay pincel capaz de
representar aquella noche embalsamada, aquel silencio conmovedor, aquellos
obispos, caballeros, religiosos, todos aquellos rostros brillantes de lágrimas e
inclinados sobre un féretro, buscando a la luz de los cirios al grande y santo
hombre que los miraba desde el cielo, y respondía a su piedad con esos abrazos
invisibles que inundan el alma de intensa felicidad.
Los obispos no creyeron sus manos bastante filiales para
tocar los huesos del Santo; dejaron ese consuelo y honor a sus hijos. Jordán de
Sajonia se inclinó sobre aquellos sagrados restos con respetuosa devoción, y los
trasladó a un nuevo féretro hecho de madera de cedro. Dice Plinio que esta
madera resiste a la acción del tiempo. Se cerró el féretro con tres llaves,
entregándose una al Podestá de Bolonia, otra a Jordán de Sajonia, y la tercera
al Provincial de Lombardía. Luego lo llevaron a la capilla, donde estaba
preparado el monumento: éste de mármol, sin ningún adorno
escultórico.
Tumba de Santo DomingoCuando llegó el día, los obispos, el
clero, los hermanos, los magistrados, los señores, se dirigieron de nuevo a la
iglesia de San Nicolás, abarrotada ya de gente de todas las naciones. El
arzobispo de Rávena cantó la misa del día, martes de Pentecostés, y por tierna
coincidencia, las primeras palabras del coro fueron éstas: Accipite jucunditatem
gloriae vestrae. «Recibid el gozo de vuestra gloria». El féretro estaba abierto,
y difundía por la iglesia sublimes aromas no contrarrestados por el suave humo
del incienso; el sonido de las trompetas se mezclaba, a intervalos, con el canto
del clero y de los religiosos; infinita multitud de luces brillaba en manos del
pueblo; ningún corazón, por ingrato que fuese, era insensible a la casta
embriaguez de aquel triunfo de la santidad. Terminada la ceremonia, los obispos
depositaron bajo el mármol el féretro cerrado, para que allí esperase en paz y
gloria la señal de la resurrección. Pero ocho días después, a instancias de
muchas personas respetables que no habían podido asistir al traslado, se abrió
el monumento; Jordán tomó en sus manos la venerable cabeza del santo Patriarca,
y la presentó a más de trescientos hermanos, que tuvieron el consuelo de acercar
a ella sus labios, y conservaron por mucho tiempo el inefable perfume de aquel
beso; porque todo lo que había tocado los huesos del Santo quedaba impregnado de
la virtud que poseían.
Luego escribiría el beato Jordán: «También nosotros
experimentamos la mencionada fragancia, y testificamos cuanto hemos visto y
sentido. Aunque permanecimos de propósito por largo tiempo junto al cuerpo de
Domingo, no lográbamos saciamos de tanta dulzura. Aquella dulzura disipaba el
malestar, aumentaba la devoción, suscitaba los milagros. Si se tocaba el cuerpo
con la mano, la correa o con cualquier otra cosa, permanecía el olor por largo
tiempo adherido a ellos» (3).
Los notorios milagros que habían acompañado el traslado del
santo cuerpo de Domingo determinaron a Gregorio IX a no retrasar más el asunto
de su canonización. Por una carta de 11 de julio de 1233, comisionó para
proceder a la investigación de su vida a tres eclesiásticos eminentes: Tancredo,
arcediano de Bolonia; Tomás, prior de Santa María del Rin, y Palmeri, canónigo
de la Santísima Trinidad. La encuesta duró del 6 al 30 de agosto. Los comisarios
apostólicos oyeron, en este intervalo, y bajo la fe del juramento, la
declaración de nueve religiosos de nuestra Orden, elegidos entre los que habían
tenido más inti¬midad con Domingo.
Eran ellos Ventura de Verona, Guiller¬mo de Monferrato,
Amizo de Milán, Bonviso de Piacenza, Juan de Navarra, Rodolfo de Faenza, Esteban
de España, Pa¬blo de Venecia y Frugerio de Penna. Como todos estos testigos,
salvo Juan de Navarra, no conocieran al Santo durante los primeros años de su
apostolado, los comisarios de la Santa Sede creyeron necesario establecer en el
Languedoc un segundo centro de información, y delegaron para ello al abad de San
Saturnino de Toulouse, al arcediano de la misma iglesia y al de San Esteban. Se
oyeron veintiséis testigos, y más de trescientas personas respetables
confirmaron con juramento y firma todo cuanto aquellos testigos habían dicho
sobre las virtudes de Domingo y los milagros obtenidos por su
intercesión.
Enviadas a Roma las declaraciones de Bolonia y Toulouse,
Gregorio IX deliberó con el Santo Colegio. Un autor contemporáneo refiere que
dijo en esta ocasión hablando de Santo Domingo: «No dudo más de su santidad que
de la de los apóstoles Pedro y Pablo» (4).
Consecuencia de todos estos procesos fue la bula de
canonización, expedida en Rieti, el 3 de julio de 1234 (5).
(54) El culto de Santo Domingo no tardó en extenderse por
Europa con la bula que lo canonizaba. Se le dedicaron muchos altares, pero
Bolonia se distinguió siempre en su celo por el gran conciudadano que la muerte
le había deparado. En 1267, trasladó su cuerpo del sepulcro sencillo en que
descansaba a un sepulcro más rico y adornado. Esta segunda traslación se
verificó por manos del arzobispo de Rávena, en presencia de otros varios
obispos, del Capítulo General de la Orden, del Podestá y de los nobles de
Bolonia.
Abrieron el féretro, y la cabeza del Santo, después de
recibir sendos ósculos de los obispos y religiosos, fue presentada a todo el
pueblo desde lo alto de un púlpito levantado fuera de la iglesia de San Nicolás.
En 1383, se abrió por tercera vez el féretro, y la cabeza se colocó en una urna
de plata para facilitar a los fieles-la dicha de venerar aquel precioso
depósito. Por fin, el 16 de julio de 1473, se levantaron de nuevo los mármoles
del monumento, y fueron sustituidos por esculturas más acabadas, del gusto del
siglo XV. Eran obra de Nicolás de Bari, y representan diversos pasajes de la
vida del Santo. No las describiré. Las vi dos veces. Y dos veces, mirándolas de
rodillas, sentí, por la dulzura de aquel sepulcro, que una mano divina había
guiado la del artista, y obligado a la piedra a expresar sensiblemente la
incomparable bondad del corazón cuyo polvo cubre.
==
Bibliografía: LACORDAIRE, Enrique; Santo Domingo y su Orden,
Salamanca-Madrid, 1989, 191-197.
(1) JORDÁN DE SAJONIA, Ongenes de la Orden de Predicadores,
125. (BAC, p. 125).
(2) (bid.
(3) JORDÁN DE SAJONIA, O.C., R. 128. (BAC, p. 127).
(4) ESTEBAN DE SALAGNAC, De las cuatro peculiaridades con que Dios distinguió a la Orden de Predicadores. (BAC, p. 699).
(5) El texto puede leerse en BAC, pp. 190-193.
(4) ESTEBAN DE SALAGNAC, De las cuatro peculiaridades con que Dios distinguió a la Orden de Predicadores. (BAC, p. 699).
(5) El texto puede leerse en BAC, pp. 190-193.
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Fuente: dominicos.org
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