Beato Santiago Felipe
Bertoni, Presbítero Servita
Mayo 25
Martirologio Romano: En Faenza, en Flaminia, beato Santiago Felipe (Andrés) Bertoni, presbítero de la Orden de los Siervos de María, insigne por el don de las lágrimas y su extraordinaria humildad. († 1483)
Martirologio Romano: En Faenza, en Flaminia, beato Santiago Felipe (Andrés) Bertoni, presbítero de la Orden de los Siervos de María, insigne por el don de las lágrimas y su extraordinaria humildad. († 1483)
Fecha de beatificación: Culto Confirmado el 22 de julio de 1761 por el Papa
Clemente XIII
Se aplicaba con sumo interés al estudio de las enseñanzas evangélicas y de la sagrada Escritura
Se aplicaba con sumo interés al estudio de las enseñanzas evangélicas y de la sagrada Escritura
Santiago Felipe nació en Faenza de padres virtuosos y de modesta condición,
llamados Miserino de la Cella y Dominga. Él antes de abrazar la vida religiosa,
se llamaba Andrés.
Acometido de ataques epilépticos a la edad de dos años, el padre hizo voto,
si el hijo sanaba, de consagrarlo al Señor como fraile. Andrés desde tierna edad
acudía con frecuencia a la iglesia. No se entregaba a los juegos y diversiones
propios de su edad. Por temperamento fue más bien tímido y retraído y aficionado
a la soledad.
En torno a los nueve años, el padre, en cumplimiento de su voto, lo agregó
a la Orden de los Siervos de la Bienaventurada Virgen María. En esta nueva vida
recibió el nombre de fray Santiago Felipe. Una vez iniciado en la vida
religiosa, siendo aún niño, empezó a sobresalir por la obediencia y exacta
observancia de la Regla; llegado a la edad adulta practicaba a menudo ayunos y
vigilias. Se aplicaba con sumo interés al estudio de las enseñanzas evangélicas
y de la sagrada Escritura. Parece que su alimento era la lectura asidua de la
vida de los santos Padres y de los ejemplos de castidad, de obediencia, de
humildad, de los santos. Desde muy joven se dedicó con tanto esmero a los
estudios literarios, que logró comprender con facilidad y exactitud las obras de
autores cristianos y latinos de más fama. Conocía a la perfección las ceremonias
rituales de la Iglesia y de la Orden y las rúbricas del breviario, y las
observaba cuidadosamente.
Cubrió algunos cargos conventuales con plena satisfacción de los frailes.
Era, en efecto, de temperamento afable, manso y servicial. Nunca se le vio
alterado o airado. Cuando alguien lo ofendía, soportaba con ánimo sereno las
injurias; él, por su parte, nunca ofendía a nadie. Fue siempre parco en el
hablar: no sólo evitaba las palabras inconvenientes, sino también las inútiles;
si alguna vez conversando, escuchaba expresiones obscenas, se le ensombrecía el
rostro, corregía al importuno con breve admonición , y se alejaba.
Ordenado sacerdote, celebraba los divinos misterios con devoción y
veneración incomparables, hasta llegar a derramar lágrimas; ninguno como él
contemplaba tan profundamente el misterio de la cruz cuando tenía entre las
manos el Cuerpo de Cristo. Fue enemigo declarado del ocio, al que llamaba
receptáculo de todos los vicios. Se reunía con los demás frailes para la
celebración y el canto de la oración coral; el tiempo que le quedaba lo pasaba
en la celda ocupado en la oración o en la lectura; a veces recreaba su mente con
trabajos manuales de bordado o taraceado: siempre estaba ocupado en algo.
Paseaba por los corredores casi siempre solo, meditabundo y cabizbajo.
Leía con
avidez los libros sagrados y las obras de san Jerónimo, en especial se
enfrascaba con la lectura del opúsculo [del Pseudo Eusebio] sobre la muerte de
este santo. Llegó un momento en que ya sólo pensaba en las realidades eternas y
se alimentaba más de las cosas celestiales que de los manjares corporales,
puesto que comía una sola vez al día y se contentaba con un alimento parco y
frugal; pero cuando lo llamaba el superior comía lo que estaba preparado para
toda la comunidad. Los viernes, en memoria de la pasión del Señor, llevaba un
cilicio y comía solo verduras.
Nada rehuía tanto como las alabanzas: aunque todos lo tenían en gran
aprecio, fue más estimado de Dios que de los hombres. A ejemplo del Salvador,
quiso ser tenido en nada y despreciado: lo que más deseaba en su interior era
agradar a Dios, su Padre y creador, y seguir las huellas de nuestro
Redentor.
Pasó los últimos días de su vida enfermo; ´le no lo decía, pero en su
semblante se manifestaba su precario estado; en efecto, cuando le preguntaban
cómo se encontraba, siempre respondía: “Bien, porque así lo quiere el Señor”.
Nunca se impacientó ni se quejó, ni siquiera al afrontar la muerte, y esa
conducta observó toda su vida. Aunque estaba enfermo, no guardaba cama, sino que
iba de un lado para otro. La vigilia de su muerte asistió al coro con los demás
frailes para el canto de maitines; el día anterior por la mañana había celebrado
la misa.
La tarde anterior al día de su muerte visitó a cada uno de los frailes para
pedirles humildemente perdón y para que lo recordaran en sus oraciones del días
siguiente. Porque estaba convencido que se acercaba su fin.
A la edad de veinticinco años tornó victorioso a la patria celestial, el
veinticinco de mayo hacía las tres de la tarde: era el domingo de la santísima
Trinidad. Su estatura era algo más que mediana; era tan macilento que su piel
estaba adherida a los huesos; tenía el rostro afilado, la nariz algo larga, los
ojos hundidos, el cuello erguido, los dedos alargados; su tez era notablemente
pálida.
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Autor: Nicolás Borghese | Fuente: servidimaria.org
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