Beato Enrique Rebuschini, Sacerdote Camilo
Mayo 10
Mayo 10
(Siervos de los Enfermos de San Camilo)
Enrique había nacido el 28 de abril de 1860 en el norte de Italia, en Gravedona, en la orilla noroeste del lago Como. Su padre, Domingo, empleado de intendencia antes de llegar a ser inspector jefe de impuestos de la provincia de Como, no es partidario de la religión, y cuando acompaña a su mujer a la iglesia, se queda fuera. Su madre, Sofía, cristiana ejemplar, es oriunda de Liorna, en Toscana. De ese matrimonio habían nacido cinco hijos, siendo Enrique el segundo. Al final de sus estudios secundarios, al no poder seguir su inclinación por la vida religiosa a causa de la oposición de su padre, Enrique se matricula en la Facultad de Matemáticas de la Universidad de Pavía. De carácter tranquilo y bien educado, solamente permanece un año en la Facultad, cuyo anticlericalismo le produce amargura y desazón.
Así pues, regresa a Como y cumple su servicio militar como voluntario
durante un año. En sus ratos libres, se aísla voluntariamente con la oración y
las buenas lecturas. Tras su formación en la Escuela Militar de Milán, obtiene
el diploma de subteniente de reserva, estimado por sus superiores, quienes le
animan a hacer carrera en el ejército. Pero, al regresar con su familia,
prefiere seguir estudios de contabilidad, que culminan en 1882 con un diploma y
con notas sobresalientes.
Un camino que no le conviene
El marido de su hermana Dorina, que dirige una sedería a 45 km al norte de
Como, lo acoge en su casa y le ofrece un empleo como administrativo. Las
relaciones entre Enrique y la familia de su hermana son muy cordiales. Sin
embargo, al cabo de tres años, algunos indicios dejan entrever que el joven
tiene problemas. Hay tristeza en su mirada. A su padre le confiesa que ese
trabajo en la industria y en el comercio no le convienen, y a sus 24 años
escribe a su cuñado lo que sigue: «Cuando pienso que voy a ser un lastre en
lugar de servir de ayuda..., el hecho de saber también que mis padres nunca
estarán tranquilos mientras permanezca en un camino que no conviene a mi
naturaleza (y que me have desgraciado), todo ello me ha persuadido de que debía
renunciar a él, por el bien de papá y de mamá, por tu bien y por el mío. Y te
digo esto con el corazón compungido» (9 de agosto de 1884).
Los problemas de Enrique no proceden de la elección de una profesión
adecuada a sus aptitudes y a sus inclinaciones, sino de su tenaz atracción por
la vida religiosa, atracción entorpecida a causa de una fuerte oposición por
parte de su padre. A pesar de todos los esfuerzos por aceptar su suerte, cae muy
pronto en un estado de abatimiento moral, y adelgaza tanto que parece estar
convaleciente de una enfermedad. Finalmente, durante el verano de 1884, el padre
termina «rindiéndose», después de largas discusiones con su hijo y tras la
intervención del beato Guanella (sacerdote promotor de obras sociales,
beatificado en 1964), que había encomendado a todos los monasterios de Como que
se rezara por esa vocación.
Tres meses después de dejar su empleo, Enrique se matricula en la
Universidad Gregoriana de Roma, con objeto de seguir, con éxito, estudios
eclesiásticos. Allí consigue la estima de los profesores, recibiendo las órdenes
menores con la siguiente mención: «Conducta edificante y muy buen espíritu de
Iglesia». Hacia finales del año 1885, sus padres y su tía Magdalena se desplazan
a Roma, alegrándose de encontrarlo satisfecho y sereno. Magdalena anota en su
diario: «Enrique está contento y alegre. Entiendo por qué se siente de ese modo.
Está seguro de encontrarse en el camino que Dios le ha preparado».
Oprimido
Un obstáculo imprevisto surge de repente: entre marzo de 1886 y mayo de
1887, Enrique es atacado por una grave depresión nerviosa. Su generosa alma y su
sentido del deber, que no admite medias tintas, le mueven a realizar penitencias
excesivas, sin tener demasiado en cuenta su fragilidad. En realidad necesitaría
alimentarse mucho más, pero se esfuerza en imitar, incluso en sobrepasar, los
ejemplos de austeridad que observa a su alrededor, por lo que desemboca en un
estado de agotamiento nervioso y mental que suele ser causa de depresión. Ya en
su época, cuando santa Teresa de Jesús llegaba a un convento carmelita y
encontraba tensiones y combates espirituales, exigía a las monjas que durmieran
una hora más al día. Efectivamente, porque el cansancio disminuye nuestra
capacidad de resistencia, nos vuelve frágiles y aumenta nuestra vulnerabilidad.
Una de las armas que utiliza el diablo en el combate espiritual es precisamente
sobrecargarnos, con la apariencia de que ello es bueno.
Enrique regresa con su familia, permaneciendo también un tiempo en una
clínica. En el diario de Magdalena podemos constatar las siguientes anotaciones:
son «momentos en los que la mano de Dios se ha mostrado pesada sobre nosotros y
nos ha sumergido en el dolor... ¡Cuántos meses de silencio y de sufrimiento!
Ojalá Dios ponga término a esto y nos devuelva nuestro tesoro». Ocho años más
tarde, al evocar aquella etapa, Enrique escribirá: «Me mandaron a una clínica de
reposo; en ese lugar Dios restableció mi salud dándome una total confianza en su
infinita bondad y misericordia».
Una gran capacidad espiritual
Antes de ver cumplida su vocación de religioso hospitalario, Enrique prueba
la amargura del sufrimiento. Al igual que en nuestros días el Papa Juan Pablo
II, habría podido decir: «También yo conozco, por haberlo probado personalmente,
el sufrimiento causado por la incapacidad física, la debilidad propia de la
enfermedad, la falta de energía para el trabajo y el hecho de no sentirse en
forma para llevar una vida normal. Pero también sé, y quisiera que se
entendiera, que ese sufrimiento tiene igualmente otro aspecto sublime, y es que
otorga una gran capacidad espiritual; porque el sufrimiento supone una
purificación para sí mismo y para los demás, y si se vive en su dimensión
cristiana, puede transformarse en un don que se ofrece para completar en la
propia carne lo que faltara a las tribulaciones de Cristo, en favor de su
Cuerpo, que es la Iglesia (cf. Col 1, 24). A vosotros, queridos enfermos de
todos los rincones del mundo, deseo anunciaros la presencia viva y consoladora
del Señor. Vuestros sufrimientos, recibidos y aceptados con fe inconmovible,
unidos a Cristo, adquieren extraordinario valor para la vida de la Iglesia y el
bien de la humanidad» (Mensaje con motivo de la Ia Jornada Mundial del Enfermo,
11 de febrero de 1992).
En mayo de 1887, la crisis se resuelve y Enrique recobra por completo la
salud. Tendrá algunas recaídas, pero menos prolongadas y menos graves. Debe
tenerse en cuenta que en aquella época no había remedios específicos contra ese
tipo de enfermedades, por lo que aquella tribulación fue superada gracias a un
conocimiento progresivo cada vez más exacto de Dios, cuya consecuencia fue una
relación filial basada en la confianza. El mejor rasgo de la espiritualidad de
nuestro beato será en adelante considerar el océano infinito de la misericordia
del Corazón de Jesús y de la ternura maternal de nuestra Madre, la Santísima
Virgen María, a quien la Iglesia invoca con el nombre consolador de «salud de
los enfermos».
Durante el verano de 1887, Enrique trabaja como empleado en el hospital de
Como. Pero, poco tiempo después, se deshacen amablemente de él, porque, en lugar
de trabajar en lo que le corresponde, pasa el tiempo en las salas del hospital,
a la cabecera de los enfermos más pobres, más necesitados y aislados, para
quienes sacrifica hasta el último céntimo del que puede disponer, e incluso su
ropa personal; también multiplica sus visitas a domicilio a los pobres y a los
enfermos. Su vocación de religioso hospitalario nace precisamente del contacto
con esos sufrimientos.
Abandonado a María
Enrique suele anotar en un diario su programa espiritual, inspirado en las
vías de perfección propuestas por san Ignacio de Loyola. También escribe estas
frases: «La Santísima Virgen, a quien me encomendé para que me encontrara un
trabajo que se adaptara a mi debilidad, me consiguió un empleo en los servicios
administrativos del Hospital Civil, donde trabajaba algunas horas cada día; el
resto del tiempo lo pasaba solo, en ejercicios de piedad...; al ver que no podía
continuar de ese modo y sentirme llamado a abrazar la vida religiosa, mi padre
espiritual (a pesar de haberle manifestado mi inclinación por la familia
religiosa de san Francisco) me propuso la de san Camilo, que le parecía más
adaptada a mi circunstancia y también porque temía por mi estado de salud. Así
lo hice sin discusión, e inmediatamente la abracé». La lectura de la vida de san
Camilo conforta a Enrique en su elección.
Camilo de Lelis, nacido en 1550 en el reino de Nápoles y dotado de un
vitalidad fuera de lo común, abrazó primero el oficio de las armas; pero poco
después cayó en el desenfreno, siendo hospitalizado en el hospital San Jacobo de
Roma. Afectado profundamente por la miseria en que estaban sumidos los enfermos,
trabajó como enfermero voluntario, consiguiendo agrupar más tarde a algunos
compañeros para constituir «la Compañía de los Servidores de los Enfermos» o
camilos. Aquejado él mismo de dolores de estómago y de cabeza, de cálculos, de
úlceras y de forúnculos casi permanentes, Camilo pasaba por aquellas salas, como
enfermo entre los enfermos, atento ante las necesidades de todos. Murió en Roma
el 14 de julio de 1614, y la Iglesia lo proclamó patrono de los hospitales, de
los enfermos y de las hermanas hospitalarias.
El 27 de septiembre de 1887, Enrique Rebuschini, de 27 años de edad,
ingresa en los camilos de Verona. La primera actitud que se propone alcanzar es
la amabilidad; esa virtud, aunque muy necesaria, no le resulta fácil. Él tiene
ya cierta experiencia de trabajo profesional, mientras que sus compañeros de
noviciado todavía son adolescentes y aman la libertad, el esparcimiento y el
ruido, y tienen gran facilidad en transformar los pensamientos serios en
divertidos juegos de palabras. Así pues, se apresta a adoptar una opinión
positiva acerca de los demás, a pesar de sus defectos o de sus irritantes
actitudes. Es un ideal que a veces le resulta difícil de alcanzar, como él mismo
escribe: «Me dejo llevar por arrebatos de antipatía, sobre todo con uno de mis
compañeros. En ocasiones, cuando me pregunta por los estudios, en lugar de
contestarle con dulzura y de pensar solamente en dar satisfacción a su pregunta
con amabilidad, le respondo con irritación: «Me gustaría que no me preguntaras
nada»; y ello no es más que el fruto del orgullo, unido a la falta de unión con
los míos en el amor. Me gustaría no pensar en otra cosa sino en hacer en todo
momento el mayor bien posible». Pero en la realidad de la vida cotidiana, su
resolución de amabilidad es vencida con frecuencia por tentaciones de juicios
temerarios, por sentimientos de antipatía, etc. Pero él no se deja vencer por
esas luchas, sino que renueva su intención de ver en los demás el templo de
Dios, mira el crucifijo y recobra valientemente la lenta labor de dulcificación
del corazón.
Recaídas
Su bondadoso temperamento le have merecedor de la estima de sus superiores,
quienes, considerando los estudios que ya había cursado en Roma, le ordenan
sacerdote durante su noviciado, el 14 de abril de 1889. El obispo de Mantua que
le confiere el sacramento de la orden es monseñor Sarto, el futuro Papa Pío X,
amigo de los camilos. El acto de profesión perpetua de Enrique tiene lugar el 8
de diciembre de 1891. Sin embargo, el Padre Rebuschini vuelve a recaer en la
depresión nerviosa. Esas recaídas son consecuencia de su principal defecto: un
carácter perfeccionista que le mueve a un compromiso espiritual que no considera
suficientemente su fragilidad nerviosa. Padece una nueva depresión durante los
años 1890 y 1891, sufriendo mucho a causa de una tribulación espiritual,
provocada por una excesiva concentración en el concepto de la eternidad, siendo
tentado con fuerza por la idea de verse reprobado. Gracias a su nombramiento
como capellán de hospital consigue recobrar el equilibro y la serenidad, lo que
le ayuda a olvidarse de sí mismo y a dedicarse a las miserias del prójimo. Pero
una nueva crisis se manifiesta en 1895. A pesar de haber sido nombrado
vicemaestro de los novicios y professor de teología, se considera incapaz, por
desconfianza hacia sí mismo, de asumir sus responsabilidades, de lo cual se
deriva un estado de continua tensión. Sus superiores se ven obligados a librarlo
de esas cargas y, gracias a Dios, recobra rápidamente su equilibrio. Finalmente,
en 1922, un largo período de responsabilidades difíciles y de sobrecarga de
trabajo será la causa de una última depresión, que verá superada en pocos
meses.
Ante esas manifestaciones depresivas cabría la tentación de pensar que el
Padre Enrique tenía un temperamento melancólico y vacilante, pero hay que
considerar que entre las crisis de 1895 y de 1922 transcurren más de veinte años
de actividad normal, en el transcurso de los cuales asume de manera admirable y
con gran generosidad pesadas responsabilidades. Después, de 1922 hasta su muerte
en 1938, durante dieciséis años, da más que nunca la impresión de sólido
equilibrio y de plena serenidad. El Padre José Moar, compañero suyo durante los
últimos siete años de su vida, afirmó en el proceso de beatificación que tuvo
conocimiento de las depresiones que había sufrido el Padre Rebuschini por las
biografías. «Cuando lo conocí era una persona equilibrada y nada contradictoria.
Nunca se me habría ocurrido pensar que hubiera podido tener depresiones».
A través de sus sufrimientos, el Padre Enrique tuvo ocasión de poner en
práctica los principios de sabiduría cristiana que el Santo Padre Juan Pablo II
da a los enfermos: «Queridos enfermos, me gustaría depositar en vuestras
memorias y en vuestros corazones tres pequeñas aclaraciones que considero
valiosas. En primer lugar, cualquiera que sea vuestro sufrimiento, físico o
moral, personal o familiar, apostólico o incluso eclesial, interesa que toméis
lúcida conciencia de él, sin minimizarlo ni agrandarlo, y con todas las
conmociones que engendra en vuestra sensibilidad humana: fracaso, inutilidad de
vuestra vida, etc. A continuación, es fundamental avanzar por el camino de la
aceptación. Sí, aceptar que así sea, pero no por resignación más o menos ciega,
sino porque la fe nos garantiza que el Señor puede y quiere obtener el bien a
partir del mal. Por último, queda por hacer el mejor de los gestos: el de la
oblación. Esa ofrenda, realizada por amor a Dios y a nuestros hermanos, permite
alcanzar un grado (muy elevado en ocasiones) de caridad teologal, es decir que
permite perderse en el amor de Cristo y de la Santísima Trinidad por la
humanidad. Esas tres etapas que viven los sufrientes, cada uno según su ritmo y
su gracia, les aportan una sorprendente liberación interior. Acaso no es ésa la
enseñanza paradójica referida en los Evangelios según la cual Quien pierde su
vida por mí la encontrará?» (Mensaje a los enfermos: Lourdes, 15 de agosto de
1983).
No había manera de resistirse
En 1890, el Padre Enrique es nombrado capellán de los hospitales militar y
civil de Verona. Tanto los clérigos como las religiosas, así como los soldados,
lo consideran un santo. Pero su santidad es, en sí misma, la más silenciosa de
las que puedan imaginarse para un capellán, ya que no está basada en actos
notorios, sino —en primer lugar— en la ejemplaridad de su vida en el servicio
que aporta a los enfermos. En su apostolado, el Padre Enrique posee el don de
conmover los corazones más endurecidos, de lo que da testimonio el párroco de
Vescovato: «En más de una ocasión coincidí junto al Padre Enrique en la cabecera
de algún enfermo. Resultaba que mis feligreces a quienes no había podido dar los
sacramentos en sus casas (en aquel tiempo la parroquia de Vescovato tenía fama
de ser «difícil»), se confesaban y comulgaban con serenidad y gozo cuando
estaban en la clínica, y cuando les preguntaba cómo se habían decidido a
hacerlo, me contestaban que con un sacerdote como el Padre Enrique no había
manera de resistirse, porque poseía las palabras y las actitudes para
convencerlos».
El éxito del Padre Rebuschini con las almas se explica por su unión a Dios,
en especial por la celebración piadosa de la Santa Misa, el rezo fervoroso del
breviario, la adoración del Santísimo Sacramento y un destacado amor hacia la
Santísima Virgen. Cuando se arrodilla lo have con gran respeto, y cuando en la
Misa llega el momento de elevar al Santísimo, se detiene un momento en
adoración. El Padrenuestro, que nos have rezar con las mismas palabras que
empleó Jesús, es para él el momento más emocionante del Santo Sacrificio.
A principios de mayo de 1899, el Padre Enrique es destinado al convento de
Cremona, donde se le confía el cargo de capellán de las hermanas camilas. El año
siguiente, su superior le nombra –además– ecónomo de su convento. El Padre
Enrique es ante todo un hombre de vida interior y de oración, pero desempeña ese
cargo –que no es de su agrado– por cumplir la voluntad de Dios. No tiene a su
disposición ni despacho ni secretarios, pero puede apoyarse en la colaboración
de algunos hermanos activos e inteligentes. De ordinario se encarga de comprar
diversos productos, de arreglar las averías de fontanería y de electricidad, de
garantizar el funcionamiento del bloque operatorio de la clínica, de
rentabilizar el huerto y el gallinero, de vigilar la evolución del vino en las
bodegas y de preparar los sobres de los salarios. Pero, con el correr de los
años, no faltan los trabajos extraordinarios, como son renovar la cocina,
conectarse a la red eléctrica de la ciudad, reparar las cubiertas o instalar la
calefacción central, sin contar con las dificultades sobrevenidas a causa de la
quiebra del banco donde se hallan depositados los modestos ahorros de la
comunidad...
Optimista, por norma
La administración del Padre Enrique se basa en algunos principios referidos
por su sucesor en el cargo de ecónomo: «Me enseñó unos criterios de prudencia
para gestionar la economía de la casa; quería, por ejemplo, que se comprara
siempre buena mercancía, con objeto de servir adecuadamente a los enfermos, y
que se pagara enseguida... Era por norma optimista en su opinión sobre los
demás, y se resignaba a desgana a constatar el mal del prójimo, excusando
siempre su intención». Un abogado cuenta de él lo que sigue: «El Padre vino a
consultarme en Cremona para emplear mis servicios profesionales a una causa
civil relacionada con una herencia a favor de la clínica San Camilo, cuya
validez era cuestionada por los herederos. Tuve diferentes ocasiones de ver al
Padre y de tratar con él... Me pareció siempre extraordinariamente sencillo y de
un desprendimiento poco común de las cosas y de los intereses mundanos...
Recuerdo la edificante impresión que me llevé cuando se me requirió para
encargarme de esa herencia. Demostraba que velaba por los intereses de la casa,
pero al mismo tiempo destacaba por su bondad en su manera de actuar y por la
total ausencia de espíritu quisquilloso».
Atentos con los que sufren
El Padre Rebuschini ejerció el cargo de ecónomo durante 35 años, hasta
1937, pero a partir de 1938 sus fuerzas empiezan a decaer; tiene 78 años de
edad. «Los últimos días del Padre Enrique fueron marcados por una serenidad
ejemplar y un perfecto abandono a la divina Providencia» –según contó, durante
el proceso de beatificación, un neuropsiquiatra que estudió su vida desde el
punto de vista médico. En los primeros días de mayo, tras haber recibido el
sacramento de los enfermos, el Padre Enrique pide perdón a todos por los malos
ejemplos que hubiera podido dar, por sus imperfecciones y por todas las ofensas
que hubiera podido cometer. Pide igualmente que recen por él, dejando en manos
de Dios la evaluación de su vida pasada. El 9 de mayo, a las seis, el Padre
Vanti celebra Misa en su habitación y, en el momento de recibir la comunión, el
moribundo extiende los brazos, recibe el Cuerpo del Señor con enorme fervor y
luego cruza los brazos y se queda absorto en la oración. El supremo encuentro
con su amado Señor acontece el 10 de mayo a las 5,30 horas. «Su ejemplo –dirá de
él el Santo Padre en el momento de su beatificación– constituye para todos los
creyentes una llamada imperiosa a ser atentos con los enfermos y con los que
sufren en su cuerpo y en su espíritu».
Fue beatificado por S.S. Juan Pablo II el 4 de mayo de 1997.
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Autor: Carta de la Abadía San José de Clairval | Fuente:
Clairval.com
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