San Isidro Labrador, Esposo y Padre, Patrono de
Madrid
Mayo 15
Mayo 15
Martirologio Romano: En Madrid en Castilla en España, san Isidro, labrador,
que junto con su mujer la beata María de la Cabeza atendió con empeño a las
fatigas de los campos, acogiendo con paciencia la recompensa celeste además de
los frutos terrenos, y fue un verdadero modelo de campesino cristiano. (c.1080 -
c.1130).
Cuarenta años antes de que ocurriera, había escrito
Cicerón: “De una tienda o de un taller nada noble puede salir”. Unos años
después, en el año primero de la era cristiana, salió de un taller de carpintero
el Hijo de Dios. Las mismas manos que crearon el sol y las estrellas y dibujaron
las montañas y los mares bravíos, manejaban la sierra, el formón, la garlopa, el
martillo y los clavos y trabajaban la madera. Desde entonces, ni la azada ni el
arado ni la faena de regar y de escardar tendrían que avergonzarse ante la pluma
ni ante el manejo de los medios modernos de comunicación, ni ante las coronas de
los reyes.
El patrón de aquella villa recién conquistada a los musulmanes, Madrid, hoy capital de España, no es un rey, ni un cardenal, ni un rey poderoso, ni un poeta ni un sabio, ni un jurista, ni un político famoso. El patrón es un obrero humilde, vestido de paño burdo, con gregüescos sucios de barro, con capa parda de capilla, con abarcas y escarpines y con callos en las manos. Es un labrador, San Isidro. Como el Padre de Jesús, cuyas palabras nos transmite San Juan en el evangelio 15,1: “Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador”.
SE POSTRARON LOS REYES
Ante su se-pulcro se postraron los reyes, los arquitectos le construyeron
templos y los poetas le dedicaron sus versos. Lope de Vega, Calderón de la
Barca, Burguillos, Espinel, Guillén de Castro, honraron a este trabajador
madrileño. El historiador Gregorio de Argaiz le dedicó un gran libro: "La
soledad y el campo, laureados por San Isidro". Fue su misión, laurear el campo,
frío, duro, ingrato, calcinado por los soles del verano y estremecido por los
hielos de los inviernos. El campo quedó iluminado y fecundado por su paciencia,
su inocencia y su trabajo. No hizo nada extraordinario, pero fue un héroe.
Fue un héroe que cumplió el “Ora et labora” benedictino. La oración era el
descanso de las rudas faenas; y las faenas eran una oración. Labrando la tierra
sudaba y su alma se iluminaba; los golpes de la azada, el chirriar de la carreta
y la lluvia del trigo en la era, iban acompañados por el murmullo de la plegaria
de alabanza y gratitud mientras rumiaba las palabras escuchadas en la iglesia.
Acariciando la cruz, aprendió a empuñar la mancera. He ahí el misterio de su
vida sencilla y alegre, como el canto de la alondra, revolando sobre los mansos
bueyes y el vuelo de los mirlos audaces.
TAN POBRE
Alegre y, sin embargo, tan pobre. Isidro no cultivaba su prado, ni su viña;
cultivaba el campo de Juan de Vargas, ante quien cada noche se descubría para
preguntarle: "Señor amo, ¿adónde hay que ir mañana?" Juan de Vargas le señalaba
el plan de cada jornada: sembrar, barbechar, podar las vides, limpiar los
sembrados, vendimiar, recoger la cosecha. Y al día siguiente, al alba, Isidro
uncía los bueyes y marchaba hacia las colinas onduladas de Carabanchel, hacia
las llanuras de Getafe, por las orillas del Manzanares o las umbrías del Jarama.
Cuando pasaba cerca de la Almudena o frente a la ermita de Atocha, el corazón le
latía con fuerza, su rostro se iluminaba y musitaba palabras de amor. Y las
horas del tajo, sin impaciencias ni agobios, pero sin debilidades, esperando el
fruto de la cosecha “Tened paciencia, hermanos, como el labrador que aguanta
paciente el fruto valioso de la tierra, mientras recibe la lluvia temprana y
tardía” Santiago 5, 7. Así, todo el trabajo duro y constante, ennoblecido con
las claridades de la fe, con la frente bañada por el oro del cielo, con el alma
envuelta en las caricias de la madre tierra.
NO SABÍA LEER
El Cielo y la tierra eran los libros de aquel trabajador animoso que no
sabía leer. La tierra, con sus brisas puras, el murmullo de sus aguas claras, el
gorjeo de los pájaros, el ventalle de sus alamedas y el arrullo de sus fuentes;
la tierra, fertilizada por el sudor del labrador, y bendecida por Dios, se
renueva año tras año en las hojas verdes de sus árboles, en la belleza silvestre
de sus flores, en los estallidos de sus primaveras, en los crepúsculos de sus
tardes otoñales, con el aroma de los prados recién segados. Isidro se quedaba
quieto, silencioso, extático, con los ojos llenos de lágrimas, porque en
aquellas bellezas divisaba el rostro Amado.
Seguro que no sabia expresar lo que sentía, pero su llanto era la exclamación del contemplativo en la acción, con la jaculatoria del poeta místico Ramón Llull: "¡Oh bondad! ¡Oh amable y adorable y munificentísima bondad!". O del mínimo y dulce Francisco de Asís, el Poverello: “Dios mío y mi todo”. “Loado seas mi Señor por todas las criaturas, por el sol, la luna y la tierra y el agua, que es casta, humilde y pura”. O también con el sublime poeta castellano como él: “¡Oh montes y espesuras - plantados por las manos del Amado - oh prado de verduras, de flores esmaltado - decid si por vosotros ha pasado!!!. “El que permanece en mí y yo en él ese da fruto abundante” Juan 15,5. Así, el día se le hacía corto y el trabajo ligero. Bajaban las sombras de las colinas. Colgaba el arado en el ubio, se envolvía en su capote y entraba en la villa, siguiendo la marcha cachazuda de la pareja de bueyes.
Seguro que no sabia expresar lo que sentía, pero su llanto era la exclamación del contemplativo en la acción, con la jaculatoria del poeta místico Ramón Llull: "¡Oh bondad! ¡Oh amable y adorable y munificentísima bondad!". O del mínimo y dulce Francisco de Asís, el Poverello: “Dios mío y mi todo”. “Loado seas mi Señor por todas las criaturas, por el sol, la luna y la tierra y el agua, que es casta, humilde y pura”. O también con el sublime poeta castellano como él: “¡Oh montes y espesuras - plantados por las manos del Amado - oh prado de verduras, de flores esmaltado - decid si por vosotros ha pasado!!!. “El que permanece en mí y yo en él ese da fruto abundante” Juan 15,5. Así, el día se le hacía corto y el trabajo ligero. Bajaban las sombras de las colinas. Colgaba el arado en el ubio, se envolvía en su capote y entraba en la villa, siguiendo la marcha cachazuda de la pareja de bueyes.
UNA SANTA
Empezaba la vida de familia. A la puerta le esperaba su mujer con su
sonrisa y su amor y su paz. María Toribia era también una santa, Santa María de
la Cabeza. Un niño salía a ayudar a su padre a desuncir y conducir los bueyes al
abrevadero. Era su hijo, que lo era doblemente, porque después de nacer, Isidro
le libró de la muerte con la oración. Luego arregla los trastos, cuelga la
aguijada, ata los animales, los llama por su nombre, los acaricia y les echa el
pienso en el pesebre, pues, según la copla castellana: “Como amigo y jornalero,
- pace el animal el yero, - primero que su señor; - que en casa del labrador, -
quien sirve, come primero”. Hasta que llega María restregándose las manos con el
delantal: "Pero ¿qué haces, Isidro, no tienes hambre? -le dice cariñosamente-.
Ya en la mesa, la olla de verdura con tropiezos de vaca. Pobre cena pero
sabrosa, condimentada con la conformidad y animada con la alegría, la paz y el
amor. Y eso todos los días; dias incoloros pero ricos a los ojos de Dios. Sin
saber cómo, Isidro se ha ido convirtiendo en santo. “Será como un árbol plantado
al borde de la acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas; y
cuanto emprende tiene buen fin” Salmo 1,1. “Yo soy la vid, vosotros los
sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante” Juan
15,6
Ya su aguijada tiene la virtud de abrir manantiales en la roca, porque:
“Mucho puede hacer la oración intensa del justo...Elías volvió a orar, y el
cielo derramó lluvia y la tierra produjo sus frutos” Santiago 5, 17. “Si
permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis y
se realizará” Juan 15, 7. Ya puede Isidro rezar con tranquilidad entre los
árboles aunque le observe su amo, porque los ángeles empuñan el arado. ¡Oh
arado, oh esteva, oh aguijada de San Isidro, sois inmortales como la tizona del
Cid, el báculo pastoral de San Isidoro y la corona del rey San Fernando!,
exclama el poeta. Con la pluma de Santa Teresa habéis subido a los altares. Así
es como la villa y corte, centro de España, tiene por patrón a un labrador
inculto, sin discursos, ni escritos, ni hechos memorables, sólo con una vida
escondida y vulgar de un aldeano, hombre de aquella pequeña villa que se llamaba
Madrid, recién reconconquistada al Islam. En 1083 Alfonso VI había entrado por
la cuesta de la Vega. El contraste es instructivo y proclama el estilo de Dios
cuando nos regala sus santos. “Escondiste estos secretos a los sabios, y los
revelaste a las gentes sencillas”. San Isidro labrador era un simple;
reconocerlo es admirar los planes de Dios.
EL DIÁCONO DE SAN ANDRÉS
Lo que sabemos de su vida se debe al diácono de San Andrés, que conoció a
su paisano y sólo ocupa media docena de páginas. ¿Quién es capaz de extender más
la descripción de un labriego sencillísimo que cruza por esta vida sin ninguna
aventura externa y sin más complicación que la personalísima de ser santo a los
ojos de Dios? Fue un hombre sencillo, su villa era pequeña. Madrid era rica en
aguas y en bosques, con su docena de pequeñas parroquias, sus estrechas calles y
en cuesta, su alcázar junto al río, su morería y sus murallas.
Un puñado de familias cristianas, entre ellas, la de los Vargas, que era la más rica, alrededor de la parroquia de San Andrés, a cuyo servicio estaba Isidro. San Isidro nos ofrece todo un programa de vida sencilla, de honrada laboriosidad, de piedad infantil aunque madura, de caridad fraterna, ejemplo para esta sociedad compleja, y llena de mundo, de vida callejera, de codicia y de egoísmo, que lamenta hoy el zarpazo del terrorismo atroz y espera el nacimiento del nuevo Infante heredero. Ambos acontecimientos, tan dispares, laten en el corazón celeste de San Isidro, en su calidad de Patrón de Madrid que lo es, en cierto modo, de España
Un puñado de familias cristianas, entre ellas, la de los Vargas, que era la más rica, alrededor de la parroquia de San Andrés, a cuyo servicio estaba Isidro. San Isidro nos ofrece todo un programa de vida sencilla, de honrada laboriosidad, de piedad infantil aunque madura, de caridad fraterna, ejemplo para esta sociedad compleja, y llena de mundo, de vida callejera, de codicia y de egoísmo, que lamenta hoy el zarpazo del terrorismo atroz y espera el nacimiento del nuevo Infante heredero. Ambos acontecimientos, tan dispares, laten en el corazón celeste de San Isidro, en su calidad de Patrón de Madrid que lo es, en cierto modo, de España
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Autor: Jesús Martí Ballester | Fuente: Catholic.net
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